Cuando salieron del hotel la ciudad estaba prácticamente desierta, caminaron hacia la catedral mientras hacían conjeturas sobre lo que podrían encontrar en los túneles, y él se deleitó saboreando cada una de las emociones de Luz, que iban desde el nerviosismo casi infantil por la aventura hacia la que se encaminaba, hasta el más absoluto de los placeres por saberse entre uno de los pocos afortunados que podría recorrer las entrañas históricas de la ciudad. Disfrutó contemplando los mil y un matices que reflejaban sus ojos, más abiertos y atentos de lo habitual, mientras un sacerdote los acompañaba hasta el acceso a los antiguos pasadizos, escondido en una pequeña sala que usaban como oficina. Se recreó sintiendo como propios el asombro y la satisfacción, sobresaliendo del torbellino de emociones del interior de Luz, cuando atravesó la puerta y descendió los primeros escalones que la llevaban directamente al corazón subterráneo de Salamanca. De inmediato, la concentración se mezcló con sus emociones, mientras seguía descendiendo por el angosto pasadizo, deslizando una mano por el viejo sillar de la pared, en un gesto que él reconoció de inmediato y que le provocó una sonrisa. La siguió de cerca, sosteniendo la linterna y un plano, que no necesitaba en absoluto, hasta que ella, al final, lo dejó pasar delante y él iluminó la pequeña sala con múltiples corredores que se abría ante ellos.
—¿Te alegras de que te haya acompañado? —dijo, al tiempo que disfrutaba de la expresión de asombro que había regresado al rostro de Luz, que asintió, despistada, mientras observaba las numerosas entradas que se bifurcaban ante ellos en todas direcciones—. Hubo un tiempo en el que desde aquí se podía llegar a cualquier punto de la ciudad, el resto del camino debería de ser más sencillo —explicó, antes de tomar un pasadizo que, a pesar de los siglos, recordaba a la perfección.
—¿Estás seguro? —la voz de Luz le llegó desde el final de la escalera, donde seguía parada.
—Absolutamente —respondió, divertido.
Se aseguró de que Luz lo seguía antes de continuar caminando. Ella estaba completamente absorta en lo que veía y prestaba atención a cada pequeño detalle, cada marca en la piedra, cada rincón o recoveco. Afortunadamente, ya no había allí abajo cadáveres abandonados, ni pertenencias usurpadas a los pobres infelices juzgados por la Inquisición, pero, aún así, Luz parecía adivinar cada lugar en el que en algún momento se había cometido una barbaridad en nombre de Dios, la Iglesia, o cualquier otro absurdo motivo similar. Él se entretuvo contándole pequeñas anécdotas sobre las intrigas de las que habían sido testigos los viejos muros y procuró no iluminar los lugares en los que aún podían observarse signos de las viejas prácticas de tortura, para evitar que ella se detuviera.
Descendieron por los corredores, que en algunos lugares habían sido tapiados y desviados por necesidades de las nuevas construcciones, y aunque la ruta a seguir no se alejaba demasiado del trazado original, los obligaba a descender más de lo necesario y a entrar en túneles secundarios, más angostos que los anteriores. Luz seguía absorta en el recorrido, aunque el ambiente cada vez más cargado de los viejos pasillos la obligaba a respirar con dificultad, y el calor, cada vez más intenso, la hacía sentir ligeramente incómoda. Ángel aceleró el paso para llegar cuanto antes a los pasillos que de nuevo ascendían, dirigiéndolos hacia su objetivo, donde el aire sería más fresco. En algún momento fue consciente de que Luz se había desorientado completamente y no pudo evitar sonreír cuando sintió su incomodidad al darse cuenta de que se había perdido. Hubiera sido de lo más divertido bromear con ella, fingir que no estaba seguro de qué camino seguir, o hacerle creer que él estaba igualmente desorientado, y que, tal vez, tardarían horas en poder salir de allí, pero dos presencias angélicas demasiado cercanas arruinaron toda la diversión.
No había duda de que esos dos malditos ángeles estaban en los pasadizos, pero no tenía ni idea de qué estaban haciendo allí. Le indicó a Luz que se detuviera, iluminó el pasillo que se extendía frente a ellos, y se bifurcaba a sólo unos pasos, antes de consultar el plano para comprobar la dirección que debían tomar, a pesar de saber perfectamente que sus opciones eran igualmente malas en aquel momento. Uno de los corredores, el de la derecha, descendía para perderse en la intrincada red de túneles, donde el aire viciado y el asfixiante calor serían aún más intensos. El otro pasadizo los llevaba en la dirección correcta, y también conducía, directamente, hacia las dos presencias que había notado. Suspiró, resignado, antes de comenzar a caminar, asegurándose una vez más de que Luz iba tras él.
