—Ni lo harás —la interrumpió—. De eso me ocupé hace ya mucho tiempo.
—Cómo te atreves. ¡Maldito!
Uriel estaba ahora verdaderamente enfadada, pero él no podía enfrentarse a ella en aquellas condiciones. El golpe recibido en la cueva lo había cogido totalmente desprevenido y lo había debilitado demasiado. Además, pensó, lo importante en aquel momento era sacar a Luz de allí, no envolverse en una pelea que no conduciría a ningún lugar. Debía actuar deprisa, o Luz acabaría perdiendo el sentido, y no tenía ni idea del efecto real que el dichoso sello podía tener en un humano.
—Tienes razón —dijo, sin apartar su atención de Luz, tratando de que su voz pareciera despreocupada—. Ahora no es un buen momento para enfrentarnos. Pelear contra un arcángel desarmado es de lo más aburrido.
—En cambio, a mí me parece de lo más divertido mandarte de nuevo al abismo del que no deberías haber salido jamás.
Por un momento Ángel creyó ver la resplandeciente figura de Uriel sobre la entrada de la cueva, pero no tenía fuerzas ni tiempo para llevar la conversación a buen término y a la vez preocuparse de localizarla. Luz había empezado a temblar y debía sacarla de allí de inmediato.
—¿Y qué, Uriel? —preguntó entre risas, intentado con toda su voluntad que el esfuerzo pasara inadvertido— ¿Y hacerme revivir por enésima vez mi caída? Puedo asegurarte que después del primer millón de veces la experiencia no es ni de lejos tan horrible. Es más —continuó hablando, con siglos de experiencia que trabajaban a su favor para parecer lo más despreocupado e irónico posible, ocultando el esfuerzo y el dolor—, la repetición me ha permitido observar los pequeños detalles, reconocer la belleza de la escena.
Uriel hizo un sonido que bien podría haber pasado por un gruñido, aunque él sabía que era un lamento del arcángel, que empezaba a dudar de su posición de superioridad.
—Pero eso, en realidad, no es importante —siguió hablando, aprovechando la leve ventaja—. Lo verdaderamente esencial, lo que te ha traído hasta aquí, es tu espada. Quieres recuperarla ¿verdad, Uriel? —preguntó, pero el arcángel no contestó—. Quinientos ochenta años es mucho tiempo en este mundo, aunque a ti te parezca un suspiro. Más que suficiente para que tu espada sea ahora mía.
Uriel permaneció en silencio, pero Ángel podía sentir la indignación del arcángel creciendo y llenando el lugar. Saboreó las emociones ajenas, más intensas que las de los humanos, y se permitió recuperar algo de fuerza, casi sintiendo como si su antiguo poder creciera en su interior, y soltar una sonora carcajada que, a buen seguro, había hecho estremecer a Uriel. Ese era el momento que había esperado. El arcángel dudaba de su ventaja y él debía sacar a Luz de allí antes de que perdiera el sentido. Los temblores que habían azotado el cuerpo de la mujer eran ahora espasmos. Alfonso ya no prestaba ninguna atención al desconocido, que seguía chillándole autoritario mientras él, con preocupación, le indicaba que necesitaba ayuda para su amiga. Pero ni el desconocido iba a ceder, bajo la influencia de Uriel como estaba, ni ninguna ayuda humana podía hacer que Luz saliera de ese estado. Y él, en realidad, no tenía ningún interés en comprobar cuáles podían ser los efectos de aquel tormento en ella. Lo único que quería era sacarla de allí, y hacerlo enseguida.
—Puedo devolverte la espada —dijo, y su voz mostró más ansiedad de la que él hubiera deseado—. Pero, por supuesto —continuó, despacio, tratando de moderar la urgencia de sus palabras—, todo tiene un precio…
El arcángel no contestó. Nunca habían sido buenos negociadores, pensó, aunque en aquel momento no tenía tiempo para ese tipo de diversión. Debía terminar con aquello y salir de ese lugar.
