Non serviam. La cueva del diablo (27 page)

Read Non serviam. La cueva del diablo Online

Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
12.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ya se lo he dicho, porque me lo pidió Alfonso —explicó ella, con cierta condescendencia—. Es una simple colaboración, algo habitual, más en este tipo de proyectos.

—¿Qué tipo de proyectos? —El inspector rebuscó de nuevo entre sus notas, moviendo rápidamente las páginas—. ¿A qué se refiere?

—Pues a aquellas investigaciones que por su especial relevancia, interés, originalidad o dificultad, necesitan de equipos interdisciplinares y, por lo general, también, de expertos en ciertos temas concretos y con suficiente experiencia.

—¿Y se considera usted uno de esos expertos? —preguntó, haciendo un ridículo gesto con los dedos simulando unas etéreas comillas.

Luz se encogió de hombros como respuesta.

—¿Discutió usted ayer con el profesor Vázquez?

—Creo que había bastantes testigos que pueden hablarle sobre eso.

—Le he preguntado a usted. —El inspector volvió a mirarla fijamente y Luz pensó que sus ojos, de un tono marrón claro, le daban a aquel hombre cierto aire de animalillo indefenso, en lugar de la dureza que él parecía creer que transmitía.

—Sí, discutimos —respondió.

—Ajá. —Sánchez dio de nuevo varios golpecillos sobre el cuaderno con el bolígrafo, con un gesto más rápido que los anteriores—. ¿Sobre qué?

—Sobre la línea de investigación a seguir.

—Ajá —repitió, mientras pasaba de nuevo varias páginas adelante y atrás, rápidamente, buscando algo sin éxito—. No están de acuerdo sobre… la línea de investigación…

Luz asintió, aunque el inspector no pudo verla porque seguía con la mirada fija en la libreta.

—Y usted, entonces… después de la discusión… —siguió hablando el hombre, aún inmerso en sus notas.

—Mire inspector —lo interrumpió Luz, perdida ya la poca paciencia que le quedaba—, Alfonso y yo discutimos, sí. No estoy de acuerdo con la línea de investigación que defiende, en absoluto. Pero tampoco lo estaba con las nulas medidas de seguridad existentes en esta sala en la que estamos y se encontraba el material, y, mucho menos, con que no se hubieran tomado fotografías, o incluso realizado copias, de los objetos que han sido robados. —El enfado de Luz iba aumentando a medida que hablaba e ignoró los torpes intentos del inspector para hacerla callar—. También es cierto, que supongo que es lo que está buscando en esa libreta, que ayer fui la última en abandonar el departamento, pero siento decirle que no fui yo quien robó las piezas. Yo quiero participar en esta investigación, quiero llegar hasta el fondo de este tema, por eso discutimos ayer Alfonso y yo. Y, dígame, ¿cómo voy a continuar con la investigación si hago desaparecer las únicas pruebas sobre las que trabajar?

El inspector la miró desconcertado, fijando en ella sus ojillos de animal asustado antes de intentar recomponerse y buscar de nuevo en la libreta con sus notas.

—¿Tal vez para seguir la línea de investigación que usted deseaba? —preguntó el hombre, apoyándose con ambas manos sobre el escritorio de Alfonso y clavando de nuevo su mirada en ella.

—¿Y cómo supone que podría hacer eso en la clandestinidad? —Luz le sostuvo la mirada, desafiante—. O, mejor, dígame ¿qué interés tendría, para alguien como yo, investigar en la sombra sobre algo que jamás se va a publicar y, de paso, arriesgándome a arruinar mi carrera?

El hombrecillo trató de mantenerle la mirada, en silencio, sin éxito. Finalmente se dio la vuelta, cerró con un gesto rápido la libreta que sostenía y la escondió junto al bolígrafo en el bolsillo del pantalón, antes de volverse de nuevo hacia ella.

