—Hay que encontrar a Legión —dijo, al fin, con voz firme, dejando claro que no había discusión posible.
—¿Para que vuelva a desaparecer?
La voz de Belial fue un gruñido y Ángel fijó con rabia sus ojos en los de su general.
—Para que lo pueda matar con mis propias manos.
—Está bien —aceptó finalmente el diablo— pero no creo que todos entiendan tu decisión.
—¿Tú lo comprendes? —preguntó, a pesar de saber a qué se refería Belial, que se limitó a asentir con la cabeza, manteniéndole la mirada—. Pero crees que Asmodeo no lo hará…
—Él, y algunos más, piensan que ésa mujer te hace débil. —Belial mantenía sus ojos fijos en él mientras hablaba, pero Ángel sintió su incomodidad, primero, y su miedo, después, al pronunciar aquellas palabras—. No lo comprenden, Lucifer. Y debo reconocer que yo tampoco entiendo qué te ocurre, actúas como…
—Como un grigori —terminó la frase por su general, mostrando una sonrisa terrible. Belial asintió y él saboreó su miedo—. Es posible. Aunque Asmodeo, precisamente, debería comprenderlo.
El diablo lo miró confundido y él rió.
—Te contaré una historia, pero no quisiera que él se enterara, soy el único que sabe qué pasó en realidad, y me temo que no se siente muy orgulloso de ello…
—No te comprendo —confesó Belial.
—¿Nunca te has preguntado a qué se debe el odio que Asmodeo siente hacia los grigoris? No es como la incomprensión del resto, ni como la envidia que algunos sentís porque pensáis que su condena es menor que la vuestra, más soportable. —Clavó los ojos en los de Belial que agachó levemente la cabeza al reconocerse entre los diablos a los que se refería—. Fue al principio de los tiempos, muchos de los nuestros, la mayoría, aún luchaban contra las cadenas del castigo que nos habían impuesto, éramos muy pocos los que habíamos conseguido liberarnos de la oscuridad y controlar nuestra forma maldita y las tinieblas que nos ahogaban. Los hombres en aquella época habían avanzado mucho, cuando los vi por primera vez después de la caída apenas me lo podía creer.
Ángel se detuvo y se apoyó en una pared, con la mirada perdida, llena de recuerdos e imágenes de un tiempo anterior, de un mundo viejo y desaparecido hacía ya demasiado tiempo.
—Cuando Asmodeo se liberó tardé un tiempo en encontrarlo —continuó explicando—, y él había empezado a vagar sin comprender lo que había ocurrido. Como tú, él fue de los primeros, es fuerte y terco, un digno Príncipe del Infierno. —Sonrió, sin ocultar su orgullo—. Observó a los hombres, en la distancia, y presenció la caída de los grigoris. Fue entonces cuando al fin lo encontré, antes del maldito diluvio. Estaba asombrado por la valentía de los doscientos que renunciaron al Paraíso por amor, no lo comprendía, y yo tampoco, debo decir, pero sus dudas iban más allá que las mías. Se acercó a las humanas, las observó, las siguió, hasta diría que las acosó, buscando una respuesta que de ninguna manera encontraba. Hasta que se topó con Sarah.
—¿Sarah? —preguntó Belial, asombrado con aquel relato que le era lejanamente conocido, y, a la vez, lleno de rabia por el recuerdo del primer tiempo después de su caída, del dolor, de las cadenas atándolo a la tierra, retorciendo su cuerpo y su espíritu, inundándolo en la oscuridad. Ángel asintió.
—No comprendí hasta qué punto se había obsesionado por entender los sentimientos que habían llevado a los grigoris a actuar como lo hicieron, y, en aquella época, yo ya estaba lo suficientemente ocupado buscando a cada uno de los nuestros como para preocuparme por las tonterías de Asmodeo —continuó, negando con la cabeza—. Fue demasiado tarde cuando comprendí hasta qué punto no eran en absoluto tonterías. Al principio pensé que se había obsesionado con Sarah y al no conseguir lo que quería, bueno —dudó y sonrió recordando la furia del diablo—, actuó como lo hizo. Ahora tengo mis dudas —sentenció, fijando su mirada en Belial, que seguía mostrando aquella expresión entre la rabia y la incredulidad por su relato.