—Quiero que alejes a la mujer de aquí —exigió.
Ángel sintió la sorpresa de Uriel y la saboreó.
—Nuestro juego no es apto para los humanos, Uriel.
—Antes pensabas exactamente lo contrario… —se quejó ella, que fue incapaz de ocultar el asombro en su voz.
—Lo que piense no es importante —la interrumpió, con rabia—. Es el precio por tu espada. ¿Aceptas o no?
Estaba a punto de amenazar a Uriel con rebanarle las alas con su propia espada si no dejaba marchar a la mujer cuando vio como los dos hombres se ponían en pie. El desconocido levantó a Luz y comenzó a caminar, alejándose del lugar y cargando con ella en sus brazos. Mientras tanto Alfonso se quedó inmóvil ante la entrada mal iluminada de la vieja cripta. Él no había dicho nada sobre el profesor, y se maldijo por haberse olvidado de él, aunque en realidad no le importaba lo más mínimo lo que le ocurriera a aquel hombre, que parecía ahora absorto, con la mirada vacía, perdida en la noche. Uriel era mejor negociadora de lo que había pensado en un principio y no había tardado en influir al humano. No había nada que hacer por él, lo había perdido, y tampoco le importaba.
Sintió la desconfianza del arcángel crecer y se obligó a reunir todas sus fuerzas para, con un ligero gesto, levantar el sello que cinco siglos atrás había puesto sobre la dichosa espada. Entonces había pensado que si él no podía usar el arma era justo que ningún arcángel pudiera hacerlo, ahora esa idea le parecía una estupidez. Era obvio que Uriel en algún momento querría recuperar su arma, aunque sus momentos fueran terriblemente largos. Levantar el maldito sello lo había dejado completamente exhausto. Sin fuerza alguna, ni poder, sentía como la condena que le había sido impuesta al comienzo de los tiempos se ceñía sobre él sin remedio, ni posibilidad para resistirse. Estaba a punto de desfallecer, pero no lo haría en presencia del arcángel. Jamás se permitiría mostrar dolor o debilidad alguna ante ellos. No de aquella manera, y menos en aquel momento.
Uriel apareció ante él. Era una imagen de luz cegadora y de una extraordinaria belleza, un recuerdo innecesario de la Gracia que le había sido negada. Pero, aún así, no pudo dejar de maravillarse ante la imagen del ser sagrado mientras sentía cómo estaba a punto de perder el control y desvanecerse de nuevo en el abismo. Se obligó a resistir.
—Ahora mismo podría acabar contigo.
Oyó la voz del arcángel, más clara que antes, mientras la silueta de luz brillaba aún con más intensidad, dejando entrever una figura femenina.
—No tienes ese poder —respondió él con rotundidad, aunque, en el fondo de su ser, dudaba de la verdad de aquellas palabras.
Realmente Uriel no podía matarlo, sólo mandarlo de un golpe al peor de los infiernos, al que, de cualquier modo, ya se encaminaba a más velocidad de la que él pensaba que fuera posible. Lo que no sabía era qué efecto tendría el poder de Uriel sobre él en el estado en el que se encontraba. Pero no había manera de que el arcángel supiera hasta qué punto estaba débil en ese momento, y él no tenía intención de hacérselo notar.
—He cumplido mi parte del trato. La próxima vez que nos encontremos no me importará que tengas o no arma —dijo, mirando directamente a la forma de luz.
Sus fuerzas estaban agotadas y la amenaza en su voz era fruto de su propia rabia ante esa verdad. Hizo un esfuerzo más, el último, antes de dejarse vencer.
—Te mandaré al maldito cielo de una patada, Uriel. O, mejor, te encadenaré en la tierra para que me hagas compañía. Sea como sea, sufrirás. Te he dejado escapar en dos ocasiones, te aseguro que no habrá una tercera —la amenazó, procurando que su voz fuera tan terrible como siempre había sido, aunque no sabía si lo estaba consiguiendo porque estaba demasiado ocupado resistiéndose a la atracción irrefutable del abismo—. Así que te aconsejo que no vuelvas a perder tu maldita espada, arcángel.
