Luz se sorprendió de haberse abstraído tanto durante la lectura del relato, imaginando las situaciones que narraba y descubriéndose a sí misma sintiendo la misma rabia y dolor que expresaba el protagonista de la historia. Jamás se había dejado llevar por una narración de ese modo, hasta el punto de perder la conciencia de sí misma. Se sentía extraña y una corriente eléctrica recorría todo su cuerpo. Tomó una gran bocanada de aire para tratar de aliviar la incomodidad que sentía, antes de colocar en su lugar las páginas que acaba de leer, moviéndolas una a una y con sumo cuidado. Acarició de nuevo la primera página, con una caligrafía tan distinta al resto del manuscrito, y, al hacerlo, una nueva sensación descendió por su cuerpo. Se sintió repentinamente vacía y confundida, trasladada a un lugar distinto y desconocido. Quiso apartar la mano bruscamente, pero, en su lugar, se dejó invadir por el extraño calor que crecía en su interior.
Ángel no fue consciente de sí mismo hasta que se descubrió recostado en una cama. Estaba en la habitación de Luz y se maldijo por haberse dejado llevar por el alma de la mujer, que dormía ahora intranquila a su lado. Enseguida comprobó que era tan intangible y etéreo como creía, y pensó que en ese momento el alivio y la rabia lo hubieran podido llenar en igual medida. No tenía ni idea de qué diablos estaba haciendo tumbado en esa habitación, ni de qué había estado haciendo hasta aquel momento. Su pensamiento se distrajo observando el rostro de Luz, con los labios entreabiertos, respirando rápidamente, nerviosa. Se obligó a retirar de ella su atención y trató de recordar lo sucedido. No fue fácil, sus propios recuerdos se mezclaban con los de ella, y se asombró ante la intensidad de la conexión entre ambos.
Recordó cómo la había observado en la universidad mientras ella leía el manuscrito, cómo las imágenes que se habían formado en la mente de Luz al leer sus palabras lo habían transportado a su propio pasado mientras las emociones de ella lo habían llenado, con la misma intensidad que si hubieran sido propias. Había estaba absorto en ella, en su alma, pero había creído que mantenía el control de su propio ser mientras ella se fundía en su interior. Era evidente que no había sido así. Resopló y recordó la corriente eléctrica que había estremecido su espíritu, o tal vez el alma de Luz. No lo sabía, ni había manera de averiguarlo. Ella había acariciado los trazos del sello sagrado dibujados en la primera página del manuscrito y todo se había precipitado, confundiéndolo, mezclándolo con ella, arrojándolo al vacío. Aunque él no recordaba haber tocado el maldito papel. Estaba seguro de no haberlo hecho. Lo último que había querido era perder de nuevo el control de sí mismo, aunque estaba claro que lo había perdido. Tal vez la había estado tocando a ella cuando había acariciado la marca de Gabriel. Pero era imposible. Estaba convencido de no haberla tocado. Recordaba perfectamente el empeño que había puesto en no hacerlo, y, por todos los demonios, que también recordaba el deseo de hacerlo. Se había permitido sentir el alma de Luz, eso era todo, aunque, sin duda, no tendría que haber sido suficiente para que él perdiera el control. Pero había pasado.
Los siguientes recuerdos no eran suyos. O tal vez sí. Era incapaz de saberlo. Luz había regresado al hotel, con Alfonso, que la invitó a cenar. Ella lo había rechazado, recordó, sonriendo arrogante. Había subido a su habitación y se había dejado caer en la cama. Evidentemente, él había hecho lo mismo. Y después no había nada más, ningún recuerdo, ninguna imagen, sólo vacío. Era incapaz de recordar el tiempo que había pasado desde aquel momento, aunque tampoco importaba. De todos modos, se dijo, debía permanecer junto a ella. Luz era la clave para llegar a su manuscrito. Ella podría romper el maldito sello, o encontrar alguna otra forma de que él pudiera obtener al fin lo que quería. Estaba seguro de ello, y no iba a permitirse dejar pasar ninguna otra oportunidad. No podía permitirse más errores. No consentiría una nueva pérdida de control.
