No tenía el material necesario, ni la autorización, para limpiar los objetos y tratar de descubrir los grabados. Aunque si realmente se trataba de plata una simple solución de agua y bicarbonato podía, si bien no limpiar completamente las piezas, al menos permitirle hacerse una idea de lo que escondían, sin dañarlas. Automáticamente sacó el tubo de antiácidos que llevaba en la pequeña mochila que hacía las veces de bolso, y disolvió en un vaso de agua una pastilla efervescente con base de bicarbonato. Cuando la solución estuvo preparada, frotó con suavidad el primero de los báculos con un algodón humedecido. Vio como una serie de líneas se oscurecían lentamente, y frotó con algo más de intensidad. El metal fue variando su color a la vez que aquellas finas líneas se tornaban cada vez más oscuras, posiblemente, porque el líquido no llegaba a alcanzar los surcos interiores, que debían de ser más profundos de lo que pensaba. Eso le permitió distinguir con claridad los extraños símbolos que se descubrían con el contacto del algodón empapado.
Los signos grabados verticalmente bien podían haber formado una palabra y, aunque le resultaban extrañamente familiares, estaba segura de que no pertenecían a ningún alfabeto antiguo. Repitió la misma operación con la otra pieza y obtuvo idéntico resultado. Era evidente que esas dos piezas pertenecían a un mismo conjunto. De los cuatro caracteres grabados en ellas los dos primeros eran iguales y sólo los últimos eran totalmente distintos, aunque con múltiples similitudes con el resto de símbolos. Los trazos, alargados y coronados con pequeñas circunferencias, delataban la relación entre ambos, a la vez que le hacían preguntarse dónde había visto con anterioridad algo similar a lo que en aquel momento examinaba. Decidió que no tenía tiempo para pensar en ello y optó por tomar un folio y reproducir aquellos extraños grabados, para, posteriormente, entretenerse en la búsqueda de un posible origen o significado. Después, se centró de nuevo en la lectura del manuscrito. Estaba convencida de que había pasado algo por alto. Aunque, de cualquier modo, una única lectura nunca era suficiente para enfrentarse a un reto como el que esa obra suponía. Se acomodó en la que pensó que debía de ser la mesa de Alfonso, con el manuscrito frente a ella y, armada con su bloc de notas, se dispuso a analizarlo, palabra por palabra. Fuera lo que fuera que estuviera escondido en ese texto, estaba decidida a encontrarlo.
Ángel trataba de contener su ira mientras observaba fijamente a Semyazza, que estaba de pie, frente a él, con la cabeza ligeramente inclinada. No dudaba de la lealtad del superior de los grigoris, nunca le había dado motivos para ello, y tampoco compartía la antipatía que el resto de los suyos tenían hacia aquellos ángeles que se habían condenado, conscientes de ello, por compartir el lecho de los humanos. Nunca había comprendido sus motivos, pero tampoco los había juzgado por ello. Aunque, en aquel momento, con el recuerdo del tacto de Luz demasiado reciente y las palabras de Asmodeo resonando aún en su cabeza, se sentía más cerca de lo que nunca lo había hecho de aquel imponente ser que tenía enfrente, y una nueva oleada de ira azotó su espíritu por aquel pensamiento.
El grigori había acudido rápidamente a su llamada y sus palabras coincidían con las de Belial y Asmodeo, los demonios habían crecido en número y poder en los últimos tiempos y, ante su prolongada ausencia, habían tratado de rebelarse en varias ocasiones. No era algo que no hubiera previsto, aunque, sin lugar a dudas, los condenados no podían haber escogido un momento peor. No entraba entre sus prioridades poner orden en su gobierno, al menos, hasta que hubiese recuperado el maldito manuscrito.
—Está bien —dijo al fin— acabemos con esto. Esta noche.
Belial y Asmodeo empuñaron de inmediato sus espadas, a la vez que Belcebú, Forneus, Astaroth, Orobas y Raum aparecían tras ellos, igualmente preparados para la lucha. Las sombras comenzaron a rodear a Semyazza y su hermoso cuerpo se transformó en el del ser condenado que en realidad era. Ángel se permitió disfrutar de la satisfacción de los diablos por la inminente batalla y dejó crecer su poder, sintiendo como las tinieblas se ceñían sobre él, tomándolo y recordándole el peso de su condena. Cerró los ojos mientras sus músculos se tensaban y su mente se expandía. Fue consciente, durante un fugaz instante, del estremecimiento de los ángeles que estaban a su alrededor cuando notaron la intensidad de su poder, justo antes de percibir todas y cada una de las esencias de los seres condenados a los que gobernaba. Trató sin éxito de localizar entre ellas la presencia de Legión. Tal vez la espada de Rafael le hubiera causado más daño del que pensaba y aún no se hubiera recompuesto, aunque, después de cómo se había ocultado antes del ataque, no podía confiarse. Esa idea provocó que su ira aumentara y notó su poder crecer de nuevo en un violento estallido.
