Luz se estremeció al pensar en la implicación de sus propios actos y él sonrió.
—Tranquila, de momento sigo igual de jodido y condenado, si es eso lo que te preocupa…
—¿Qué efecto tienen exactamente esos sellos? —consiguió preguntar, mientras trataba de comprender lo que él le contaba.
—Me anulan —confesó, dejando caer hacia atrás la cabeza, apoyándose en la pared, y por primera vez Luz creyó ver en él al mismo hombre que antes pensaba que era—. Cuando fui expulsado del Paraíso dejé de ser yo. En realidad, dejé de ser cualquier cosa más allá del dolor y la ira. No sé cuánto tiempo pasó hasta que, por decirlo de algún modo, me recompuse. No hay nada con lo que pueda compararlo para que lo entiendas, pero podría resumirlo como un tormento tal que no te permite existir más allá del propio dolor. El genial invento de Gabriel me hace revivir ese momento como si volviera a suceder una y otra vez hasta la extenuación. Sólo el hecho de rozar algo que esté protegido por el sello, o de tratar de contar algo que no deba, me manda directamente al maldito Infierno por tiempo indefinido… —Respiró profundamente, irguiéndose y fijando de nuevo los ojos en ella, llenos de una nueva luz—. De hecho, podría decir que, durante los últimos tres siglos, he estado perdido en ese genial Infierno que se sacó de la manga Gabriel, como si no fuera suficiente la maldita condena eterna que no tengo más remedio que soportar.
La voz de Ángel era fría y sarcástica, aunque Luz creyó sentir la tristeza que encerraban sus palabras. Aquel ser sentado en el suelo, con aire despreocupado, podía ser el mismísimo Lucifer, pero ella en aquel momento no veía más que al hombre en el que hasta entonces había confiado con los ojos cerrados, y se acercó a él, sintiendo la repentina e inexplicable necesidad de tenerlo cerca. Se detuvo a su lado, más cerca de lo que habían estado desde que todo su mundo se desmoronara en el pasillo de acceso a aquella sala, y lo miró, indecisa, y él agachó la cabeza, con un gesto cercano a la incomodidad.
—Ángel —llamó. Él levantó la vista al oírla y ella creyó leer una súplica en su mirada—. Lucifer…
Él sonrió.
—Durante siglos he sido capaz de matar al oír ese nombre. Yo mismo hace milenios que no lo he pronunciado. De hecho, no puedo. No imaginas el dolor que me provoca el mero hecho de decir mi nombre. Pero oírtelo decir a ti… —Suspiró—. No sabes cuánto tiempo he esperado encontrar a alguien como tú. El don que Él me dio, se convirtió en mi propia condena. —Los ojos de Ángel, fijos en los suyos, brillaban con una especial intensidad que la sobrecogió—. Incluso existir privado de Su Gracia es soportable en comparación con la soledad absoluta que supone que no te comprendan ni tus semejantes.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó, interrumpiéndolo.
—El tiempo como tal no existe para mí, Luz —dijo con condescendencia y una ternura que hasta aquel momento no había mostrado.
—Comprendo. Una sucesión de actos.
Aevum
—lo interrumpió ella de nuevo, sosteniéndole la mirada, queriendo comprender—. Pero a pesar de eso sí puedes calcular el tiempo natural, lo has hecho —dijo, y él asintió, satisfecho—. ¿Cuánto?
—Lo cierto es que he perdido la cuenta, pero aproximadamente coincide con el momento de la creación de tu especie. ¿Unos cincuenta millones de años?
Asintió, abrumada por la fecha, y se dejó caer en el suelo, sentándose ante él, que continuaba mirándola fijamente, con una expresión entre tierna y atormentada.
—Antes has dicho que no podías morir —dijo y él asintió—. ¿Y los ángeles a los que has…? —dudó, interrumpiéndose, incapaz de terminar la frase.
—Hay algo parecido a la muerte, una especie de existencia sin consciencia, vacía. Pero es temporal, el espíritu renace en un nuevo ser, que, en esencia, no deja de ser el mismo que el anterior. La energía no puede destruirse.
—Se transforma —dijo, pensativa—. ¿Una especie de reencarnación del alma?
—Algo así, salvo para mí —escupió las palabras con furia—. Es otro privilegio que me ha sido negado. Parte de mi particular condena. El resto de ángeles caídos, los que me siguieron —explicó, al ver su expresión de duda— fueron igualmente condenados, pero no en los mismos términos que yo. No habría sido justo. Ellos sí pueden morir y transformarse en un nuevo ser, aunque, por supuesto, no es de lo más fácil matar a un ángel.
