El efecto del sello sobre Luz había sido prácticamente el mismo, aunque a escala humana. A pesar de que ningún humano debería tener suficientes recuerdos dolorosos para que, de ser posible que el sello sagrado lo afectara accidentalmente, le provocara un dolor tan intenso. Pero esa mujer había sufrido más de lo que cualquiera consideraría posible. Y aquella experiencia, que aún no se explicaba cómo había podido llegar a suceder, le daba la respuesta que necesitaba: Amor. Sonrió, sarcástico, al comprenderlo. Ella era, sin duda, incluso más brillante que cualquiera de los que se encontraban en la sala de reuniones en la que la había dejado, pero lo era por el mismo motivo por el que nunca alcanzaría los mismos reconocimientos que el resto. Porque el amor podía ser el más poderoso de los sentimientos, capaz de hacer que cualquiera cometiera la mayor de las estupideces, pero, a todas luces, insuficiente para conseguir nada bueno con ello. Para eso, lo había comprobado, era mucho más efectivo cualquier otro sentimiento, y, aún mejor, cualquier intención desprovista por completo de emoción alguna. Pero todo lo que Luz hacía, lo hacía por amor, y ella ni siquiera lo sabía. El amor a su trabajo la hacía ser infinitamente mejor que los demás, pero ese mismo amor la hizo abandonarlo todo por seguir a un hombre. Y ese mismo amor era también la causa de todo el dolor que ahora soportaba su alma. Ángel se rió amargamente de ese pensamiento, que se esfumó al instante cuando reconoció una presencia familiar tras él.
—Hola Miguel —dijo, sin volverse para mirar.
—Hola, hermano.
Miguel se detuvo a su lado, mientras él comprobaba que había vagado por la ciudad, absorto en sus pensamientos, hasta acabar ante el altar de un bello templo gótico. Reconoció al instante la iglesia del
Sancti Spiritu
. El templo había cambiado desde la última vez que estuvo en su interior, aunque la transformación no era suficiente como para no identificarlo de un solo vistazo.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez —habló, aún sin girarse—. ¿Te has tomado unas vacaciones?
Caminó, alejándose del altar, dándole la espalda a Miguel, y se dejó caer sobre uno de los bancos.
—Es una manera de verlo. ¿Cómo estás? —Miguel habló con voz pausada y tranquila, mientras seguía sus pasos y se situaba a su lado.
—No quieres oír la respuesta.
—Ciertamente, no —reconoció, con la vista fija en el antiquísimo crucifijo sobre el altar—. Pero, en ocasiones, que alguien te escuche puede ayudar a sobrellevar las penas.
—¿Y cargarte a ti con ellas? —Ángel miró fijamente a Miguel que sólo hizo un leve movimiento con la cabeza—. ¿A qué has venido?
—A verte, a hablar contigo, a escucharte, si así lo deseas. —Hizo una pausa, pensativo—. Digamos que te echo en falta.
—A estas alturas ya deberías de estar más que acostumbrado a mi ausencia.
La voz de Ángel estaba cargada de ironía, y Miguel lo miró fijando en él los hermosos ojos ambarinos, escrutando su rostro.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Miguel, cambiando de tema—. Sé que hay algo más de lo habitual.
Ángel rió quedamente y permaneció en silencio.
—¿No me lo vas a contar? —insistió.
—Creía que ya lo habrías visto por ti mismo.
Ángel no ocultó la sorpresa en su voz y Miguel se tensó en el asiento.
—No tengo interés en saber nada que no quieras que sepa.
—Supongo que ya lo sabía —dijo, sintiendo la incomodidad de Miguel—. Es una mujer. Es diferente, tanto que no lo comprendo.
Ángel se sorprendió al oír sus propias palabras y vio como una media sonrisa se formaba en los labios de Miguel.
—¡Y eso es lo único capaz de fastidiarte en todo mundo! —exclamó Miguel, sin evitar que la diversión se colara en el tono de su voz, pero él no protestó porque, en realidad, tenía razón—. Llevas demasiado tiempo entre ellos —concluyó, con seriedad, aunque mantenía una amplia sonrisa en su rostro, como si hubiera llegado a una comprensión del asunto que él fuera incapaz de alcanzar.
—Supuestamente el tiempo debería causar el efecto contrario. Tendría que comprenderlos mejor. —Ángel dudó un instante antes de continuar hablando, irritado—. Los comprendo mejor. Los conozco mejor que ellos mismos. Pero…
—Pero no a esa mujer —sentenció Miguel, antes de reír quedamente, aún con ese aire de comprensión en su mirada que hacía que estuviera cada vez más irritado, o deseando, en realidad, poder estarlo—. No puedo ayudarte tampoco en este asunto —dijo, finalmente, sin resto alguno de alegría en su voz.
—Eso no es una novedad.
—En realidad, quería advertirte —dijo Miguel, con voz grave—. Aunque supongo que ya lo sabes. Gabriel está aquí.
Ángel lo miró, prestándole de nuevo atención y alejando a Luz de sus pensamientos.
