Non serviam. La cueva del diablo (20 page)

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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Absurdo o no, voy a seguir adelante con ello hasta confirmarlo o descartarlo por completo.

Alfonso hizo un gesto despectivo con la mano, dando por terminada la conversación, a la vez que dejaba las llaves sobre su mesa y se giraba, apartándose de ella.

—Bien. —Luz se levantó y trató de serenarse con todas sus fuerzas, dejando libre la mesa de trabajo de Alfonso—. Necesitaré que me dejes una de las copias del manuscrito y fotografías de los objetos para…

—No hay ni copias ni fotografías —la interrumpió él, sin siquiera mirarla.

—¿Qué? —preguntó, casi con un grito.

No daba crédito a sus palabras. Cómo era posible que no se hubieran hecho copias del manuscrito y fotografías de todo lo que se había encontrado, primero en su disposición original en el lugar y, posteriormente, de los detalles de los objetos.

—Ya lo has oído —replicó él con brusquedad.

—¿Por qué? —consiguió decir, atónita.

—Es un tema complejo, como estoy seguro que comprendes, y la dirección de la Universidad ha preferido no sólo que no se haga público el material encontrado, sino que no haya pruebas del mismo que pudieran suponer un riesgo antes de haber llegado a las conclusiones pertinentes.

—¿Un riesgo? —gritó Luz, sin poder contener la indignación que se mezclaba con su asombro, caminando hacia él, que aún le daba la espalda, ojeando distraído la correspondencia—. El único riesgo que yo veo es que no haya copia o prueba alguna de la existencia de este material. Más aún cuando tú mismo me contaste que ya han intentado robarlo en dos ocasiones, y, una de ellas, ni más ni menos que un miembro de tu propio equipo de investigación. ¿Y aún así permites que te impongan esa absurda negativa?

—Debes comprender que ésa fue una condición inamovible para poder hacerme cargo de la investigación.

—¿Una condición inamovible? —lo interrumpió—. ¿Y qué ocurre si alguien consigue robar el material? Reconocerás que decir que las medidas de seguridad son escasas es incluso ser generoso…

—¡Basta! —gritó Alfonso, dejando los sobres con un golpe sobre la mesa, y ella se asombró por la violencia de su gesto—. Es posible que no lo entiendas, no lo dudo, llevas apartada de este mundo demasiado tiempo —dijo con desdén, encarándola—. Pero no tuve opción. O aceptaba sus condiciones o no me daban el proyecto.

—Está bien. —Luz recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta—. Pues ya tienes tu proyecto, con sus condiciones. ¡Aprovéchalo!

Cerró con un golpe la puerta tras ella, indignada. Conocía a Alfonso lo suficiente para saber que algo no iba bien, pero no estaba dispuesta a quedarse para escuchar como argumentaba a favor de un sinsentido. Era absurdo, además de arriesgado, que no pudieran ni hacer fotografías de lo que habían encontrado en la cripta, pero no tenía tiempo para perder con discusiones que no la llevarían a nada. Tomó aire para tranquilizarse y decidió que más tarde trataría de convencerlo de lo ridículo que era trabajar en esas condiciones, y, si no lo conseguía, al menos insistiría para que aumentara la seguridad de la colección, antes de que tuvieran que lamentar haber aceptado aquella imposición ridícula.

Tenía trabajo del que ocuparse, aunque en ese momento estaba demasiado alterada para meterse en una biblioteca a hurgar entre textos antiguos sobre ángeles, demonios, conjuros mágicos y otras supersticiones. Inhaló profundamente de nuevo, frustrada, y se descubrió a sí misma pensando en Ángel. Eso era todo lo que le faltaba, pensó, dejarse llevar de nuevo por el recuerdo de aquel hombre y los sentimientos que hasta ese instante había conseguido ignorar, pero no tuvo tiempo de recriminarse por ello cuando una idea cruzó por su cabeza, súbitamente, al recordarle. No había tenido intención de ocuparse de la teoría de los pasadizos subterráneos hasta que no hubiera comprobado la posible relación del manuscrito con prácticas ocultistas, y, por lo tanto, con la cripta de la Casa de las Muertes y la Cueva del Diablo, pero, en aquel momento, rebuscar entre viejos planos y mapas le parecía una idea mucho más alentadora que pasarse el día entre antiguos grimorios y tratados mágicos.