—Es usted una de las principales sospechosas, señora Martín —dijo con tono de amenaza—. No se marche de Salamanca, seguramente necesitaré hablar con usted de nuevo.

—Por supuesto.

El inspector salió del departamento, cerrando la puerta tras él, y dejándola sola mientras se debatía entre la indignación y el asombro que le había provocado aquel hombrecillo. Estaba claro, desde el principio, que todos iban a apuntarla con el dedo. Pero también lo estaba que no tenían nada en su contra. Resignada, se levantó y comprobó que la puerta estaba cerrada antes de abrir el cajón donde la noche anterior había escondido el tomo sobre la Clave de Salomón. Recogió el tratado de ocultismo, escondiéndolo entre otros libros, y se fue hacia la biblioteca.

Ángel se movía a gran velocidad, sintiendo la ira que aumentaba en su interior e ignorando la presencia de Rafael, que continuaba a su lado. Mientras buscaba a Gabriel su mente retrocedió hasta el día en el que el arcángel había intervenido para impedir que contara su historia. Fue quinientos ochenta años atrás, pero el tiempo se había parado para él en el momento en el que ella había puesto los sellos sobre su manuscrito y encadenando su espíritu. Se maldijo por no haber desconfiado de la presencia del arcángel cuando la notó, pero estaba inmerso en las enseñanzas que impartía a aquellos siete aventajados alumnos de la Universidad de Salamanca, nada más que revelarles sus secretos le importaba, y Gabriel era una simple mensajera que no debía suponer ningún peligro. En ningún momento había contemplado la posibilidad de que se mostrara ante los humanos y les encomendara la misión de detenerlo, hasta que fue demasiado tarde.

Sabía que Gabriel se había arrepentido de aquel descabellado plan cuando conoció las consecuencias, y no era capaz de comprender cómo había podido cometer de nuevo el mismo error. Un error aún peor, pensó. Lo sagrado acostumbra a causar un efecto extraño en los humanos, envileciéndolos y cegándolos más allá de lo imaginable. Pero el arcángel no lo comprendía, o no le importaba, y la misión que había encomendado a los hombres había acabado con la vida de los siete inocentes que él había tomado bajo su tutela, derrumbando de paso su plan. Todo el esfuerzo que había invertido en sus enseñanzas se había quedado en nada. Aunque a él la muerte de aquellos siete infelices no le había importado más allá del grave inconveniente que le había supuesto, a Gabriel la había visto llorar por ellos. Pero, por supuesto, aquello no había sido suficiente para que ella cediera en su empeño y él, por su parte, había decidido que aquella tarea era realmente demasiado importante para arriesgarse de nuevo a dejarla en manos de mortales. Así que escribió de su puño y letra lo que no iban a permitirle explicar de otro modo. Ni por un instante había sospechado que los arcángeles pudieran volver su plan en su contra y, en un solo día, había completado el trabajo que se había propuesto.

Sabía que los humanos no comprenderían nada de lo que él pretendía, salvo, quizás, alguno increíblemente lúcido. Por ese motivo había acudido al único lugar donde podía encontrar alguna mente humana especialmente brillante, y aunque de los siete que había escogido de entre los mejores estudiantes de aquella universidad ninguno había resultado especialmente inteligente, hubieran servido para su propósito, si hubieran seguido con vida. Su objetivo entonces fue que el manuscrito fuera lo más atractivo posible para llamar la atención de una mente lo suficientemente despierta como para comprender lo que había en él, y pensó que nada mejor que darle un toque de misteriosa solemnidad. Si de algo sabía era de las pasiones de los humanos, y ninguno medianamente espabilado podría resistirse a un tenebroso toque ceremonioso. Encargó un cofre de madera e hizo grabar sobre él marcas arcanas, similares a las que los interesados en los conocimientos alquímicos estudiaban en un vano intento por dominar unas artes que la humanidad ya hacía mucho que había olvidado. Parecía un cebo perfecto, y de buen seguro lo hubiera sido, si no hubiera caído en la burda artimaña de los arcángeles.