Abrió su espíritu y dejó que se fundiera con el de sus generales, que temblaron por el súbito contacto, al tiempo que él sentía su propia incomodidad al sostener sobre su ser la condena de los ocho ángeles caídos. No tenía más opción. Si quería acabar cuanto antes con Legión y el resto de demonios que se habían rebelado junto a él, debían dividir sus fuerzas, y unir los espíritus de sus generales al suyo era la mejor manera de mantener el contacto, a pesar de sumar al sufrimiento de su esencia el de los primeros entre los ángeles condenados. Sintió como su espíritu se estremecía bajo la presión de la aumentada condena, y el dolor se transformó de inmediato en ira, que aumentó de golpe al pensar, primero, en la afrenta del viejo demonio, y, después, en el estúpido ataque de aquella noche, que había puesto en peligro a Luz. Sus pensamientos se encadenaban rápidamente y toda su ira se desbocó al recordar que a causa de aquel maldito demonio había tenido que separarse de Luz. Sintió el movimiento de su cuerpo sin ser consciente de él, más allá del viento que lo azotaba, a la vez que notaba la lejanía de los ángeles caídos cuyos espíritus mantenía enlazados al suyo. Se deleitó saboreando la rabia que desprendían aquellos ocho seres, que a su vez absorbían la ira de los diablos a los que dirigían, y que aumentaba la suya propia. Su poder se elevó y estalló estrepitosamente mientras disfrutaba de la fuerza recuperada que desprendía su ser. Se dejó cegar por los atroces sentimientos que retorcían su espíritu, a la vez que aumentaban el añorado poder, hasta que el mundo desapareció para él, quedando sólo su furia desatada, con la que se estremecía y gozaba en igual medida.
Un terrible alarido lo devolvió de golpe a la realidad. Abrió los ojos y se encontró blandiendo su espada contra un demonio que se retorcía a sus pies, encogido sobre sí mismo y musitando, entre quejidos, algo a lo que no estaba dispuesto a prestar atención. Bajó su espada con violencia y atravesó el cuerpo de aquel ser miserable, dejándolo tendido entre las sombras de otros cuerpos mutilados, que se desvanecían ante él. Miró a su alrededor, mientras sentía en la distancia los espíritus de sus generales, y trataba de contener el poder desatado que lo embargaba. Había perdido el control y la noción del tiempo, llevado por la furia y la intensidad del poder que había regresado completamente a su condenado espíritu. Miró a su alrededor sin reconocer el lugar en el que estaba. La humedad era alta y el polvo cargaba un ambiente casi irrespirable. Tampoco percibió la presencia de ningún demonio a su alrededor, y trató de olvidar la batalla y concentrarse. Donde fuera que estuviera el sol se estaba poniendo y se sorprendió pensando en qué debía de haber estado haciendo Luz durante aquel tiempo, pero apartó rápidamente ese pensamiento, concentrándose de nuevo en mitigar su poder, que se había extendido mucho más de lo que pretendía, aunque a pesar de ello no había encontrado ni rastro de Legión. Uno de los diablos bajo el mando de Asmodeo había localizado al demonio que había tratado de atacarlo junto a él en Salamanca, pero no había obtenido ninguna información sobre el paradero de Legión. Belial, por su parte, le hizo saber que habían acabado con todos los rebeldes. Todos, salvo el más importante, pensó, antes de liberar los espíritus de sus generales y sentir, de inmediato, el alivio en su ser, permitiéndole aumentar el control sobre su poder, aún desatado.
Todo a su alrededor era destrucción y resopló al contemplar con detenimiento el desastre. Una inmensa nube de polvo se asentaba sobre edificios derruidos y el asfalto de las calles, que se retorcía formando extrañas figuras y descubriendo enormes grietas. Los escombros dejaban entrever cuerpos parcialmente enterrados, y oyó gritos de auxilio que provenían del interior de los edificios, convertidos en amasijos de hierro y piedra. No sabía cuánto tiempo habían invertido en aquella locura, pero, sin lugar a dudas, había sido el suficiente para que el mundo entero temblara por la devastación de sus tropas. Y la suya propia, pensó, al comprobar que no había en ese lugar ningún otro ángel caído más que él. Su espada todavía ardía en su mano, y maldijo entre dientes al comprender que aún demasiada energía recorría su ser para tratar de comprobar los daños causados sin provocar nuevas catástrofes. De pronto, sintió junto a él una presencia conocida, que lo sacó de sus pensamientos.
—Me envía Semyazza.
Ángel se giró hacia Sahariel al oír su voz suave y musical, como un repiqueteo de cascabeles, que, sin duda, era lo único que recordaba la antigua esencia sagrada en el cuerpo condenado de la mujer alada que lo miraba, con la cabeza levemente inclinada. La belleza inhumana de sus facciones parecía terrible contrastada con aquellos enormes ojos rojos que estaban fijos en el suelo. En sus manos, retorcidas como garras, sostenía aún una llameante espada y su agitada respiración provocaba un ligero balanceo en las enormes alas recogidas en su espalda.
