—No lo entiendo —confesó, sentándose junto al grigori.
—Lo sé. No es fácil de entender —suspiró Semyazza, fijando la vista en el suelo—. Y aún así eres el único que nunca nos ha juzgado por lo que hicimos. Pero ninguno lo entiende. Ninguno que no lo haya sentido.
Ambos permanecieron en silencio, perdidos en sus pensamientos, y creyó ver durante un instante un brillo de nostalgia en los ojos de Semyazza. No era la nostalgia del Paraíso que todos sentían, ni siquiera nostalgia por la antigua Gracia arrebatada. Aquel ángel condenado extrañaba algo que él no era capaz ni de imaginar y, por un momento, pensó que la suya, tal vez, podía no ser la peor de las condenas.
Luz no consiguió encontrar ningún plano en el que figurara el pasadizo que estaba buscando, aunque los mapas desvelaban una verdadera ciudad subterránea, casi íntegramente conectada bajo tierra. Esto evidenciaba que la existencia de otros pasadizos, tal vez menos importantes o simplemente ocultos por otros motivos, era más que probable. Animada por la idea siguió investigando, no entre planos, sino en los registros de antiguas obras y excavaciones llevadas a cabo en los últimos dos siglos en la ciudad. Finalmente, encontró dos anotaciones en un registro de finales del siglo XIX que hacían referencia a los túneles que estaba buscando. La primera de ellas se refería a la existencia de un corredor subterráneo que, tal y como había sospechado, unía el convento de San Esteban con el de las Dueñas, ambos muy próximos a la legendaria cueva. El hallazgo no la sorprendió, era más que común encontrar ese tipo de pasadizos, que comunicaban entre sí los conventos de órdenes masculinas y femeninas, para poder faltar, sin temor a ser descubiertos, al voto de castidad. Prácticamente no había en toda España convento anterior al siglo XIX que no estuviera unido bajo tierra con uno en el que convivían religiosos del sexo contrario y, además, con la iglesia o catedral más cercana. Igualmente, el corredor que unía en este caso ambos conventos, tal y como era costumbre, los unía bajo tierra también con el conjunto catedralicio.
La siguiente anotación era más confusa, pero incluso más esperanzadora que la primera. Hacía referencia a la clausura de un acceso subterráneo durante unas obras de restauración de la Torre de Villena, situada junto a la Cueva del Diablo, y en la que según la misma leyenda estuvo encerrado Enrique de Villena, apodado el nigromante. La información sobre el túnel, al que supuestamente se accedía desde la famosa torre, era escasa, pero, por su proximidad con el pasadizo de los vecinos conventos, era más que probable que estuviera directamente conectado con la red que unía bajo tierra los principales edificios de Salamanca. Las leyendas sobre el conocido como marqués de Villena, aunque en realidad no ostentara tal título, hacían aún más plausible la existencia del corredor subterráneo, pues decían que, como pago por las lecciones impartidas, había quedado preso del Diablo en la torre a la que aún se conocía por su nombre, aunque, a pesar de la condena, había conseguido escapar. Fuera cual fuera la historia sobre la que se habían construido esas leyendas, si había modo alguno de escapar de la torre, tenía que ser bajo tierra. Y ella estaba decidida a bajar allí si con ello conseguía confirmar la relación entre ambos lugares, y de esa manera poder demostrarle a Alfonso cuál era la vía correcta de investigación.
El único acceso abierto a la red de túneles estaba en la Catedral Vieja, y eso reducía las posibilidades que tenía para comprobar si su teoría era cierta. No era fácil obtener un permiso de la Iglesia para poder llevar a cabo investigaciones de ese tipo. Menos aún si implicaban, como en aquel caso, destapar una historia que de buen grado preferirían mantener olvidada. No era la primera vez que se encontraba con pasadizos como aquellos y, en ocasiones, conseguir un permiso para acceder a ellos había llevado incluso años. No era de extrañar si se tenía en cuenta que, en muchos lugares, algunos de los secretos más oscuros de la historia del catolicismo español permanecían enterrados en su interior. Esos túneles habían servido de improvisada cripta para numerosos cadáveres, que por lo general desvelaban complejas tramas e historias olvidadas. Incluso, era más que habitual encontrar entre los cuerpos restos de recién nacidos abandonados allí para morir, y salvar así la honra cristiana de sus descorazonadas madres, que, supuestamente, habían optado por dedicar su vida a la Iglesia. Historias de una vieja y poderosa institución que había gobernado, en la luz o en las sombras, una oscura España.
A pesar de todo, quería intentarlo, y se detuvo en el Obispado para informarse sobre cómo tramitar los permisos. Hacerlo le llevó menos tiempo del que había pensado y se alegró de haber encontrado facilidades para realizar la solicitud. Aún era temprano y no estaba de humor para regresar a la universidad y enfrentarse de nuevo a Alfonso, por lo que decidió acercarse hasta la catedral y visitar su biblioteca. Al fin y al cabo no se le ocurría un lugar mejor para contrastar la información que había extraído del manuscrito.