—Pero antes…
—Ya te he explicado que soy un experimento fallido. Nada de lo que es válido para el resto lo es para mí —la interrumpió—. Soy el primero de los de mi clase y, en cambio, único en mi especie. —Hizo una pausa, pensativo, antes de seguir hablando, recuperando la rabia y el sarcasmo que antes había habido en su voz, pero que reflejaba ahora también cierto matiz de tristeza—. Él me creó el primero y se excedió, en todo. No sólo le ayudé en la Creación, sino que me dotó con el don de la sabiduría, una sólo por debajo de la Suya. Y aunque suene mal que lo diga yo —rió, irónico— me hizo más bello que a los demás. No contento con eso, me hizo especialmente poderoso y, por si fuera poco, me dio esta espada para poder usar ese poder…
Luz fijó la vista en el familiar objeto que no había dejado de llamar su atención. Estaba ante ella, en el suelo, desprendiendo aún esa extraña luz que le daba un aspecto tan bello como siniestro. Ángel lo cogió y se lo tendió, pero no se atrevió a cogerlo, asombrada al ver como las sombras anaranjadas que brotaban del metal se envolvían en torno a su mano, fundiéndose con él.
—Para ti no es más que una barra de plata, estaño y algunos metales que eres incapaz de imaginar —susurró, acercando aún más a ella la espada que sostenía sobre la palma de la mano—. No puede hacerte daño, no tiene poder en tus manos, no es un arma de este mundo.
—Es hermosa… —Luz tomó la espada de su mano y las brillantes formas que hasta aquel momento habían envuelto la mano de Ángel se enredaron en la suya, provocándole una sensación eléctrica y extrañamente familiar al rozar su piel—. ¿Por qué…?
—Es parte de mí —explicó, intuyendo la pregunta que ella no había sabido cómo formular—. Mi energía, mi espíritu, como lo quieras llamar… —Desvió la mirada de ella, fijándola en el suelo, y por un segundo creyó atisbar en él algo lejanamente parecido a la timidez—. Es la primera vez que veo algo así, te reconoce, supongo —concluyó, con un leve encogimiento de hombros.
Asintió, incapaz de hablar, absorta por la sensación que le provocaba el roce de aquellas formas inmateriales sobre su piel. Con un enorme esfuerzo trató de concentrarse, obligando a su mente a pensar en el objeto que sostenía, observándolo y asombrándose con cada detalle. El parecido con los dos objetos que habían encontrado en la cripta era indudable, aunque el que ahora sostenía en sus manos era bastante más pesado, y el metal, perfectamente limpio y cuidado, parecía diferente. Con delicadeza deslizó un dedo sobre las finas marcas que lo decoraban y las lenguas de luz se enrollaron a su alrededor, como si su piel fuera un imán para ellas, y sonrió.
—No es la primera que ves, aunque esta es algo diferente. —Luz levantó la vista y se encontró con los ojos de Ángel, que la miraba con satisfacción, casi con orgullo.
—Las dos que había en la cripta tenían grabado el nombre de dos arcángeles —dijo y él asintió, observándola con curiosidad—. Estos signos son muy parecidos. —Dudó, y dibujó de nuevo las finas líneas con el dedo, disfrutando de la sensación de las lenguas de luz al fundirse con su piel—. ¿Esto es…?
—Mi nombre maldito —susurró él, con media sonrisa, con la mirada ahora en sus manos que seguían acariciando la espada—. Digamos que la adaptación más próxima a la versión celestial es un antiguo nombre hebreo…
—Heylel —dijo, y su voz fue sólo un susurro que expresó en voz alta su pensamiento cuando comprendió que él no podía pronunciar aquella palabra. Esa idea provocó que le diera un vuelco el corazón y, por primera vez, la comprensión de lo que estaba viviendo la sobrecogió, obligándola a creer como jamás antes lo había hecho.
Sus ojos se encontraron con los de Ángel, que la observaba en silencio, con una expresión que no reconoció. Seguía recostado en la pared, con un brazo apoyado sobre una de sus piernas ligeramente doblada, en una postura despreocupada. El cabello lacio caía a ambos lados de su rostro, levemente inclinado, ocultándolo parcialmente y resaltando aún más el intenso verde de sus ojos. En aquel momento fue plenamente consciente de la naturaleza de aquel extraordinario ser y las preguntas se agolparon en su mente, paralizándola de nuevo, y creyó ver las sombras anaranjadas de la espada vibrar sutilmente por un instante, antes de envolverse de nuevo alrededor de su piel.
—¿Por qué? —consiguió preguntar, sin apartar de él su mirada, recordando la historia del manuscrito—. ¿Fue por nosotros?
—Nunca hay sólo un motivo —contestó Ángel, forzando una sonrisa y asintiendo—. Ese fue el detonante, al menos, aunque todo es en realidad más complejo. Imagina por un segundo que eres el ser más inteligente y sabio que ha existido, sé que a pesar de tu absoluta falta de soberbia no te será difícil —explicó, levantándose de un salto para empezar a andar de nuevo, recorriendo la cámara con lentitud, y el suave tono que hasta ese momento había tenido su voz se endureció, dotando de nuevo a sus palabras de furia e ironía—. Ahora imagina que toda esa inteligencia y sabiduría te son del todo inútiles porque no tienes libertad para usarlas. No puedes decidir cómo actuar, casi ni qué pensar. Te aseguro que es un tormento, prácticamente como una condena. Esa era una disputa constante. Yo pedía, Él negaba, yo volvía a pedir, Él seguía negando… —Aceleró el paso, caminado con distraída elegancia y la mirada perdida, mientras enfatizaba con sus gestos su relato, lleno de rabia—. Luego os creó a vosotros y, cuando os vi, no sé lo que me pasó, Luz, por primera vez en mi existencia lo entendí todo como nunca antes, y me maravillé ante la perfección de vuestra naturaleza.