Lo cierto era que no sabía que Gabriel estuviera allí, aunque hubiera debido sospecharlo, y se maldijo por no haberlo hecho.
—Por eso hemos venido —concluyó Miguel.
Él se limitó a asentir mientras sumaba un nuevo problema a una lista ya demasiado larga. Si en alguna ocasión sus planes habían parecido imposibles, de entre todas, aquella era la más evidente.
—Pero lo cierto es que no esperaba en absoluto encontrarte en este estado —dijo Miguel, entre risas, rompiendo el pesado silencio.
Ángel fijó en él su mirada, desconcertado, tentado de leer su pensamiento y averiguar, por fin, qué se le escapaba del comportamiento de Miguel, pero rechazó de inmediato la idea al recordar que él no lo había hecho antes, y quiso odiarlo por ello.
—¿En qué estado?
—Simplemente, te pido que no pongas las cosas demasiado difíciles. —Miguel cambió de tema, pero su mirada reflejaba aún aquel molesto brillo de comprensión que lo estaba sacando de quicio.
—Creo que hablas con la persona equivocada —replicó, olvidando de momento la otra cuestión—. Es Gabriel quien se empeña en interferir en mis planes. No al revés. No veo qué interés…
—Por favor. —Miguel lo interrumpió, con sequedad—. Hablas como si no lo supieras cuando conoces perfectamente el motivo.
Se puso en pie, mostrando en su mirada sólo parte de la ira que podía llegar a acumular en su interior, y Miguel hizo una pausa, pidiéndole con un gesto que se calmara, y esperó a que se tranquilizara antes de seguir hablando.
—Te concedo que la versión de los hechos de Gabriel no es en absoluto exacta —dijo, al fin, claramente aliviado—. Pero tampoco la tuya…
—Es más exacta que las demás —protestó él, dejándose caer de nuevo sobre el banco.
—Posiblemente. Pero sales claramente favorecido…
—Y en el resto perjudicado —lo interrumpió—. Además, la intención no es favorecer a nadie sino explicar…
—Lo que no deberías. —Miguel no le permitió terminar y él asintió.
—Exacto —dijo, mientras trataba de contener la ira ajena acumulada en su espíritu, que sabía que Miguel no quería ver—. Aunque mi relato fuera totalmente fiel a los hechos, nada cambiaría. Gabriel seguiría empeñada en impedir que los hombres lo conocieran. No veo cómo puedes darle tanta importancia a unos pequeños detalles…
—¿Detalles? —la voz Miguel fue un grito y él sonrió—. Dos guerras no son detalles en absoluto.
—Llamar guerras a un par de escaramuzas tampoco ayuda, Miguel.
Se recostó en el banco, esperando una conversación que le aburría, que se sabía de memoria, y que jamás variaría ni lo más mínimo.
—Nunca nos pondremos de acuerdo —concedió Miguel con un suspiro, evitándole el sermón—. Pero no quiero más escaramuzas —añadió, con seriedad, fijando de nuevo la mirada en su ojos—. Y menos por esto.
Ángel permaneció en silencio, queriendo decir algo que acabara con aquella conversación, pero no encontró las palabras adecuadas. Hubiera querido explicarle que ya había perdido la cuenta de los siglos en los que ya nada de aquello le había importado. Hubiera querido decirle que ya no era nada ni nadie más que un ser que vagaba sin fin o propósito alguno. Y, sobre todo, hubiera querido contarle que ya no era capaz de sentir, que las emociones que una vez habían llenado su espíritu habían desaparecido, que ya no quedaba en él odio, ni ira, ni amor, ni nada. Pero se quedó en silencio, mirando a Miguel, deseando que, al menos, alguien lo comprendiera.
—Sólo no lo compliques ¿de acuerdo?
Ángel asintió, incapaz de hablar, porque no podía mentir y, por supuesto, no quería contarle la verdad a Miguel. Tal vez ya no fuera ni la sombra de quién un día fue, pero no tenía intención de darse por vencido, no de aquella manera, y trataría de ponérselo a Gabriel tan difícil como le fuera posible. O, lo que era lo mismo, trataría de salirse con la suya hasta que el último humano en la faz de la tierra exhalara su último aliento. Miguel asintió de vuelta, sabiendo perfectamente que su gesto no era más que una manera de dar por terminada una conversación que no quería mantener.
—¿Qué tal si rezas un poco? —dijo, sonriente, señalando al altar—. Eso también suele ser de ayuda, al igual que hablar en lugar de encerrarse en uno mismo.
Él dejó escapar una sonora carcajada, en parte ante la absurda idea, en parte por lo molesto que le había resultado descubrir aquella certeza que no comprendía en el rostro de Miguel cuando le había hablado de Luz.
—Totalmente de acuerdo —consiguió decir, entre risas—. Ambas cosas parecen ser igual de inútiles. La primera porque sé que Él no me escucha y, de hacerlo, no me comprende. La segunda, porque soy yo el que no te comprende y acabo por dejar de escucharte.