Se sorprendió de las facilidades que le dieron en el archivo municipal para consultar los mapas históricos de la ciudad, ya que, por lo general, para acceder a aquel tipo de documentos hacía falta cursar una solicitud y esperar una respuesta que, con suerte, tardaba varios días. En esa ocasión, en cambio, sólo con decir que trabajaba en el equipo de investigación de la Casa de las Muertes, todas las puertas se abrieron automáticamente para ella, y no pudo evitar pensar que, a pesar de todo, Alfonso estaba haciendo un buen trabajo con la dirección del proyecto si había solicitado incluso el acceso a los archivos municipales.

Como era de esperar, los planos de época no mostraban acceso oculto alguno que comunicara los edificios religiosos de la ciudad entre sí, pero en los mapas posteriores, tal y como se habían ido redescubriendo los antiguos y olvidados túneles, aparecían someras referencias a los mismos. Era a partir de finales del siglo XIX y principios del XX donde la información sobre los viejos pasadizos era más extensa, aunque, seguramente, incompleta. No obstante, sí figuraba un antiguo pasillo subterráneo que unía bajo tierra las dos catedrales de la ciudad con algunas iglesias, tal y como era de esperar. Aquella pequeña victoria la animó a seguir buscando, y se sumergió por completo en los libros y mapas que tenía delante.

Semyazza soltó de inmediato al demonio que sostenía cuando Ángel apareció ante él, apretando su espada contra el cuello de aquel ser que se retorcía al tiempo que dejaba caer el cuerpo de Sahariel, aún aturdida por el golpe de su furia.

—Habla —gruñó, caminando hacia el demonio.

La criatura, encarnada en un ser de apariencia más animal que humana, se retorcía sollozando en el suelo, dejando escapar un agudo sonido entre sus dientes. No era un demonio poderoso, ni siquiera antiguo, y aquel asqueroso cuerpo no podía ser más que una concesión de un ser más poderoso que él a cambio de algún tipo de favor. Su rabia aumentó al pensar en las maniobras de Legión y en sus trucos baratos para convencer a los demonios más jóvenes para que se unieran en su absurda revuelta.

—Demonio —dijo lentamente entre dientes, mostrando en su voz todos los matices de su condena y del poder concentrado en su interior—. Puedes elegir cómo acabar tus días —continuó, acercando aún más la espada al cuello del monstruoso ser, provocando quemaduras en su carne que desprendían un fétido olor—. Te aseguro que te dolerá. De ti depende cuánto.

—Yooo… yo… Mi Señor… —dijo el demonio, hablando entre temblores, tan aterrado que apenas conseguía articular las palabras—. Yoooo… Os sirvo a vos…

—¡HABLA!

—Le… Leeeegión —sollozó la criatura— ellos meee… promeeeet… meeee promeeeetieron un… un… un cueeeerpo…, —Ángel acercó aún más la espada, rasgando la carne del demonio, y el hedor llenó por completo el aire, que se volvió irrespirable—. Yo teee… teeenía queee… queee…, Eeencontraros. Queee encontraros a vos, Seeeeñor.

—¿Por qué?

—No séeee…, mi Seeeeñor —gritó el demonio—. No meeee dijeeeeron… Yo os sirvo a vos, mi Seeeeeñor.

—¿Eso es todo? —gruñó, levantando su espada para acabar con el demonio.