—¿Qué ocurrió? —preguntó el diablo, intrigado.
—No es ningún secreto, incluso quedó testimonio de su hazaña en varios textos que en su momento fueron venerados como sagrado por los humanos. De hecho, algunas versiones de aquella historia, más adulteradas que otras, todavía se consideran sagradas. —Ángel explotó finalmente en una sonora carcajada.
—¿Entonces es cierto? —preguntó Belial y él asintió, aún entre risas— ¿lo derrotó Rafael?
—Sí, pero sólo después de reducir a polvo unas siete ciudades… Aunque sí, eso fue lo que ocurrió.
—¿Y por qué lo niega? —Belial, dudó antes de continuar—. Una demostración de fuerza como esa, aunque el arcángel al final lo detuviera…
—Ya te he dicho que no estaba muy orgulloso de lo ocurrido, en especial de la parte de la derrota, pero tampoco de perder el juicio como lo hizo por Sarah…
Ángel se interrumpió al sentir la presencia de Rafael acercándose a ellos y sintió la tensión del diablo que estaba frente a él.
—Lo niega porque no quiere que sepáis que después de todo el dolor aún es capaz amar. —La voz de Rafael era más profunda de lo habitual y Ángel sintió como lo golpeaba una oleada de la incomodidad del ser sagrado por la presencia del diablo—. Hola, Belial.
—¿Y tú cómo sabes eso? —El Rey del Infierno lo reprendió con dureza.
—Porque le gusta demasiado saber lo que no debe —sentenció Ángel, con burla, al tiempo que saludaba con un leve gesto de la cabeza al arcángel—. ¿Qué ha pasado esta tarde, Rafael?
Belial los miró a ambos, desconcertado, antes de apoyarse en la pared, junto a Ángel y examinar con la mirada al arcángel, que se encogió de hombros como toda respuesta.
—No me jodas, Rafael. —Ángel encendió un pitillo mientras observaba de arriba a abajo al arcángel—. Todavía brillas, por si no te has dado cuenta —continuó—. Y supongo que el numerito de la luz divina de esta tarde ha tenido alguna consecuencia más allá del fulgor que te envuelve, y que, permíteme que te lo diga, me resulta bastante desagradable, por no hablar del aroma a santidad que desprendes…
—No ha pasado nada. —Rafael lo interrumpió, repentinamente serio—. Y eso, precisamente, es lo que me preocupa.
Él asintió en silencio, intentando comprender qué significado tenía la pasividad de los arcángeles y esperando a que Rafael se explicara, pero el ser sagrado se limitó a permanecer callado, con la mirada perdida.
—¿Por qué lo has hecho?
—No hace falta que me lo agradezcas —dijo Rafael, y su voz fue un grito que hizo que Belial se revolviera, incómodo.
—No me has contestado…
—¡Maldita sea, Heylel! —El arcángel habló con una rabia que lo cogió desprevenido, no se suponía que debiera sentir eso, o al menos no de aquella manera—. Eres mi hermano.
—Cuidado con lo que sientes, arcángel.
Ángel sintió la incomodidad de Belial y le indicó con un gesto que se marchara, antes de comenzar a caminar, disfrutando de la quietud de la madrugada. Lo último que necesitaba era una pelea entre el arcángel y el Rey del Infierno por una estupidez como aquella.
—Tu manía de recordarnos que hemos perdido Su Gracia te costará la cabeza el día menos pensado —dijo, mientras Rafael lo seguía, en silencio—. ¿Por qué no me cuentas qué demonios ha pasado esta tarde?