Ángel sintió la presencia de Rafael en la Capilla de San Bartolomé en la que Semyazza y él se habían refugiado de la vista de los curiosos y turistas que comenzaban a llegar al templo, pero no pudo evitar sorprenderse cuando vio al arcángel frente a él. Su presencia le devolvió a la mente las imágenes de la devastación que había causado, y sintió una nueva oleada de ira en su interior. Rafael lo miró fijamente, serio, pero con una expresión de comprensión que no era capaz de entender.
—Ha sido un desastre —dijo el arcángel, finalmente—. Pero no tan grave como crees.
Fijó su vista en él, sorprendido, y, por una vez, no le molestó que Rafael hubiera estado hurgando sin su permiso entre sus pensamientos. Estaba intranquilo por los efectos de la cacería, y no había querido ni averiguar hasta qué punto había sido catastrófico. Semyazza se revolvió incómodo en el asiento esperando una nueva oleada de ira, que no llegó.
—Dos ríos desbocados en América del Norte, lluvias torrenciales en Europa y parte de Asia, un par de temblores de tierra en África y Sudamérica… —explicó Rafael, encogiéndose de hombros—. Todos con muy pocas víctimas humanas…
Él lo miró con furia. Aquello bien podía ser consecuencia del poder de los ángeles caídos cazando a los demonios, pero no tenía nada que ver con lo que había visto a su alrededor antes de acabar con aquel último demonio.
—De acuerdo —concedió el arcángel—, media Australia en llamas, afortunadamente en una zona prácticamente deshabitada, y un terrible terremoto en Indochina. Que, supongo, —suspiró e hizo un leve gesto hacia él— debemos agradecerte a ti personalmente.
—Supongo —respondió, y oyó a Semyazza ahogar una tenebrosa risa.
—Podría haber sido peor… —Rafael negó con la cabeza, levantando la vista hacia el techo—. Si hubieras encontrado a Legión, prefiero no imaginar…
—En algún momento lo encontraré —lo interrumpió.
—Y yo me ocuparé de estar a tu lado cuando eso pase —afirmó el arcángel con rotundidad—. No queremos ningún desastre. ¿Verdad Semyazza? —Rafael sonrió al tiempo que asentía hacía el ángel caído, que mostraba una sonrisa petulante—. Mejor os dejo solos —añadió de inmediato, alejándose de ellos, sin darle oportunidad a Ángel de protestar—. Tenéis mucho de que hablar…
Cualquier simpatía que hubiera podido sentir hacia Rafael se esfumó al instante, pero enseguida pensó que tenía razón. Había mucho de lo que quería hablar con Semyazza, incluso más de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer.
La hermosa biblioteca de la Catedral de Salamanca le recordó a Luz la del viejo convento en el que se había criado, y no pudo evitar sentir cierta nostalgia antes de perderse entre antiguos tratados de teología, un tomo con las obras completas de Santo Tomás de Aquino y San Agustín de Hipona y una antigua Biblia. Quiso comparar con aquellos libros los datos del manuscrito hallado en la Casa de las Muertes, y aunque sabía que muchos de ellos coincidían con la historia bíblica, se sorprendió al comprobar que también lo hacían las afirmaciones que le resultaban menos evidentes e, incluso, eran numerosas las coincidencias con la mayoría de afirmaciones de los tratados de teología medievales. La historia del Ángel Caído narrada en el manuscrito coincidía en ciertos detalles con la teología medieval, como en la descripción de Lucifer, no cómo un ángel más, sino como la más preciada creación de Dios, sólo por debajo de Él en perfección, y por encima del resto de ángeles, fuera cual fuera su posición en la jerarquía celestial.
Igual de interesante le pareció la etimología de aquel nombre, que iba mucho más allá de la mitología romana. El nombre de Lucifer, a pesar de haberse relacionado con el antiguo Eósforo griego, era en realidad una simple traducción del hebreo Heylel y, en ambos casos, no era más que una adaptación del nombre que supuestamente Dios había otorgado a su primera creación. Según la mayoría de teólogos medievales los nombres de los ángeles no eran otra cosa que la descripción de su principal atributo, y en ése sentido el primer ser que hizo el Creador fue al Portador de la Luz que iluminó su obra, así que él fue La Primera Luz o la Luz de la Mañana, coincidiendo con numerosas deidades antiguas o historias mitológicas. A partir de este punto no todos los teólogos coincidían en su descripción del primero de los ángeles, pero en ningún caso se alejaban del relato del manuscrito. Para los primeros teólogos ésa primera luz, que era Lucifer antes de su caída, era la de la Creación misma, el contraste con las tinieblas o el vacío anterior; para otros era la luz del conocimiento, encarnada en aquel ser fantástico al que describían, en un tono similar al del manuscrito, como la criatura más bella de la Creación y el poseedor de la sabiduría; otros coincidían con el relato de la Casa de las Muertes al adjudicarle la potestad de otorgar el conocimiento al resto de criaturas. Finalmente, en especial a partir del siglo XV, todos los teólogos parecían pasar por alto los atributos de aquel primer ángel y centrarse en sus faltas y pecados.