—¡NO!… ¡Nooooo! —La voz del demonio era estridente y sus gritos hicieron que Sahariel temblara entre los brazos de Semyazza, que la sostenía—. ¡Hay rumoreees! Diceeeen… —el demonio hablaba rápido, tratando desesperadamente de salvar su miserable existencia— ¡Ellos dicen que sois débil! ¡Yo os sirvo a vos! —Ángel apretó aún más la espada contra su maltrecho cuello, forzándolo a continuar—. Pero eeeellos diceeen que os pueeedeeen deeerrocar. ¡No leeees creeí, mi Seeeñor! ¡Yo os sirvo a vos! ¡Sólo a vos!

—¿Quién está con Legión?

—¡Yo no, mi Señor! —aulló el demonio.

Con un ligero movimiento de su espada Ángel arrancó un trozo de carne del cuello de la bestia, que gritó con horror.

—¡Sé dónde se reúnen! —La voz del demonio reflejaba toda su desesperación mientras hablaba entre sollozos y aullidos—. Leeegión y los suyos seeee alimeeeentaban deee un grupo deee humanos… —el demonio sorbió, luchando contra su propio llanto para continuar—. Eeeellos leees adoraban… ¡Se hacían pasar por vos!

—¿Dónde?

—No eeestoy seeeguro…, —respondió y Ángel gruñó mientras buscaba en la mente del demonio la información que necesitaba—. ¡Eeen las afueeeras…! —Siguió confesando la bestia—. Un caseeeerón… Al sur… No eeeestoy seeeeguro…, ¡Sólo fui una veeeez! ¡Yo os sirvo a vos!

Al fin, vio el lugar en la mente del demonio y distinguió en sus recuerdos la presencia de otros condenados, además de Legión. Los recuerdos de aquel ser eran confusos, y su ira aumentó.

—¿QUIÉN MÁS ESTÁ CON LEGIÓN? —estalló.

—¡Noooo… no lo séeee! Pero no yo. Yo os sirvo a vos ¡Os sirvo a vos, mi Señor!… ¡Yo sólo a…! —La estridente voz del demonio se fundió con un grito de desesperación y su cuerpo desapareció en una nube oscura cuando Ángel lo atravesó con su espada.

No había nada más que aquel ser le pudiera contar, pero, sin duda alguna, Legión seguía en Salamanca, tal vez, incluso, alimentándose de los mismos incautos de los que lo había hecho hasta el momento. Y esa podía ser la fuente de su aumentado poder, un puñado de humanos jugando con lo que no eran capaces de controlar ni comprender. Gruñó. No tenía más remedio que averiguar qué habían hecho aquellos humanos y hasta qué punto habían aumentado el poder de Legión.

—¡Belial! —sintió junto a él la presencia de su general antes incluso de haber terminado de pronunciar su nombre—. Comprueba lo que ha dicho este miserable…

—Me haré cargo de esos humanos —asintió el diablo.

Ángel no contestó, aunque sabía que seguramente sería necesario acabar con los humanos que habían estado alimentando a Legión. El demonio los habría influido hasta el punto de que no quedara en sus almas ni una sola parte sana. Aunque, tal vez, sería más útil mantenerlos con vida, al menos si Legión tenía intención de seguir usándolos para aumentar su poder.

—No —gruñó—. Infórmame cuando localices el lugar.

Sintió la duda de su general, pero Belial no protestó, simplemente reunió a los suyos y se marchó. Cuando había humanos de por medio todo se complicaba más. Mucho más. Resopló. Aunque, en realidad, absolutamente todo lo relacionado con las almas condenadas era complicado.