—Ya te lo he dicho. —La voz del arcángel era más tranquila ahora, aunque aún había en ella cierta tensión que lo incomodó—. No ha pasado absolutamente nada. Pensaba que Gabriel estaría hecha una furia, pero no creo que ella tuviera nada que ver.
Ángel clavó sus ojos en él, llenos de rabia e incredulidad, queriendo comprender sus palabras.
—No es que tenga un interés especial en discutir con Gabriel —continuó el arcángel—, ni mucho menos con Miguel, pero me preocupa más que ninguno de los dos haya siquiera mencionado el tema.
Ángel asintió. Aquel maldito arcángel se había jugado por él no sólo el cuello, sino la Gracia del Creador. Si aquella orden hubiera venido de Gabriel, Rafael no estaría en aquel momento a su lado brillando como una condenada luciérnaga en mitad de la noche. No tenía sentido que hubiera intervenido entre los ángeles y Luz, pero menos aún lo tenía que nadie hubiera pedido cuentas por su actuación.
—Tal vez quieren ponerte prueba —dijo, y su voz no fue más que un susurro.
No quería reconocer lo que en el fondo de su ser sabía perfectamente. Rafael estaba cada día más próximo a él que a los suyos, y eso era algo que no estaba dispuesto a tolerar. No de Rafael.
—No creo. —Rafael negó con la cabeza, dejando ver una antigua pena que lo atravesó como un puñal—. Y aún así, he obrado según mi naturaleza, Heylel. Aunque lo hubiera ordenado Miguel, aunque hubiera sido una orden de Él…
—¡No digas estupideces! —estalló, deteniéndose frente al arcángel que le sostenía la mirada.
—¿Estupideces? —preguntó Rafael y su ira lo golpeó, sobrecogiéndolo. Si aquel ser sagrado era capaz de sentir esas emociones con tanta intensidad, su situación era incluso más delicada de lo que había pensado—. La vida de los humanos no es una estupidez. Cada una de ellas es valiosa, y tú sabes eso incluso mejor que yo. —El arcángel suspiró, relajándose, antes de continuar—. Mira, Heylel, no me importa cuál sea su falta, sólo sé que no seré yo quien permita esta aberración…
Ángel lo miró con reproche, tratando que su mirada mostrara una desaprobación que en realidad no sentía. La existencia en la tierra de los humanos no tenía valor para ninguno de ellos, salvo tal vez para él. No era más que una ínfima parte de una existencia mayor y más compleja, el inicio de un camino que los hombres ni siquiera intuían, pero del que él consideraba que no debían ser privados. Era posible que los ángeles tuvieran, entre otras tareas, la de custodiar la Creación, no obstante, cualquier misión encomendada carecía de validez ante una orden de un superior. Si había que cargarse a toda la Creación con un maldito diluvio, se hacía, y punto. Si se tenía que acribillar a plagas a un pueblo, se acribillaba. Si era el turno de matar a todos los malditos primogénitos sobre la faz de la tierra, se mataban. Y sin rechistar. Eran las reglas, las normas, las órdenes que él se había negado a acatar, y esa negativa era un billete directo, y sin opción de vuelta, al jodido Infierno. El arcángel se encogió de hombros ante él al leer su pensamiento y Ángel se estremeció al comprender lo que implicaba su gesto.
—¿Qué demonios estás haciendo, Rafael?
—Deberías preocuparte por lo que estás haciendo tú, Heylel. Mis decisiones son cosa mía. Gracias a ti, por cierto.
Ángel cogió al arcángel por los hombros, acercándose a él y fijando en sus ojos su mirada, al tiempo que sentía como la ira crecía en su interior, aumentada por el dolor que le provocaba pensar en que aquel ser pudiera acabar condenado a causa de su estupidez.