—Te equivocas —sentenció Miguel, con una sonrisa, al tiempo que se levantaba. Caminó, dándole la espalda, y se arrodilló ante el altar, con un gesto demasiado ceremonioso, antes de volver a girarse—. En ambas.
Observó a Miguel alejarse y él permaneció en la iglesia, contemplando el altar y tratando de rechazar los recuerdos que había despertado aquella conversación. Tal vez sí habían sido guerras, pero no por su causa, aunque sí por su culpa. Quiso haber sido capaz de rezar y buscar la comprensión que no encontraría. Pero en lugar de sentir su antigua ira ante la absurda idea que Miguel le había metido en la cabeza, se sorprendió pensando de nuevo en Luz, molesto por no comprender la reacción de Miguel cuando le había hablado de ella. Debía de ir en su busca, seguramente ya estaría trabajando en el manuscrito y quería estar cerca de ella mientras lo hiciera.
Luz pensaba en el relato del manuscrito mientras Alfonso discutía con políticos, funcionarios y directivos sobre el plan de trabajo que habían cerrado aquella misma mañana. Ya habían calculado los días libres y festivos del calendario propuesto y, ahora, la conversación se centraba en el tema económico. Estaban evaluando el posible beneficio que podrían sacar no tanto del descubrimiento, la investigación y sus conclusiones, sino del montaje en torno a todo ello. Que la investigación se hubiera convertido paulatinamente en un circo para conseguir la financiación necesaria para llevarla a cabo, era algo a lo que se había tenido que ir acostumbrando a lo largo de los años, pero lo que aún le resultaba imposible soportar era ver cómo políticos y otros buitres eran finalmente los más beneficiados con el espectáculo. Las constantes preguntas de los políticos y directivos sobre cómo podrían obtener una mayor ganancia económica con el hallazgo, para la ciudad y para ellos mismos, y las risotadas del vicerrector de la universidad al responderlas, interrumpían constantemente el hilo de su pensamiento, sacándola de quicio. Y pensó, bromeando consigo misma, que de existir el Infierno, probablemente se pareciera a esa sala de juntas.
Habían pasado todo el día reunidos, pero nada de lo que habían hecho podía ser calificado como trabajo ni de lejos. No entendía por qué los técnicos y los investigadores debían de estar presentes en esas absurdas reuniones, con merienda, aperitivo y almuerzo incluido. Buscó la mirada de Marcos Vicente, deseando encontrar complicidad, pero el historiador parecía tan entretenido con la conversación banal como el resto de los que se encontraban en la sala. Como todos, menos ella, se recriminó. Se recostó en el respaldo de la silla en la que ya llevaba sentada más tiempo del que consideraba necesario y suspiró. Aguardó durante un tiempo más, que le pareció eterno, antes de despedirse, con un tono más cercano a la grosería que a la educación, y salió de aquella sala, que se había convertido en una auténtica cámara de tortura.
Pensó en la pérdida de tiempo que había supuesto esa jornada mientras miraba el reloj del teléfono móvil, que marcaba ya las cinco de la tarde. Si no quería culparse por haber desaprovechado el día completamente más le valía ponerse a hacer algo útil. Caminó por los pasillos de la universidad, que parecía más solitaria que el día anterior, hacia el departamento de Alfonso, intentando no perderse. Al menos, la primera parte de la reunión, antes de que llegaran los representantes de la universidad, los del ayuntamiento y los del gobierno autonómico, había servido para que Alfonso y Marcos la pusieran al día sobre la investigación. Y aquel momento era tan bueno como cualquier otro para consultar las notas de ambos. No era lo mismo saber lo que le habían explicado que leer por sí misma sus conclusiones. En especial, estaba interesada en una línea de investigación sobre el posible origen de la cripta de la que Alfonso no le había hablado, según él porque no tenía ninguna importancia, aunque su intuición le decía todo lo contrario. De entre todas las leyendas de Salamanca una llamaba poderosamente su atención, y más aún teniendo en cuenta el material que habían encontrado bajo la Casa de las Muertes, la de la Cueva del Diablo.
Según la vieja historia, en aquella cueva, el Diablo había impartido lecciones sobre conocimientos prohibidos a siete aventajados alumnos de la universidad salmantina a cambio de que, una vez finalizado el aprendizaje, uno de ellos le cediera su alma. La leyenda se había llegado a extender de tal modo que incluso en Latinoamérica se había bautizado con el nombre de salamancas a ciertas cuevas, supuestamente malditas, en las que se decía que se ha aparecido el Diablo o en las que se habían practicado ritos supuestamente mágicos. Todo ello en honor, precisamente, a la leyenda en torno a la cueva de Salamanca. Si bien no se había encontrado nada que apuntara a favor o en contra de la historia que dio lugar a la leyenda cuando se excavó la famosa cueva, que había formado parte de la derruida Iglesia de San Cipriano, todo lo que se había hallado ahora bajo la Casa de las Muertes bien podría haber sido el material que, cualquiera que creyera en esas historias, hubiera esperado encontrar en la sala de estudios del mismísimo Satán.