L
UZ se despertó con la respiración agitada y el cuerpo sudoroso, sobresaltada aún por las sensaciones extrañas y terribles del sueño que acababa de tener. El recuerdo, aunque reciente, era confuso. Se había visto caer a través de un cielo estrellado mientras se sentía cada vez más vacía, sola y perdida. Las imágenes eran vagas, ambiguas, y se entremezclaban sin sentido. Quiso arrancarlas de su mente mientras se repetía que sólo había sido un sueño. Tardó unos minutos en ubicarse, tras inhalar una larga bocanada de aire y relajarse.
El despertador en la mesilla de noche indicaba que eran las tres de la madrugada, estaba en su habitación de hotel, vestida con la ropa del día anterior, incluso aún llevaba puestos los zapatos, y con la sensación de sufrir una horrible resaca. Aunque sabía que no era así. Recordó la tarde con Alfonso, primero en la Casa de las Muertes y, después, en la universidad, y lo extraña que se había sentido. Todo le resultaba confuso y desconcertante, pero estaba segura de que habían estado trabajando toda la tarde, hasta la hora de la cena, y no había posibilidad de que su malestar fuera la consecuencia de otra borrachera. Alfonso y ella habían estado en la universidad hasta su regreso al hotel. Habían hablado sobre el manuscrito, la originalidad del relato y la posible relación con los demás objetos hallados en la cripta. Seguramente, hubieran seguido especulando sobre ello, trazando un plan de trabajo, hasta altas horas de la madrugada, si ella hubiera podido. Pero se había encontrado francamente mal. A pesar de sus ganas de ponerse a trabajar de inmediato había estado distraída, o incluso ausente, desde que había acabado de leer el manuscrito, y la sensación de malestar había ido empeorando tal y como transcurría la tarde. Alfonso estaba convencido de que todo lo que le ocurría se debía al cansancio por el viaje y creía que debería de haberse tomado aquel primer día libre. Finalmente, no había tenido que esforzarse demasiado para convencerla de que fuera a descansar y dejara el trabajo para el día siguiente.
Recordaba vagamente como se habían despedido en la puerta del hotel y lo aliviada que se había sentido al quedarse a solas. No había querido que Alfonso se diera cuenta de lo mal que se encontraba en realidad, estaba mareada y aturdida, y una extraña corriente eléctrica recorría todo su cuerpo. Al fin sola en su habitación, se había dejado llevar por el malestar. Debía de haberse quedado dormida de inmediato, pensó, y comprobó que la sensación de la tarde anterior no había desaparecido del todo, aunque era ahora mucho más llevadera. Se quedó tendida en la cama, con la mirada perdida en la oscuridad, pensando en por qué se sentía de aquella manera. Lentamente, se fue tranquilizando y una sensación de paz la inundó hasta que fue quedándose otra vez dormida.
Ángel observó a Luz dormir mientras se preguntaba qué demonios había ocurrido y cómo había ido a parar a su habitación. Era relajante verla dormir, tan sumida en aquel sueño inquieto. Tuvo la tentación de colarse en su pensamiento, averiguar qué la alteraba, pero se reprimió ante la duda de si esa sola concesión podría desencadenar otro desastre como el que había provocado que se encontrara en ese momento recostado sobre su cama. La contempló durante horas hasta que ella lo sobresaltó al despertarse bruscamente, asustada, en mitad de la noche, y trató de tranquilizarla, con mucho cuidado de que ningún contacto con ella pudiera provocar una nueva pérdida de control. En esta ocasión no pasó nada más allá de sus intenciones, y quiso felicitarse por ello, justo antes de darse cuenta de que, realmente, así era como se suponía que debían de ser siempre las cosas. Luz fue calmándose y él se permitió sumirla en un sueño relajado y tranquilo. Era necesario que la mujer descansara bien si quería que se pusiera a trabajar cuanto antes en el manuscrito. Cuando ella por fin pareció dormir plácidamente, Ángel se permitió relajarse y distraerse observando sus delicadas facciones, la suave piel de su rostro, sus largas pestañas, y su respiración lenta y pausada. Siempre había encontrado algo fascinante en el sueño de los humanos. Justo en esas horas en las que la conciencia desaparecía era cuando aquellas criaturas estaban más cerca de su propia naturaleza, y él se entretenía observándolos, a veces mirando indiscretamente en sus mentes, para sorprenderse con lo extraño de sus sueños, o por el simple placer de verlos dormir, ajenos a sus propias existencias. Pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que se había dejado maravillar por el sueño de un humano, aunque, rápidamente, descartó ese pensamiento al darse cuenta de que la respuesta, como en tantas otras cosas, era un rotundo demasiado.