—No sabes lo que dices —gruñó, aproximándose amenazadoramente al arcángel—. Tus decisiones me atañen porque, como has dicho, eres mi hermano. Y no consentiré que hagas una estupidez, aunque para evitarlo tenga que atravesarte yo mismo con mi espada. —Rafael lo miraba, impasible, y su ira aumentó—. ¿Tienes idea de lo que es el dolor eterno? ¿El sufrimiento constante? ¿La agonía ciñéndose sobre ti en todo momento, impidiéndote pensar, ser, existir? ¿Puedes imaginar lo que es mantener una lucha constante contra las tinieblas para evitar que te aplasten con todo su peso sólo para poder seguir existiendo? —Ángel hablaba despacio y su voz estaba llena del sufrimiento que lo había torturado durante siglos, mostrándoselo al arcángel como sabía que no quería verlo—. Piensa en el peor dolor que hayas sufrido en tu existencia. Imagínate ese dolor constantemente en tu ser, en todo momento, sin descanso, ni alivio, ni paz. Eso, Rafael, no es ni una millonésima parte de lo que yo siento.
Ángel sintió el miedo crecer en el interior de Rafael, seguido de la angustia y la duda, y todo ello unido a su determinación, que se reflejaba en los ojos, que mantenía, inmutable, fijos en los suyos.
—¿Por qué? —preguntó, finalmente, al entender que nada de lo que dijera él podría variar la opinión del arcángel.
—Ya lo sabes —respondió con firmeza.
Por supuesto que lo sabía, siempre lo había sabido. Rafael no tuvo el valor de seguirlo, pero tampoco pudo luchar contra él. Sabía que siempre había considerado terriblemente injusto estar separado de sus hermanos, que los echaba de menos, y que pensaba que aquella condena no era más que algo temporal e inmerecido. Una separación antinatural, le había oído decir en una ocasión. Pero no lo era, aunque alguno de los suyos se hubiera arrepentido, hubiera sucumbido al dolor y, de algún modo, hubiera podido conseguir el perdón, la mayoría de ellos preferirían desaparecer, diluirse en el éter y dejar de existir antes que regresar. Mejor desterrado que esclavizado, solía resumir Asmodeo. Y, de cualquier manera, eso tampoco era posible para él, tal vez sí para todos los suyos, pero no para él que había visto multiplicado su poder hasta el punto de poder gobernarlos a todos.
—Condenándote no arreglarás nada, al contrario —dijo Ángel, más calmado—. Seguiremos estando separados. Tú estarás separado de ellos. De Él. Igual que nosotros.
Notó como la determinación del arcángel se quebraba, aunque no lo suficiente como para pensar que le había sacado aquella absurda idea de la cabeza. Había algo más en el interior de aquel ser sagrado que lo empujaba a actuar como lo hacía, algo que no comprendía, que se le escapaba. No sin esfuerzo consiguió tocar el espíritu del ser divino, dejar que su esencia sagrada lo quemara, casi hasta el punto de anularlo, sumiéndolo en un abismo, y recordándole el peso de la condena impuesta, el dolor y el sufrimiento; pero allí encontró lo que buscaba. La respuesta no podía ser otra. De hecho, no comprendía cómo no se había dado cuenta de qué era lo que empujaba a Rafael a ir más lejos de lo que en toda su larga existencia había estado dispuesto.
La súbita presencia de Miguel lo sobresaltó y rompió su conexión con el arcángel.
—Vaya dos… —murmuró Miguel, que estaba ante ellos, majestuoso, espléndido.
Rafael lo miró fijamente a la vez que Ángel lo saludaba con un leve gesto, casi inapreciable.
—¿Qué ha pasado esta tarde? —preguntó, fijando su vista en Rafael, que permaneció en silencio, inmóvil.
—Eso mismo estaba intentando averiguar yo —dijo Ángel, encendiendo otro pitillo—. Aunque, tal vez tú tengas más suerte —continuó, y Miguel asintió—. Supongo que después del, digamos, incidente, debo entender que has cambiado de opinión.