Esa misma noche Miguel lo había atacado mientras él terminaba de preparar su manuscrito y lo guardaba en el cofre. Habría podido deshacerse del arcángel con un sólo golpe de poder, mantenerlo atado a la tierra retorciéndose por el dolor de verse injustamente privado de la Gracia de Dios. Habría podido hacerle sufrir, como él mismo sufría constantemente, dejándolo sumido en un abismo de tinieblas mientras él terminaba con los preparativos. O, incluso, habría podido atravesarlo de un golpe con su espada cuando notó su esencia, antes de que se lanzara sobre él. Y lo hubiera hecho gustoso si hubiera sido cualquier otro maldito ser sagrado el que hubiera osado incordiarle en aquel momento, pero no con Miguel. Aquel arcángel era realmente el único que suponía para él un aliciente, aunque no pudiera vencerlo. Su poder era mucho mayor que el del arcángel y, además, el Creador no permitiría que su agonía terminara tan fácilmente, pero, durante la Primera Guerra, le había otorgado a Miguel poder suficiente para detenerlo, y eso era bastante para que sus combates fueran de lo más divertidos. Miguel era el único enemigo digno al que podía enfrentarse, siempre que él jugara limpio, por supuesto, y tener de vez en cuando un buen combate era una tentación demasiado grande a la que no le apetecía en absoluto resistirse. Los arcángeles lo sabían y, por primera vez, lo usaron en su contra. Miguel luchó con fiereza sólo durante el tiempo justo para distraerlo mientras los hombres de Gabriel conseguían el manuscrito. Cuando los humanos se lo entregaron, ella no tuvo más que poner los malditos sellos que habían encadenado su espíritu hasta aquel mismo día, impidiéndole no sólo recuperar su relato, sino contárselo de palabra a ningún humano. Su historia, su verdad, quedaba sellada y fuera del alcance de cualquier humano, a no ser que éste lo averiguara e hiciera las preguntas pertinentes. Pero eran demasiado lerdos. Algunos tenían miedo, pero a la mayoría simplemente no les importaba en absoluto lo que él tuviera que decir. Por más tiempo que esperara ni uno de esos seres, finitos y limitados en aquel mundo, se interesaría por el conocimiento que él pudiera otorgarles.

Cuando, finalmente, se hubo convencido de que era imposible tratar de llegar al manuscrito, había intentado durante un tiempo llamar la atención de algunos humanos para que la curiosidad los llevara a descubrir lo que no debían, pero al cabo de los siglos había acabado desistiendo. La estupidez era, definitivamente, la peor enfermedad de aquella especie. Todos sus intentos por atraer a los humanos habían sido inútiles hasta que, al final, había dejado de intentarlo, olvidándose de su propósito e, incluso, hasta de sí mismo. Y así habría seguido, de no ser porque, casualmente, los hombres habían roto dos de los sellos que aprisionaban su ya demasiado castigado espíritu.

—¿Qué quieres?

La voz de Gabriel lo sacó de sus pensamientos y la encontró de pie, frente a él, majestuosa. Rafael se puso al lado de la mensajera y él deseó acabar con ambos en aquel mismo instante.

—¿Qué has hecho? —preguntó entre dientes, sin ocultar la rabia que, casi sin ser consciente de ello, se había acumulado en su interior.

—Ya lo sabes —respondió el arcángel con voz firme, casi autoritaria.

—¿Es que te has vuelto completamente loca? La última vez murieron catorce…

—Veintiuno —replicó ella—. Sólo siete de ellos a causa de la revelación. El resto, fue cosa tuya…

Ángel recordó, aumentando la propia furia que sentía en aquel momento, la ira inundándolo cuando, en plena lucha con Miguel, había sentido el primero de los sellos de Gabriel sobre su espíritu. Rememoró la carrera frenética hasta la Casa de las Muertes, los dos arcángeles muertos a sus manos, y los cuerpos ya sin vida de los humanos de Gabriel a su alrededor. Pero había llegado tarde, de nada había servido su ira, ni su poder, porque la mensajera ya había puesto el último sello en la cripta, añadiendo un nuevo peso a su condenado ser.