—¿Nuestra perfección? —lo interrumpió, sorprendida por la veneración con la que había pronunciado aquellas palabras.
—Por supuesto —dijo, al tiempo que se paraba ante ella, que permanecía sentada en el suelo, observándolo, aún con la espada en sus manos—. En comparación con vosotros, nosotros no somos más que un boceto. Nuestra existencia es lineal, llana. No aprendemos, no mejoramos, simplemente somos, tal y como Él nos ha creado. El ángel misericordioso lo es y punto, no deja de serlo, tampoco mejora. Vosotros, en cambio, ni te lo imaginas. Aquí, en este mundo, sólo veis parte de vuestro camino, pero nunca dejáis de aprender, vuestra capacidad es casi infinita. Al igual que aquí, en el Paraíso podéis ser desde simples almas hasta el más puro de los ángeles. Podrías resumirlo como que nosotros somos una línea simple, recta, vosotros un círculo, una espiral.
No podía dejar de mirarlo, absorta en su explicación, incapaz de calibrar todo lo que implicaba.
—Y además os hizo libres —añadió, casi en un grito, al tiempo que volvía a echar a andar—. Claro que nosotros para nada queríamos el libre albedrío, incapacitados para el cambio o el aprendizaje, no era más que una cuestión de capricho. Pero para vosotros era imprescindible, parte de vuestra esencia. Él lo sabía y os lo otorgó. Y en cambio os negaba el conocimiento. No lo podía entender. Unos seres tan perfectos condenados a ser poco más que monos… Yo os observaba, indefensos en un clima hostil, casi bestias. La Creación perfecta desaprovechada. No podía dejar de contemplaros. Me obsesioné. Y así descubrí algo que no esperaba de ninguna manera. Teníais una inmensa capacidad para amar. Erais poco más que animales, apenas caminabais aún erguidos, pero amabais de un modo que parecía imposible. Y sufríais. No comprendíais la muerte, o el dolor. De hecho, no comprendíais nada. Y ocurrió.
Luz lo miraba perpleja, extasiada por sus palabras y atónita por su contundencia, con la incredulidad aún golpeándole el pecho, aunque todo su ser la impulsaba a creer.
—Lo cierto es que Él lo supo desde el instante en que me creó —Ángel siguió hablando, inmóvil ahora en mitad de la sala, con la mirada perdida y la voz llena de un terrible sarcasmo y una rabia antigua, que se incrementaba por el tono de burla que adquirían sus palabras cada vez que se refería a Dios, entonándolas casi como una cancioncilla—. No dudo ni un instante de que era parte de Su plan. Ese fantástico plan secretísimo que de momento no ha dado ningún buen resultado visible y del que, como todos los demás, no soy más que un eslabón de la cadena.
—¿Qué pasó? —Luz no pudo contener la curiosidad, y él sonrió hacia ella, con satisfacción, calmándose como si de pronto hubiera recordado que no estaba solo.
—En realidad, no lo sé con certeza —explicó—. Fue un golpe, súbito, que me atravesó, rompiendo todas las cadenas que hasta entonces me habían atado. De pronto, mientras os observaba como siempre, todo se precipitó y sentí, para que puedas entenderlo, como si mi ser aumentara su volumen, como si creciera. Después supe que era mi poder ampliándose, entonces simplemente me asusté. —Rió, mirándola por un instante antes de continuar—. ¡Oh, sí! Me asusté muchísimo. Lo peor es que sentía miedo de mi propia esencia, de mí mismo, hasta que noté que las ataduras que me habían sujetado hasta el momento se rompían y por primera vez sentí la libertad. ¿Cómo te explico eso? —Ángel dudó, fijando de nuevo la vista en ella—. Supongo que podría decirse que la sensación, a escala humana, sería similar a la de esnifar cocaína por primera vez. Y no me digas que con eso no te haces una idea. —Rió de nuevo, pero en esta ocasión su expresión fue siniestra, terrible—. Conozco tus pecados como los míos propios.
Luz calló, inmóvil.
—Cuando comprendí lo que había sucedido, y no te creas, me costó lo mío, no me lo pensé dos veces e hice lo que fui creado para hacer. —Ángel volvió a echar a andar de un lado a otro de la cámara, más rápido que antes, endureciendo de nuevo el tono de su voz—. Y eso, por cierto, viene a confirmar mi teoría sobre Su plan. Por qué demonios habría creado si no a un ser cuya única misión, más allá de adorarle, como no, es otorgar el don del conocimiento. Pues bien, eso hice. Os di el conocimiento, que permíteme que te lo diga, habéis desaprovechado atrozmente.
Luz quiso protestar pero enseguida comprendió a qué se refería. Era posible que como obra de la Creación el ser humano fuera la perfección, pero como especie sobre el planeta, sin lugar a dudas, dejaba mucho que desear y se había convertido en un cáncer para su propio ecosistema.