De todos los seres malditos bajo su custodia los demonios le resultaban particularmente insufribles. Los diablos, al fin y al cabo, no eran más que sus hermanos caídos, condenados o no por su causa, pero podía tolerar una eternidad custodiando sus espíritus malditos. Los demonios, en cambio, eran las almas corrompidas de los humanos condenados tras su muerte. No había perdón posible para ellos, ni tampoco para él, condenado a ocuparse de ellos, a gobernarlos. Soltó una maldición entre dientes. Mil demonios podían haber muerto en sus manos aquella noche, y mil nuevos demonios habían surgido al instante. Desmemoriados, perdidos en el abismo, privados de sus cuerpos monstruosos, pero iguales en esencia, corrompidos por los mismos pecados que los habían condenado. Trató de no pensar en ellos, en Legión, en su condena y en su espíritu maldito. Debía recuperar el control sobre sí mismo o el resultado de aquella cacería podría acabar siendo aún peor de lo que ya había sido, y no estaba dispuesto a consentirlo de ningún modo. Menos aún allí, en la misma ciudad en la que, en algún lugar, Luz seguía trabajando en su manuscrito. Al recordarla, saber que la tenía tan cerca, sintió que su espíritu se sosegaba y que, lentamente, retomaba el control sobre su poder. Respiró profundamente y el familiar aroma de la cera fundida y el incienso, mezclado aún con el hedor del demonio al que acababa de matar, lo inundó.

Centró su atención en el lugar en el que estaba, concentrándose en aquel espacio, en aquel momento. Recorrió la amplia estancia con la vista, era una catedral. La Catedral Vieja de Salamanca. Su espíritu se calmó y caminó hacia el altar, deleitándose con los familiares dibujos del hermoso retablo gótico al tiempo que se perdía en antiguos recuerdos de un tiempo casi olvidado.

—Lucifer.

La voz de Semyazza lo sacó de sus pensamientos, obligándolo a centrarse en la presencia de los ángeles caídos, de los que se había olvidado por completo.

—Sahariel se recuperará —dijo, queriendo tranquilizar al primero de los grigoris, aunque su voz aún revelara la reciente ira que lo había invadido—. Ha sido una descarga fuerte, pero se repondrá…

—Lo sé.

El grigori lo interrumpió, llamando su atención. Se volvió hacia él, en busca de una explicación y se encontró con la antigua figura de Semyazza, majestuosa y espléndida. Recordó cómo era aquel ángel antes de su caída, tan parecido al ser que tenía delante, y a la vez tan diferente. Su cuerpo, ahora sin alas, conservaba sin duda la antigua belleza, a pesar de la Gracia y el esplendor perdidos. Y recordó el motivo, la mujer, que lo llevó a renunciar a ellos. No necesitó leer en los ojos del grigori la pregunta que no se atrevía a formularle.

—¿Cómo fue, Semyazza? —preguntó, y su voz salió en un grave susurro.

—No hay palabras para describirlo —dijo el ángel caído, sentándose en uno de los bancos de la desierta catedral—. Sólo puedo decir que valió la pena. —Suspiró—. Ni por un solo instante me he arrepentido de ello.

Él lo miraba, asombrado ante la determinación que llevó a Semyazza, junto a doscientos ángeles más, a abandonar al Creador. Ellos habían tenido elección, pero habían escogido la eterna condena a cambio de poder compartir la corta vida de unos humanos, que, igualmente, fueron condenados. Conocía los pecados de la carne, las necesidades que llevaban a los humanos a cometer desde los actos más heroicos a las más impensables atrocidades. Conocía esas pasiones y creía entenderlas, aunque nunca las hubiera sentido. Se había deleitado y divertido utilizándolas, jugando con los humanos, exacerbando sus instintos e inclinándolos a satisfacerlos. Pero siempre había estado convencido de que ellos no habían sido creados con ese fin. Su cuerpo no era más que una forma de su esencia, una expresión material de su espíritu. Y, aún así, doscientos de los suyos descendieron a la tierra para saciar unos apetitos que creía que no debían sentir. Que no podían sentir.

—Aún hoy, es lo que le da sentido a mi existencia —continuó Semyazza—. Si otra vez volviera a estar en el mismo lugar, sin dudarlo, obraría de igual modo.

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