Se centró en lo que había ocurrido en las últimas horas no sólo una vez, sino tres. Luz parecía estar ligada a él de alguna manera, como si su alma tuviera algún tipo de conexión con él que no comprendía. En toda su existencia jamás le había ocurrido nada similar, y tampoco a ninguno de los suyos, estaba convencido de ello. Podría tratarse de cualquier estupidez, sino fuera por el efecto que había tenido sobre ambos el maldito sello de Gabriel. Recordó cómo el alma de Luz se había fundido casi por completo con su espíritu, y después, sin motivo aparente, el sello los había enviado a ambos al abismo. No era en absoluto algo imposible, pero sabía perfectamente lo difícil que resultaba que un alma humana se abriera de tal modo. Y, más aún que él mismo permitiera tal conexión. Aunque, de hecho, no la había permitido. El alma de Luz había estado totalmente entregada, y él en ningún momento había opuesto resistencia alguna, porque no había sido consciente de lo que estaba ocurriendo. Simplemente, había ocurrido. Resopló. Aún más complicado que eso era que el juguete sagrado de Gabriel tuviera aquel efecto incluso sin contacto, aunque la sacudida, sin duda, había sido menor. Si hubiera podido habría deseado que la ira creciera en su interior, y, por un segundo, habría podido jurar que así lo hacía, hasta que Luz se giró, junto a él, dándole la espalda y dejando de nuevo el tatuaje de su nuca al descubierto. Por un instante, pensó en la posibilidad de que fuera el maldito símbolo maorí lo que la unía a él, aunque, en realidad, no lo creía. Aquellos símbolos no tenían poder alguno más allá de la fe en ellos de los brujos y chamanes que los realizaban, y de quienes los portaban. En cualquier caso nada capaz de afectarlo a él, a no ser que alguno de los suyos hubiera decidido premiar a aquellos humanos con algún don al respecto. No tenía forma de saberlo, llevaba demasiado tiempo sin preocuparse de esos asuntos, pero, aún así, descartó de inmediato la idea. Ninguno de ellos era tan estúpido como para dotar de poder un símbolo que estaba directamente relacionado con él.
Observó con calma los trazos del tatuaje en la espalda de Luz. Conocía perfectamente aquel símbolo y su significado. Era una prohibición sagrada directa para él. Como si no hubiera suficientes. De todos modos, era la primera vez que veía el dibujo tatuado en la piel de un humano. Era uno de los símbolos más sagrados de aquel pueblo, un simple amuleto de protección, a pesar de su nombre, que ninguno de los grandes brujos se había atrevido a marcar sobre su piel, ni sobre la de nadie. Sonrió con arrogancia, satisfecho con el efecto que causaba en los humanos, y pensó que, aunque alguno de los suyos hubiera otorgado algún poder a los símbolos mágicos maoríes, tampoco habría explicado en absoluto que el alma de Luz estuviera vinculada de modo alguno a él. En todo caso, el maldito tatuaje debería tener el efecto exactamente contrario. Era una protección contra él, no un nexo de unión. De todos modos, no podía evitar preguntarse por qué absurdo motivo los chamanes habían marcado la piel de una extranjera con un símbolo que ni ellos mismos se atrevían a tatuar en la suya propia.