Precisamente, en el punto del pecado de Lucifer empezaban las primeras discrepancias entre los diversos teólogos, el relato bíblico y la historia del manuscrito que estaba analizando. El original de la Casa de las Muertes se refería a tres conflictos entre Lucifer y Dios, mientras que la mayoría de teólogos citaban como mucho dos de ellos y algunos un único punto de divergencia entre ambos seres mitológicos. Las coincidencias llegaban, pues, hasta la disputa entre el ángel y su Creador porque éste compartiera su poder en primer lugar y después a causa del hombre. Algunos textos parecían indicar que ambos conflictos se disputaron a un mismo tiempo, mientras que otros distinguían entre ellos. No obstante, no había tampoco un argumento común respecto a la pugna relacionada con el hombre, y ahí sí que de ningún modo el relato del manuscrito coincidía con las fuentes teológicas, antiguas o modernas. En este punto los teólogos se centraban en la exaltación del hombre por encima de los seres celestiales, en el hecho de que Dios decidiera que su Hijo fuera hombre o, principalmente en los textos más modernos, en el hecho de situar a la Virgen por encima de ellos, no por su condición de humana, sino de mujer, argumento este último al que no prestó atención por considerarlo más como un reflejo de la misoginia de la Iglesia que no como un aspecto teológico relevante.
Por lo demás, prácticamente nada se citaba en aquellos tratados del tercer conflicto que contemplaba el manuscrito, el del Libre Albedrío, y todos los teólogos parecían coincidir en que los ángeles habían sido dotados de libertad para ejercer su voluntad desde el momento de su creación. Luz recordó que, en cambio, la mayoría de grimorios y tratados ocultistas sobre angelología y demonología que recordaba no coincidían en aquel punto, sino que, al igual que el manuscrito, citaban el Libre Albedrío como uno de los principales puntos de conflicto entre los seres celestiales. Tomó nota de ese detalle que podía ser un indicativo más que suficiente para pensar que el texto de la Casa de las Muertes estaba relacionado con algún tipo de práctica ocultista, aunque no pudo evitar pensar que, en realidad, parecía más lógico que el libre arbitrio no fuera una cualidad de los ángeles en su creación, pues, por la propia naturaleza que la teología les otorgaba, no podían actuar con total libertad.
Siguió comprobando, primero en la Biblia y luego en los libros de teología, todos los puntos que había anotado durante la mañana en la universidad, y detalló las innumerables coincidencias. Pero, más allá de la historia de Lucifer, estaba interesada en la descripción y clasificación que el manuscrito hacía del Cielo y el Infierno. Salvo por pequeños detalles, encontró que la clasificación del Paraíso al que se refería el texto era prácticamente un compendio de las diversas descripciones que habían hecho los teólogos y seguía con bastante exactitud la categorización clásica atribuida a Pseudo Dionisio Areopagita. Más interesante le resultaba la descripción del Infierno que, al igual que para los primeros teólogos y para los más modernos, no era en absoluto un lugar, sino un estado, el de la existencia privada de la Gracia Divina. Los seres que lo conformaban se dividían según su naturaleza y rango dentro del escalafón angélico al que en su día habían pertenecido. Así, por encima de todos ellos, gobernaba Lucifer, seguido y apoyado por los ángeles de mayor rango en la jerarquía antes de su caída. Por debajo de éstos el manuscrito situaba a los ángeles caídos que acompañaron a Lucifer en su rebelión y justo detrás a otros ángeles, los grigoris. En ambos grupos, los ángeles caídos mantenían, dentro de su propio escalafón, su jerarquía celestial, y eran calificados como diablos por el manuscrito, distinguiéndose de los demonios y las almas condenadas. No encontró en ninguno de los libros que consultó tal referencia a la diferenciación entre los primeros ángeles caídos y los grigoris, pero sí una amplia descripción en las diversas fuentes sobre almas condenadas al infierno.
Luz buscó sin éxito entre los libros de la biblioteca alguno de los grimorios elaborados por los propios padres de la iglesia medieval para profundizar en aquel tema. Tampoco encontró ningún compendio de conocimientos ocultistas antiguos, ni siquiera de angelología, que recogiera los datos que necesitaba. Mucho menos encontró el apócrifo Libro de Enoch, en el que aparecían los grigoris, y se conformó con releer el breve fragmento del Génesis que hacía referencia a aquella historia.