El pasadizo de la izquierda descendía aún algunos metros más, para conducir a una gran cámara que antiguamente había servido para fines no demasiado lícitos. Decidió no contarle a Luz los detalles de aquella estancia hacia la que se dirigían, notaba su nerviosismo e incomodidad y no había motivo para aumentar su malestar. Desde aquella sala llegarían rápidamente al viejo pasillo de acceso a la cueva. En menos de diez minutos ella habría comprobado su teoría y podrían regresar al exterior, olvidada toda incomodidad. El pasillo se ensanchaba a medida que se acercaban a la cámara y permitió a Luz, que respiraba cada vez con más dificultad, situarse a su lado, sintiéndose más tranquila. Él mismo se sintió reconfortado al tenerla más cerca, justo antes de que sintiera la determinación de los dos ángeles, que estaban frente a ellos, golpearlo con fiereza.
De pronto, todo se precipitó y apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando, ante la entrada de la cámara, dos luces intensamente brillantes aparecieron de la nada y se abalanzaron contra Luz, al tiempo que tomaban la forma de dos jóvenes alados blandiendo sus espadas. Ángel no tuvo opción de decidir y, en un mismo y violento movimiento, rodeó a Luz con un brazo, empujándola tras su espalda, a la vez que con el otro tomaba su espada y derribaba a los dos ángeles de un sólo golpe. La intensa luz dorada de ambos seres se intensificó, estallando en un terrible fogonazo al toparse con su espada. El primero de los seres sagrados se fundió con el aire, arrojando un terrible quejido de dolor, el segundo quedó tendido en el suelo, atenuado su brillo mientras perdía lentamente su corporeidad.
Notó el cuerpo de Luz tensarse contra su espalda y la liberó de su abrazo, a la vez que se apartaba rápidamente de ella. No había nada que pudiera hacer para protegerla después de que hubiera presenciado la macabra escena, salvo apartarse de ella y permitir que sacara sus propias conclusiones. Se recostó contra una pared, tratando de calmar su espíritu, resignándose ante un desenlace que a toda costa hubiera querido evitar, a la vez que sentía el nerviosismo en el alma de la mujer, mezclándose con el asombro, la angustia y la incredulidad, mientras intentaba comprender lo que había sucedido, y se sintió aliviado al comprobar que, al menos, no había miedo en su interior.
Luz caminaba junto a Ángel y distinguió frente a ella lo que parecía una sala algo más amplia e iluminada que los pasillos que habían dejado atrás, pero no tuvo tiempo de alegrarse por ello porque, súbitamente, sintió como él la empujaba con brusquedad, situándola detrás de su cuerpo. Estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por su embestida, pero él la aferró firmemente con un brazo contra su espalda, a la vez que el lugar se iluminaba con increíble intensidad, cegándola, y un terrible sonido retumbaba en las antiguas paredes. Se quedó inmóvil, aferrándose a Ángel, paralizada. No sabía qué estaba pasando, la luz la había cegado y no podía ver nada. Todo su cuerpo estaba en tesión, esperando algo que no llegaba a suceder. Por un instante pensó que el techo se les caería encima, sepultándolos, pero enseguida entendió que, fuera lo que fuera que acababa de pasar, no había sido una explosión, ni un movimiento de tierra. Aquello era otra cosa.
Estaba empezando a recuperar la visión cuando Ángel la soltó y se apartó bruscamente de ella. Tropezó con la linterna, que estaba en el suelo, apagada, y se quedó paralizada al ver a sus pies un cuerpo tendido en una postura antinatural. Todavía estaba deslumbrada por la explosión de luz y pensó que la vista la engañaba. Aquel hombre estaba desnudo, tumbado ante ella sobre una especie de tejido blanco y grueso, y parecía desprender luz. Sin apartar la vista de él, recogió la linterna y trató de encenderla, sin éxito. Se frotó los ojos en un vano intento por recuperar completamente su visión y buscó a Ángel con la mirada, pero no encontró lo que esperaba. Él estaba de pie, apoyado en una pared, con la cabeza inclinada y la vista fija en el suelo, con la misma postura despreocupada e insolente que tantas veces había visto en él. Sostenía algo en su mano que desprendía un brillo rojizo, y no parecía sorprendido ni por lo ocurrido ni por la presencia del hombre tendido frente a ellos, al que ni siquiera prestaba atención. Luz se obligó a recuperar el control de su cuerpo y se arrodilló junto al cuerpo retorcido ante ella.
—¿Qué le ha pasado? —balbuceó.
El hombre abrió los ojos y los fijó en ella, eran azules e increíblemente brillantes. No respondió, pero estaba vivo, aunque pareciera imposible por la posición de su cuerpo, con los miembros retorcidos, y la cantidad de sangre que lo cubría. Trató de levantarlo, sin conseguirlo, y miró a Ángel, que seguía inmóvil en la misma posición.
—Ángel —llamó, con la voz temblorosa, pero no obtuvo respuesta.