Las fuerzas de Ángel se desvanecieron por completo al escupir con rabia aquella última palabra y alejarse rápidamente de Uriel. No pudo llegar muy lejos antes de que el más terrible de los sufrimientos lo tomara por completo, haciéndole perder la noción del espacio, del tiempo y de su propia existencia, arrastrándolo al más absoluto de los vacíos.
L
UZ despertó en su habitación de hotel. Estaba oscuro, aunque un brillante haz de luz que se colaba entre la unión de las cortinas opacas delataba que era de día. Quiso incorporarse para mirar el despertador y un dolor agudo la atravesó, anulando su propósito. Le dolía todo el cuerpo, como si hubiera recibido una tremenda paliza, y sentía la cabeza a punto de estallar. Dejó escapar un ronco quejido al darse por vencida, cerrando los ojos y hundiéndose en la cama. Sentía demasiado dolor.
—Descansa, Luz.
Reconoció la voz de Alfonso y abrió los ojos de nuevo, buscando a su amigo entre las sombras, pero no fue capaz de verlo.
—Alfonso —llamó, y una punzada terrible atravesó su garganta, obligándola a cerrar con fuerza los ojos en un inútil intento de controlar el dolor.
—El médico ha dicho que necesitas descansar. —La voz de su amigo sonaba ahora más cercana. Abrió otra vez los ojos y lo encontró de pie, junto a la cama—. No tienes que preocuparte por nada, mañana te encontrarás mejor.
—¿Qué hora es? —preguntó, enfrentándose al dolor y forzando la voz, débil y ronca. De inmediato se dio cuenta de que esa no era la pregunta que debía hacer—. ¿Qué ha pasado?
—Tuviste un ataque de ansiedad.
La voz de Alfonso era tranquilizadora, como si quisiera quitarle importancia a lo ocurrido. Ella no sabía cómo había llegado hasta allí, ni por qué todo el cuerpo le dolía. Todo era un borrón en su memoria y la terrible migraña no ayudaba en absoluto a recordar o a pensar con claridad. Pero, a pesar de todo, no creía que un simple ataque de ansiedad pudiera dejarla en aquel lamentable estado. Pensaba que la explicación adecuada debería de haber sido que había sufrido un accidente de coche, o que la habían atropellado, o que se había caído desde un décimo piso. Cualquiera de esas desgracias podría encajar con el estado en el que se encontraba, pero no un ataque de ansiedad. Alfonso seguía a su lado, junto a la cama, en silencio, y ella quería decir algo más, pero no encontró las palabras, ni la fuerza para pronunciarlas.
Lentamente, se dejó vencer por el sueño, mientras pensaba en el primer ataque de ansiedad que había sufrido. Había sido trece meses atrás, la noche en la que David había muerto. Lo recordaba terrible, había pensado que iba morir, que el oxígeno no volvería a llenar sus pulmones y que su corazón fallaría en cualquier momento. Los siguientes habían sido igualmente horribles, pero menos aterradores. Entonces ya sabía que lo que sentía no era la muerte ciñéndose sobre ella, sino sus nervios tomando el control de su cuerpo, impidiéndole respirar, sometiendo a su corazón a un ritmo exagerado, contrayendo sus músculos hasta hacerlos temblar y tensarse de forma antinatural. Poco a poco había conseguido averiguar qué los desataba. Después había aprendido a preverlos, a reaccionar a tiempo ante ellos, incluso en ocasiones a controlarlos, igual que había sabido controlar las lágrimas. Al cabo de un tiempo había rechazado la medicación para prevenirlos, que la dejaba atontada y le impedía pensar, y se había enfrentado a las embestidas de la ansiedad para conocerlas y dominarlas. Los ataques no habían desaparecido, pero las continúas crisis se habían espaciado en el tiempo, hasta que llegó a ser capaz de saber cuándo no podría dominarlas para huir y refugiarse en algún lugar donde nadie pudiera ver cómo perdía por completo el control de su propio ser. Sabía perfectamente cómo era un ataque de ansiedad, cómo la destrozaba, y qué efectos tenía. Y de algo estaba completamente convencida, fuera lo que fuera, lo que la había dejado en aquel estado no había sido un ataque de ansiedad.