Vio amanecer, absorto en aquellos pensamientos, y ya entrada la mañana siguió a Luz, repitiéndose su intención de no perderla de vista para proteger su manuscrito. Hasta que finalmente flaqueó en su propósito. Pudo soportar las tediosas presentaciones, los saludos hipócritas y vacíos, los besos y abrazos de algunos compañeros que llevaban años sin verla, y que, en realidad, no habrían lamentado que transcurrieran otros tantos hasta volver a encontrarse. Soportó aquello y más, pero de ninguna manera estaba dispuesto a aguantar, de nuevo, a todos los académicos reunidos, junto a técnicos y políticos, regocijándose en sus vanidades y soltando una estupidez tras otra sobre su manuscrito. De todos modos, pensó, nada importante iba a ocurrir en aquella enorme sala en la que el equipo de investigación se había reunido para trazar un plan de trabajo. Y, en todo caso, lo que necesitaba saber sobre la conversación que mantuvieran podía obtenerlo después de la mente de cualquiera de ellos. Dejó a Luz, que parecía tan incómoda como él mismo habría estado en su situación, trabajando en aquella sala en la que de entre todas las virtudes que faltaban destacaba claramente la humildad, y salió de la universidad.
Ángel siguió pensando en la noche anterior, en cómo había podido perder el control de aquel modo, y en por qué demonios el alma de aquella mujer parecía ligada a él. Trató de repasar sus recuerdos de lo ocurrido y, de pronto, un pensamiento lo asaltó, dejándolo paralizado por un instante. El alma de Luz, más allá de aquel dolor que ya había observado en varias ocasiones, era distinta al resto de almas que había conocido. La había sentido junto a él, fundida en él, se recriminó, aunque la experiencia hubiera sido demasiado confusa para recordarla con exactitud. A pesar de todo, en la sala de reuniones de la universidad en la que la había dejado, había sido evidente esa diferencia. Y él a duras penas había prestado atención. Ella no era como el resto de los académicos que había en aquel lugar, ni como los técnicos, los directivos, los políticos, o el resto de buitres que se frotaban las manos con el hallazgo de la cripta. En realidad, se dijo, no era como ningún humano que hubiera observado con anterioridad. No había en ella vanidad, ni ambición, ni envidia, ni avaricia o soberbia. En ella había, creciendo incluso por encima del dolor que la torturaba, curiosidad. Una curiosidad enorme. Pero ni rastro de los sentimientos oscuros que crecían en el interior de los demás. Se centró en lo que sabía de ella, que era mucho más de lo que pretendía después de haberla sentido como parte de él mismo, y se rió amargamente al pensar en la poca atención que le había otorgado mientras ambos eran arrastrados al abismo por el sello de Gabriel.
Ella había visto sus recuerdos, que no podría recordar o que, de hacerlo, pensaría que no eran más que parte de un extraño sueño, pero él también había visto los suyos, aunque, por supuesto, estaba demasiado inmerso en su propia agonía como para prestarles la debida atención. Ese era el efecto del maldito sello de Gabriel. Una recopilación de los peores momentos de su existencia, revividos uno tras otro hasta la extenuación, recreando en una mezcla perfecta la más terrible de las angustias, y provocándole el peor dolor imaginable. Todo ello en el preciso instante en el que él rozaba cualquier cosa que estuviera protegida o que cualquier ser con poder sobre el sello decidiera ceñirlo contra su espíritu. Había que reconocer el mérito del invento, pensado para tener un efecto devastador sobre él, suficiente como para evitar que hiciera, tocara, o incluso pensara, cualquier cosa que Gabriel se hubiera propuesto. Y para que, de repente, todos se creyeran con derecho a sentirse superiores a él. Una ocurrencia fantástica, capaz de dejarlo inmóvil, retorciéndose en su propia agonía, por tiempo indeterminado.