Más extraños aún eran los resultados de las pruebas realizadas al manuscrito. Ni la composición del papel utilizado ni la tinta arrojaban datos concluyentes. Por el tacto de las páginas Luz hubiera podido asegurar que se trataba del papel vitela común de la época, de muy alta calidad, seguramente realizado con piel de novillo recién nacido. No obstante, nada se podía asegurar con un solo vistazo y, por lo que parecía, tampoco con las pruebas habituales. En cuanto a la tinta no presentaba ningún tipo de anomalía a simple vista, parecía la típica tinta a base de metales o de insectos machacados propia de la época. Tal vez incluso, como un avance de su tiempo, podría haber sido una tinta con base mineral, pero ninguno de esos compuestos coincidía con las conclusiones de las pruebas forenses realizadas. Finalmente, el análisis de la caligrafía confirmaba lo que a simple vista era fácil de percibir, la mano que redactó el manuscrito no era la misma que había escrito las palabras de advertencia de la primera página. Y, seguramente, pensó Luz, tampoco la que había decorado aquella portada con las intrincadas filigranas, idénticas a las encontradas en el cofre que contenía el legajo y en la propia cripta.
—¿No concluyentes? —preguntó a Alfonso devolviéndole los papeles en cuanto hubo colgado el teléfono.
—Es evidente que no se han tomado en serio el análisis. Este informe lo único que demuestra es su incompetencia. —Alfonso golpeó furioso la mesa sobre los papeles que Luz le acababa de entregar. Ella lo miró, incrédula ante aquella reacción que no era en absoluto habitual en él—. ¿Has visto la datación? ¡Es absurda!
—Últimamente demasiadas cosas te parecen absurdas —dijo, casi en un suspiro.
—¿Ya estás otra vez con tus teorías ocultistas? —Alfonso se levantó y caminó hacia la mesa donde los técnicos trabajaban en las piezas—. No hay nada en todo esto que nos lleve a pensar en ritos paganos, mágicos o de cualquier otro tipo, más que un manuscrito que, seguramente, no es más que una atrevida obra literaria…
—¿Y qué me dices de esto? —Luz arrebató de las manos a un técnico uno de los báculos y le mostró a Alfonso los grabados—. ¿Te suenan de algo esos signos?
—¿Malaquías? —preguntó él, de mala gana, y Luz negó con la cabeza. Alfonso se puso las gafas y acercó el objeto de plata a la luz—. El alfabeto celestial… —susurró.
—Hay más. He estado buscando en los grimorios medievales y… —Luz sacó el pequeño cuaderno de notas de su mochila y lo abrió por la página en la que había trascrito los signos y su traducción—. Mejor míralo tú mismo.
—Jofiel y Sachiel —leyó en voz alta antes de quitarse las gafas y fijar la vista en Luz, que aún sostenía ante él la libreta—. Dos báculos marcados con los nombre de dos arcángeles no reconocidos no son prueba de nada.
—¿Ah no?
Luz no podía creer sus palabras y su asombro iba dando paso lentamente a la rabia. Marcos se había acercado a ellos y escuchaba la conversación en silencio y desde una prudente distancia.
—¿Y cuál es tu teoría? —preguntó Luz, poco dispuesta a dar por terminada la discusión—. Porque yo incluso tengo mis dudas de que estos objetos sean simples báculos. ¿Acaso piensas que grabaron con un alfabeto místico, secreto y prohibido dos objetos rituales con los nombres de dos arcángeles que no recoge la Biblia, ni reconoce la Iglesia, sólo como decoración? Por favor, Alfonso, ¿exactamente qué es lo que crees que se ha encontrado ahí abajo?
—Exactamente —respondió Alfonso, devolviendo con rudeza el báculo al técnico que, igual que el resto, los observaba con incredulidad y evidente incomodidad—, creo que hemos encontrado las pruebas del hecho real que dio pie a la leyenda en torno de la Casa de las Muertes y del que obtuvo el nombre el palacio. Exactamente —repitió con lentitud y expresión severa—, creo que hemos hallado los cuerpos de un antiguo crimen, posiblemente pasional. Exactamente, Luz, creo que eso es lo que hemos encontrado allí abajo. Nada mas —concluyó, dándole la espalda a Luz y regresando a su mesa de trabajo.
—¿Y los objetos? —preguntó, pero Alfonso no respondió—. ¿Y el manuscrito?
—Sabes perfectamente que esta no es la primera tumba, ni será la última, en la que se encuentran objetos relacionados con los cadáveres —dijo, recostándose en la silla, más calmado—. Y eso son estas piezas, igual que el maldito legajo que tanto te preocupa —suspiró—. Mira, Luz, si quieres seguir en este proyecto más vale que te olvides de esas absurdas ideas.
Luz miró a Marcos, pero no obtuvo ninguna respuesta. Estaba claro que el historiador no iba a poner en juego su participación en un proyecto como aquel, con el mérito que podía otorgarle, sólo por defender una línea de investigación que, claramente, estaba vetada. Si quería averiguar la verdad sobre aquellas piezas tendría que hacerlo a escondidas, o, simplemente, renunciar a participar en la investigación, y también a toda posibilidad de seguir con el estudio del proyecto.