Volvió a despertarse en varias ocasiones. En algunas, Alfonso había estado con ella en la habitación, en otras estaba completamente sola. Notó como el dolor iba desapareciendo paulatinamente de su cuerpo, aunque la cabeza seguía dándole vueltas, y los extraños sueños que la atormentaban mientras dormía impedían que la migraña desapareciera. En dos ocasiones rechazó la pastilla que Alfonso le ofrecía para el dolor. La tercera vez que se la dio se dio cuenta de que era de noche y que había pasado al menos todo un día en la cama, y la aceptó, con la esperanza de que la ayudara a sentirse mejor al día siguiente. De inmediato, cayó en un profundo sueño, esta vez sin imágenes o sonidos que la hicieran estremecer, y, por fin, descansó. Cuando volvió a despertar no sabía si el recuerdo del dolor era parte de una pesadilla o si había sido real. No fue hasta que quiso incorporarse y vio a Alfonso junto a su cama, con la recriminación reflejada en el rostro, cuando se convenció de que su convalecencia había sido totalmente cierta.
—Me siento mucho mejor —dijo inmediatamente antes de que él la obligara a quedarse tumbada.
—Ya lo veo. Pero aún así hoy deberías quedarte en la cama. Tienes que recuperarte del todo. —Alfonso se acercó a ella sonriendo—. Además hoy es sábado, puedes descansar tranquilamente.
Ella quiso protestar, pero se dio cuenta de que, aunque el dolor había desaparecido, no tenía ganas de pelearse con el mundo. Se sentía incómoda y extraña. Melancólica. O tal vez triste. En los últimos meses se había sentido tan mal, tan vacía, que todos los sentimientos negativos le parecían prácticamente iguales.
—Está bien —concedió— hoy descansaré. Pero me gustaría que me contaras qué me ha pasado.
—¿No lo recuerdas? —preguntó Alfonso, y en su voz se reflejó su sorpresa.
Ella negó con la cabeza y escuchó a su amigo contarle su incursión nocturna en la Cueva del Diablo. Recordó la cena, el agradable paseo nocturno y cómo se habían colado, a altas horas de la madrugada, en la cueva que debería de haber estado cerrada. Creía que había algo más que tenía que recordar, algo que había ocurrido en el interior de la zona vallada, pero era incapaz de saber el qué. Alfonso le explicó que un guardia de seguridad con muy mal humor los había atrapado en el interior y que los había sacado a golpes de allí. Eso había provocado el ataque de ansiedad del que ahora se estaba recuperando.
—El hombre fue un animal —explicó—. Te pegó un empujón que te dejó tirada en el suelo y entonces empezaste a temblar.
Luz no recordaba nada de aquello. Tampoco se acordaba de haber estado en el hospital al que Alfonso decía haberla llevado, y dónde, le contó, la medicaron y le recomendaron dos días de reposo.
—Sólo ha sido un ataque de ansiedad, Luz. Y no me extraña teniendo en cuenta lo que pasó —concluyó Alfonso mientras negaba con la cabeza.
Ella recordó el dolor, el malestar y la sensación que seguía oprimiéndole el pecho en aquel momento. Todo aquello seguía sin parecerle en absoluto el resultado de un ataque de ansiedad, aunque no quiso decírselo a él. No le apetecía hablar, ni siquiera con el que consideraba que era el único amigo que le quedaba en el mundo. Se limitó a disimular, a decirle a Alfonso que quería descansar un poco más, y a asegurarle que lo llamaría si necesitaba cualquier cosa. Cuando él, por fin, salió de la habitación, se dejó caer sobre la cama, derrotada, dejando que todas aquellas emociones que se habían acumulado en su pecho se apoderaran de ella.