Hizo otro esfuerzo por tratar de incorporar a aquel hombre, que la miraba con desesperación. Sus ojos parecían inmensos y luminosos. Se desconcertó al notar como el brillo que parecía brotar de su cuerpo, de pronto, se intensificaba. No tuvo dudas de que, de algún modo, la luz que llenaba la sala, provenía del cuerpo desnudo ante ella, y sintió un temblor recorriendo su espalda mientras hacía un nuevo esfuerzo para incorporarlo. En esta ocasión el hombre respondió a su empuje y se levantó levemente, dejando escapar un terrible quejido, al tiempo que su cuerpo brillaba, aún con más intensidad. Al incorporarse arrastró con él el tejido ensangrentado sobre el que estaba tendido y Luz quiso separarlo de su cuerpo. Era espeso y pesado, de un suave material de un tacto similar al algodón, o a las plumas. Levantó ligeramente la espalda del hombre para retirarlo, y se estremeció ante el contacto de la textura endurecida y extrañamente clavada en el centro de la espalda.
—Ángel, ¿qué ha pasado? ¿qué es esto?
No se atrevía a mirar la espalda ensangrentada del hombre que sostenía entre sus brazos, y que le resultaba más ligero a cada momento mientras la luz que desprendía su cuerpo parecía aumentar. Estaba en estado de shock, pensó, y buscó de nuevo con la mirada la ayuda de Ángel, que ahora la miraba fijamente, desde la misma posición en la que había estado todo el tiempo, en silencio. El hombre, en sus brazos, parecía desvanecerse a la vez que la luz dorada que desprendía se volvía cada vez más hermosa e intensa, iluminando la cámara, arrancando violentas sombras en las esquinas y a la silueta de Ángel, dándole un aspecto siniestro. Luz deseaba encontrar una explicación para lo que estaba pasando, pero sus sentidos le decían que no había explicación más allá de lo que estaba viendo. Reunió todo el valor que pudo y, mientras bajaba la mano que tenía apoyada en la espalda de aquel brillante ser, se obligó a mirar lo que antes ya había notado.
—¡Oh, Dios mío! —dijo con un grito profundo y casi desesperado.
Aquel ser no estaba tumbado sobre ninguna tela ensangrentada, sino sobre sus propias alas. Miró a Ángel, sin ser capaz de decir ni una palabra, buscando una explicación, la que fuera, a lo que acababa de ver, pero él simplemente la miraba, inmóvil, iluminado por la luz dorada que salía del cuerpo que ella sostenía, y que endurecía sus facciones, incrementando la expresión severa de su rostro. Los ojos, fijos en ella, brillaban llenos de angustia y, por un instante, creyó ver en ellos una inmensa profundidad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, de nuevo, con un hilo de voz.
Él no contestó ni varió su postura, únicamente continuó mirándola, con una expresión que no reconocía, entre el horror y la rabia. La luz dorada que inundaba la estancia vibró con una nueva intensidad y oyó una voz suave, melódica, y llena de dolor.
—Lu-ci-fer —murmuró el ser al que sostenía, que parecía ya más etéreo que material, mientras señalaba a Ángel con un dedo, manteniendo la mirada fija en ella.
Los ojos de Ángel se abrieron desmesuradamente, terribles, y lo que antes pensó que era profundidad en su interior le pareció un abismo insondable. Sintió una fría corriente recorriendo su cuerpo de arriba a abajo cuando el ser al que había estado sosteniendo se desvaneció en sus brazos, fundiéndose con la luz que su propio cuerpo había emanado hasta aquel mismo instante, sin dejar rastro alguno de su presencia más allá de la sangre que manchaba sus manos. Él había utilizado sus últimas fuerzas para pronunciar aquella única palabra, que le había helado la sangre, dejándola paralizada.
—¿Ángel?
No era capaz de levantarse, ni de moverse, pero algo la empujaba a hablar. Tal vez, porque se negaba a creer lo que estaba pasando o, quizás, porque quería una respuesta, una confirmación, de lo que acababa de ver. La luz dorada que iluminaba la cámara iba perdiendo rápidamente intensidad, sumiéndolos en la negrura, y permitiéndole distinguir a la perfección el objeto que sostenía Ángel, y que parecía rodeado de tenues y sinuosas formas luminosas, que subían por su mano, diluyéndose en su piel, penetrando en ella. Se sorprendió del parecido entre aquel objeto y las dos piezas de plata grabadas con signos celestiales de la colección de la Casa de las Muertes y, de pronto, todo en su mente cobró sentido. Él la miraba fijamente, aún sin hablar, y ella reunió un valor, que no sabía que tenía, para levantarse y enfrentarse a lo que estaba sucediendo.
—¿Lucifer? —consiguió preguntar—. ¿Es ése tu nombre?
—Tengo muchos. Tantos como pueblos ha habido en este mundo.
La voz de Ángel fue sólo un susurro, aunque lleno de un dolor que la desconcertó, mientras que el brillo dorado que había iluminado el lugar se consumía por completo. Todo el valor que había sentido se esfumó cuando escuchó aquellas palabras, y el silencio y la oscuridad se ciñeron sobre ella. No era capaz de moverse, ni de hablar. Su mente le decía que nada de aquello era posible, pero, al mismo tiempo, todo su ser le indicaba lo contrario.
—¿A qué esperas?
La voz de Ángel la cogió por sorpresa, sobresaltándola. Era suave, aunque con un matiz distinto, que no reconocía. No pudo contestar.