—Está bien —dijo, al fin—. Lo haré a tu manera.
Respiró profundamente para tranquilizarse antes de sentarse en una mesa libre con el informe completo de los análisis realizados a los hallazgos. Se sentía ridícula fingiendo que aceptaba las imposiciones de Alfonso, pero aquella era la única opción que tenía para conseguir llegar al fondo del asunto. Quiso concentrarse en las páginas repletas de análisis, gráficos y estadísticas que tenía delante, pero no podía evitar pensar en las irregularidades de aquel proyecto. Alfonso no sólo había vetado una línea de investigación, sin aparentar remordimiento alguno o excusarse detrás de alguna imposición de la dirección de la universidad, sino que también había aceptado la rotunda negativa a que se hicieran reproducciones o tomaran imágenes de los hallazgos de la cripta. Luz no reconocía a su amigo, nada de aquello se parecía ni lo más mínimo a su manera de trabajar. Aunque, por supuesto, habían pasado muchos años desde la última vez que habían trabajado juntos. Desde entonces él había ascendido hasta el importante puesto que ahora ocupaba, y que conllevaba obligaciones y limitaciones en la manera de llevar a cabo los proyectos de investigación. Consiguió apartar aquellos pensamientos para centrarse en los informes que tenía delante y que, pensó, quizás pudieran esconder algún dato relevante de la que ya se había convertido en su investigación clandestina sobre los hallazgos de la Casa de las Muertes.
La sala se fue vaciando paulatinamente hasta que, ya prácticamente entrada la noche, se marcharon los últimos técnicos. Ese era el momento que Luz había estado esperando desde que una hora atrás Alfonso y Marcos abandonaran el departamento. Quería comparar los dibujos del manuscrito con la escritura de Malaquías y no podía hacerlo rodeada de testigos. Hubiera podido ir a la biblioteca con las notas que había tomado antes de encontrarse con Marcos, pero tampoco quería despertar sospecha alguna al abandonar el departamento después de la discusión con el director de la investigación, así que había decidido esperar pacientemente hasta que se presentara la oportunidad. Fue a la biblioteca, que estaba a punto de cerrar, y consiguió sacar en préstamo el tomo que había consultado esa misma tarde sobre la Clave de Salomón. No le fue difícil convencer a la joven estudiante que custodiaba la biblioteca de que le permitiera sacar aquel libro, que no estaba disponible para el préstamo, cuando le explicó que debía consultarlo aquella misma noche y que de no poder llevárselo no tendría más remedio que hacerlo en la sala de lectura, obligándola a ella también a alargar su propia jornada.
Cuando regresaba al departamento por el solitario pasillo distinguió que la puerta estaba entreabierta y, de inmediato, se le aceleró el corazón. Luz habría jurado que había dejado la puerta cerrada y aligeró el paso, nerviosa porque alguno de sus compañeros no hubiera regresado y pudiera atraparla en mitad de su investigación secreta. O, incluso peor, pensó, que cualquiera se hubiera colado en el departamento, que ella había dejado abierto, y pudiera llevarse algunas de las piezas de la investigación que no estaban en absoluto protegidas. Cuando entró, abriendo de par en par la puerta con un golpe, se encontró con un chico de no más de veinte años, cargado de libros y claramente sobresaltado.
—He visto luz y he pensado que el profesor Vázquez seguía trabajando —explicó el muchacho, con evidente nerviosismo.
—Ya hace rato que se ha ido, sólo quedo yo —respondió, mientras repasaba con la mirada la sala para comprobar que todo estaba en su lugar.
—Sólo quería devolverle los libros que me había prestado. —El joven tendió los cinco libros que llevaba en brazos hacia Luz—. Si pudiera dejarlos aquí… —dudó un instante, mirando a su alrededor—. Bueno me han sido muy útiles…
—No hay problema —lo interrumpió secamente, cogiendo los libros que el muchacho le ofrecía.
—Gracias. Buenas noches —se despidió el chico, que salió precipitadamente del departamento mientras ella se dejaba caer sobre la silla, aún con el montón de libros en las manos.
Aquello había sido un recordatorio de la absoluta falta de seguridad del material y maldijo en silencio a Alfonso por permitirlo. Podía llegar a comprender que las responsabilidades de su puesto lo obligaran a vetar una línea de investigación, aunque no lo compartiera en absoluto. Lo que escapaba realmente a su entendimiento era que se pusiera en peligro un material como aquel sin motivo alguno. Suspiró, algo más tranquila, y dejó los libros sobre la mesa, junto al manuscrito, y una idea apareció fugazmente en su cabeza.