—Habla grigori —ordenó, sin poder controlar aún la ira que reflejaba su voz.
—Hay un demonio que dice saber algo importante sobre Legión.
—¿Y para eso me interrumpes? —La voz de Ángel fue un trueno que hizo retumbar los ya castigados muros de aquella ciudad.
Sahariel se estremeció, y, de inmediato, agachó de nuevo la cabeza a la vez que hincaba una rodilla en el suelo ante él, que la miró, airado, aunque sorprendido por su propia reacción.
—No creo que sepa nada —dijo, más suavemente, tratando de controlar su propia voz, aún llena de furia—. Será un intento desesperado de salvar su alma condenada.
—Mi señor… —Sahariel dudó—. Nosotros pensamos lo mismo hasta…
—Continúa —ordenó cuando ella titubeó.
—Hasta que dijo que no hablaría con nadie salvo con el Príncipe de Este Mundo.
La voz de Sahariel fue un susurro y él saboreó el miedo de su espíritu, disfrutándolo.
—¿Dónde está?
—En España, señor —susurró, y él clavó en ella su mirada—. En Salamanca.
El espíritu de Ángel se sobrecogió y una nueva oleada de su furia hizo temblar las ruinas de aquella ciudad. Sintió cómo Sahariel se retorcía en el suelo por el dolor que le había provocado la inesperada embestida, y se concentró por completo, no para controlar de nuevo su poder desatado, sino para coger al grigori que yacía ante él y volver rápidamente a Salamanca, mientras en su mente, en aquel momento, no había más que una palabra. Luz.
Luz estaba completamente concentrada en el manuscrito, tomando notas de todos los detalles que pudieran tener alguna importancia y de las referencias literarias que se le ocurrían en aquella segunda lectura. La originalidad del texto era indudable, pero, aún así, no entendía cómo durante su primera lectura no había advertido ciertas coincidencias con algunos textos religiosos y antiguos grimorios. De inmediato recordó lo extraña que se había sentido en aquel primer día en Salamanca cuando se había enfrentado por primera vez al texto, y concluyó que necesitaba volver a repasarlo con calma. Seguramente aquel documento contenía muchas más claves que le habían pasado desapercibidas y que, quizás, sirvieran para relacionarlo directamente con la antigua demonología. La importancia de aquel hallazgo estaba mucho más allá de su valor literario. El documento que tenía entre las manos podría llegar a arrojar valiosos datos sobre la literatura, los ritos y las prácticas de carácter místico y mágico de la época. E incluso, tal vez, también sobre las supuestas prácticas ocultistas que según las leyendas se habían llevado a cabo en la Cueva del Diablo.
—Aquí estás.
Luz se sobresaltó al escuchar a su espalda la voz de Alfonso, al que no había oído llegar.
—He ido a buscarte al hotel —continuó él antes de que ella tuviera tiempo de saludarlo—. Pensé que te habías quedado dormida, pero no estabas. Tampoco has contestado al teléfono, te he llamado varias veces al móvil.
No se le había ocurrido avisarlo de que no pasara a recogerla, y él parecía verdaderamente enfadado, aunque a ella no le parecía que ese fuera un motivo suficiente para su reacción.
—He venido temprano…
—Ya veo —interrumpió él, sin permitirle terminar su explicación, acercándose a la mesa—. Supongo que de nuevo para perder el tiempo con ese absurdo de la Cueva del Diablo. Luz, no te he llamado para esto.
—No es un absurdo. Mira esto.
Luz no le dejó acabar con la reprimenda. No estaba dispuesta a que le dijera cómo hacer su trabajo, y menos aún si eso implicaba descartar, sin más, una línea de investigación tan interesante como aquella. Estaba decidida a corroborar su teoría o a agotar su posibilidad, pero de ningún modo a aparcarla. Y menos aún después de la conversación con Ángel, que la había convencido todavía más de la posible relación entre ambos lugares. Observó perpleja como Alfonso ojeaba con desgana las notas que le había entregado. El mal humor de su amigo era mayor de lo que había imaginado, pero aún así su comportamiento le pareció exagerado y nada habitual en él. Al contrario, Alfonso siempre había luchado por comprobar cualquier vía posible de investigación, por sorprendente o descabellada que pareciera, antes de abandonarla. Precisamente esa actitud, para muchos arriesgada, era la que lo había situado en la prestigiosa situación profesional en la que ahora se encontraba.
—¿Demonología? —preguntó con desdén, arrojando los papeles sobre la mesa.
—Es una posibilidad, no lo puedes negar.
—Este es un proyecto serio, Luz —dijo con condescendencia, apoyándose sobre la mesa.
—Precisamente por eso hay que agotar todas las vías y comprobar cualquier hipótesis posible —insistió.
—Es absurdo.