—¿Qué diferencia hay? Murieron por tu causa, al fin y al cabo. Por tu intromisión, pregonera —escupió las palabras con rabia.

—Te equivocas de nuevo, Lucifer —dijo Gabriel, y la calma en su voz le pareció exasperante, provocando que el viejo odio bullera en su interior—. Murieron por tu absurdo empeño en revelar lo que no debes. Y si en esta ocasión muere alguno de ellos, será igualmente por tu culpa.

—No lo creo, arcángel, si tenemos en cuenta que tú solita te has revelado, encomendándoles una misión que, por lo que se ve, no tienen intención de cumplir —dijo, negando con la cabeza—. El error, querida, en esta ocasión, es sólo tuyo… Y aunque mueran en mis manos, cosa que no dudes que sucederá si se meten donde no deben o le tocan de nuevo un solo pelo de la cabeza a la persona equivocada, habrá sido por tu causa —siguió hablando mientras sentía cómo la ironía en su voz iba dejando paso paulatinamente a la rabia y su cuerpo se tensaba, ajeno a su voluntad—. En cualquier caso, la culpable de que esa pandilla de infelices acabe en el maldito Infierno, serás, única e indiscutiblemente, tú.

—¿De verdad crees que me preocupan esos infelices? —preguntó Gabriel y, por un instante, Ángel creyó ver una sombra de duda en su mirada, al tiempo que sintió como lo atravesaba una oleada de la compasión del arcángel. Gruñó—. Sus almas ya estaban condenadas antes de que yo cometiera la imprudencia de apelar a nuestra antigua alianza. Los tiempos han cambiado y ninguno de los viejos lazos parece ahora válido —añadió ella, con un gesto de desprecio de su mano—. El alma que me preocupa, diablo, es la de tu protegida.

El arcángel suspiró con una mueca de desagrado cuando Ángel dejó que la furia de su interior la golpeara, atravesando su sagrado espíritu.

—Lo sé, lo sé, lo sé, hermano… —siguió diciendo ella, despacio, alzando las manos con las palmas abiertas hacia él—. Pero te advertí que te alejaras de ella…

El poder de Ángel aumentó de golpe, llenándolo por completo, alimentándose del odio, el dolor y la rabia acumuladas, y se encontró empuñando su espada contra Gabriel mientras la sujetaba del cuello, empujándola contra una pared. Rafael quiso sujetarlo, pero, sin siquiera tocarlo, Ángel lo lanzó a varios metros de distancia. Se acercó más a Gabriel, saboreando su miedo mezclado con aquella insufrible misericordia que sentía hacia él. Apretó aún más la espada contra su cuello, justo por encima de donde mantenía firme el agarre con su mano, disfrutando de aquel momento a la vez que se estremecía sólo de pensar en que los arcángeles pudieran hacerle algo a Luz.

—No la tocarás —gruñó.

—Ha roto el último sello —dijo el arcángel con un hilo de voz temblorosa, luchando contra la presión que él ejercía contra su cuello.

—No, pregonera —su voz fue profunda y sombría, igual que su mirada fija en los ojos de Gabriel—. No lo ha roto. Y aunque lo hubiera hecho, no la tocarás. No acabarás con la vida de ningún humano. No intencionadamente.

Other books

Dying to Know by Keith McCarthy
Hunter's Blood by Rue Volley
Out of the Shadows by Melanie Mitchell
Mother's Story by Amanda Prowse
Mated to Three by Sam Crescent
Wolf at the Door by Rebecca Brochu
The Relic Murders by Paul Doherty