Cogió su mochila y buscó el pequeño teléfono móvil que había estado apagado durante todo el día en su interior. Se estremeció ante el despropósito que se le había ocurrido, pero, lentamente, el miedo fue desapareciendo y un nuevo impulso se apoderó de ella. Recorrió con un gesto automático el menú del teléfono hasta seleccionar la opción de cámara fotográfica. Dudó durante un instante antes de reunir el coraje suficiente y tomar fotografías de todos los objetos encontrados en la cripta. El pulso se le aceleró, y notó como algunas gotas de sudor resbalaban por su espalda mientras contenía la respiración cada vez que apretaba el botón. Después, sentada ante el manuscrito, se dispuso también a fotografiarlo. Trató de mantener la mente tan fría como pudo mientras retrataba cada hoja y cada detalle del legajo, convencida de que era lo correcto para que hubiera una prueba gráfica de los hallazgos, al menos mientras Alfonso no entrara en razón y los protegiera debidamente. Aquella investigación era más interesante, y quizás importante, de lo que incluso en un principio había imaginado, y no quería ni pensar en que todo se acabara por una estupidez como no hacer copias o tomar las medidas de seguridad necesarias.
Terminó de fotografiar el manuscrito y colocó en su lugar una a una las páginas, deleitándose de nuevo con los trazos de aquella caligrafía y preguntándose qué escondía aquel texto en realidad. De nuevo, al colocar la primera de las páginas sobre las demás, la invadió una extraña sensación y se encontró repentinamente cansada. Haciendo un esfuerzo ignoró el malestar y tomó varias fotografías más de los objetos desde distintos ángulos. El alivio llegó de inmediato cuando apagó de nuevo el teléfono y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Simplemente, debía guardar aquellas imágenes para prevenir cualquier posible pérdida hasta que Alfonso tomara las medidas de seguridad necesarias, las que fueran, y después las borraría.
Se sentía cansada y sin fuerzas. La tensión por lo que acaba de hacer sin duda le estaba pasando factura, y no se sentía con valor para comparar los signos del legajo con el alfabeto místico. Guardó el tomo sobre la Clave de Salomón en un cajón, debajo de los libros que el joven estudiante de Alfonso le había entregado instantes atrás y de un montón de papeles que lo ocultaban, recogió sus cosas, y abandonó el departamento. Algo más tranquila, pero tremendamente cansada, decidió ir caminando hasta su hotel, convencida de que necesitaba tomar aire, pensar en lo que acababa de hacer, y, sobre todo, relajarse. Estaba más despistada de lo habitual y no prestó atención al hermoso atardecer que le daba a la ciudad un aire casi mágico. Simplemente, estaba absorta en sus recuerdos, preguntándose aún cómo había reunido el valor para fotografiar el material de la investigación, arriesgándose a que cualquiera la sorprendiera, cuando, de pronto, un fiero empujón la sacó de sus pensamientos. Se encontró a sí misma forcejeando con un hombre que tiraba de ella hacia un callejón cercano e, instintivamente, protegió la mochila que colgaba de su hombro. El hombre pudo con ella y la lanzó contra el suelo del callejón. Se sintió súbitamente mareada, con la vista desenfocada, pero pudo ver como otros dos hombres se unieron al primero antes de sentir un dolor agudo y sordo en su cabeza, que la cegó.
Ángel regresó a la ciudad antes de que Belial y sus diablos tuvieran tiempo de ponerse en movimiento para seguir buscando a Legión. Si era necesario estaba dispuesto a rebuscar él mismo en cada rincón de Salamanca para encontrar a aquel maldito demonio que no sólo había osado desafiarlo, sino que incluso había llegado a pervertir en su nombre las almas de los pobres miserables a los que acababa de mandar al Infierno.
—A estas alturas pensaba que ya habrías aprendido a controlar tus arrebatos de ira.
No se sorprendió al ver frente a él a Rafael, encarnado y envuelto en todo su esplendor angelical. Resopló, resignado, ante el inoportuno recordatorio de la pérdida de la estúpida Gracia.
—No me jodas, Rafael…
—¿Era realmente necesario? —preguntó el arcángel, entristecido.
—Supongo que no —dijo, y comenzó a caminar, seguro de que Rafael lo seguiría—. Pero tampoco lo hubieran sido las muertes de los inocentes que esos imbéciles habrían seguido sacrificando en aquel lugar, así que no entiendo muy bien cuál es tu queja.
—No te corresponde a ti juzgarlos.
—Y no lo he hecho. —Fijó sus ojos cargados de ironía en el arcángel—. De eso se ha encargado Él, yo sólo he adelantado la fecha de la vista oral.
—No me quejo de sus muertes, me quejo de tu crueldad.
Ángel hubiera querido responder a Rafael, seguirle el juego y hacerlo enfadar explicándole que la crueldad era parte de la naturaleza humana, que él sólo se limitaba a utilizarla, pero sintió un cambio en su interior que reclamó toda su atención. El arcángel también debía de haberlo notado, porque lo miraba sorprendido, con los ojos abiertos como platos, casi desorbitados. Algo se había liberado dentro de él, un leve movimiento, pero claramente perceptible, y el alivio había sido inmediato. Era el último sello de Gabriel que ataba su espíritu. ¿Luz había roto el sello? No, el sello no había desaparecido. Se había debilitado, lo suficiente para que sintiera su espíritu liberado. ¿Acaso era eso posible?