Se situó justo detrás de ella, esforzándose en recordar que no debía tocarla. Nunca había tenido que pensar en no tocar a un humano, aunque, hasta entonces, tampoco nunca lo había deseado. Leyó junto a ella sus palabras. Era evidente que cinco siglos atrás su estilo era demasiado afectado y algo exagerado, pensó, y se rió de sí mismo, esperando, absurdamente, que Luz también se riera. No lo hizo. Apartó su atención de las palabras, que sabía de memoria, y se fijó en la expresión de su rostro, que reflejaba una nueva emoción. Una que hasta entonces no había percibido, y quiso sentir culpa al sorprenderse por no reconocerla. Pero él no sentía nada en ese momento, igual que en los últimos trescientos años, y se preguntó qué clase de sentimiento era el que había crecido en el interior de Luz y si debería arriesgarse a descubrirlo. Advirtió, justo a tiempo, que había bajado la guardia, y vio su mano junto al rostro de Luz, dispuesta a apartar de su cara un mechón de pelo que había escapado de su improvisado recogido. «Mierda». No tenía ni idea de qué estaba haciendo ni por qué y, rápidamente, se apartó de ella, lo justo para evitar otro error, aunque quedándose lo suficientemente cerca para poder sentir el calor que desprendía su cuerpo. Y se dejó llevar hasta que se descubrió inmerso, de nuevo, en el alma de Luz, y se perdió en las emociones que ella sentía al leer su relato. Esta vez no había necesitado concentrarse para llegar a ella, ni siquiera había necesitado pensar en hacerlo. Simplemente lo había hecho, y si en aquel momento hubiera podido volver a sentir, no habría conocido ninguna expresión para describir la emoción que lo habría llenado.
Luz examinó con atención el manuscrito, fijándose en los pequeños detalles, en la coloración del papel y su textura, en la tinta, en los leves errores en la escritura, o en los desperfectos causados por el paso del tiempo. Después, se concentró en su lectura, y se sorprendió sintiendo un torbellino de emociones. El relato era hermoso. Una historia triste, pero igualmente bella. Había sido escrita con maestría y, sin duda, por alguien con un enorme talento literario, una mayor inventiva y, sobre todo, sin miedo a una condena. Quién en su sano juicio escribiría en la España del siglo XV o del XVI una historia en nombre del Diablo. Lo sorprendente no era que aquel manuscrito hubiera permanecido oculto durante todo ese tiempo, sino que no lo hubieran quemado, junto a su autor, en la plaza pública.
El relato, tal y como le había indicado Alfonso, estaba escrito en primera persona, haciendo uso del plural mayestático, y contaba la historia de Lucifer, desde su Creación como ángel hasta su rebelión y condena eterna. En él no había alusión alguna a guerras celestiales ni batallas apocalípticas, nada de lo que hubiera parecido habitual en la literatura religiosa de la época. Aunque aquel texto no podía ser clasificado exactamente como literatura religiosa, su intención no era adoctrinar, infundir temor o amenazar, como era corriente. Más bien, aquel manuscrito era una mera descripción de hechos desde un punto de vista poco usual. Lucifer describía el cielo, el Paraíso, decía el texto, la Creación de los distintos coros de ángeles, primero, y del universo material, después. Hablaba de su propia existencia en el Paraíso, de sus pensamientos e inquietudes, de su relación con el resto de ángeles, a los que se refería como a hermanos, y con su Padre, al que en ningún lugar llamaba Dios.
Luz leía, absorta en la belleza del relato, pero también en la propia historia, contada con extremo detalle. Se había olvidado por completo de la presencia de Alfonso, de dónde estaba, e incluso de sus propias preocupaciones. Toda ella era absoluta concentración y sus sentidos estaban plenamente dedicados al texto que estaba examinando.
Aquel Lucifer literario contaba con minuciosidad las siguientes etapas de la Creación, tan distintas de las versiones bíblicas, hasta llegar a la creación del hombre. Y entonces la historia se precipitaba. Se asombró con las increíbles descripciones del autor, que bien podría haber pasado por ser el mismísimo Diablo. Sin duda el relato era una obra maestra. Primero describía cómo había codiciado que su Padre compartiera con él su poder, después cómo la envidia hacia la nueva criatura había crecido en el interior del primero de todos los ángeles, y cómo, posteriormente, esa envidia había dado paso a la curiosidad, seguida del amor y finalmente de la decepción. Aquel texto parecía querer hacer frente a todo lo que Luz creía saber sobre la mitología religiosa. El Lucifer de aquella narración bien podría haber sido una nueva reinvención del Prometeo griego, aunque no era extraño encontrar relaciones y similitudes entre ambos mitos, nunca se daban de una manera tan exacta, tan íntima. En el manuscrito, Lucifer explicaba cómo se enfrentó a su Padre por no compartir su poder, en primer lugar, y por negar a los hombres lo que creía que les pertenecía, después. Los impulsos y actos del protagonista de la narración poco o nada tenían que ver con la envidia que se le atribuía habitualmente a Lucifer, sino con un acto de rebeldía en defensa de aquello en lo que creía. La historia explicaba cómo el ángel más bello, finalmente, había cometido el que Luz pensó que debía de ser el peor de los pecados, retirar su amor a su Padre para dárselo a los hombres, desobedecerlo descaradamente, casi burlándose de Él, y, después de todo, regresar para pedir, o más bien para exigir, que se aceptaran sus condiciones. Aunque más que la originalidad del propio relato le llamó la atención el dolor con el que había sido narrado. Cada una de las decisiones de aquel Lucifer, tan diferente del que ella conocía, habían sido tomadas con angustia y pesar, con convicción sobre sus motivaciones y con conocimiento de las consecuencias, pero siempre con la esperanza de que su Padre finalmente comprendiera sus motivos, enumerados una y otra vez.
En el manuscrito se describían tres conflictos con el Creador, el primero, para que compartiera su poder, el segundo, para que concediera a los ángeles libre albedrío, y el tercero y último para que dotara al hombre de conocimiento. Éste era el más detallado y bellamente descrito. El narrador se refería al ser humano como al ser más hermoso de la Creación, y a la vez el más indefenso. Comparaba la vida del hombre con una condena en la eterna oscuridad, describiéndose a sí mismo como el único capaz de iluminar su existencia. Las razones del Padre, en cambio, eran descritas con menos amplitud. No quería compartir su poder, consideraba a los ángeles incapaces de lidiar con la libre elección y al hombre incapaz de manejar la responsabilidad implícita en el conocimiento. Con más detalle se explicaba la prohibición expresa a Lucifer de dotar al ser humano de conocimiento y mostrarle el camino de la sabiduría, y el terrible pesar del ángel por verse obligado a acatar tal orden. Finalmente, la desobediencia de esa única orden era el detonante de la eterna condena que se le impondría. Según el texto, Lucifer no se había enfrentado a Dios por el poder, ni tampoco por querer disponer libremente su voluntad, en cambio, el libre albedrío lo había obtenido, y otorgado a su vez al resto de ángeles, al ser capaz, contra todo lo que parecía posible, de incumplir el mandato de su Padre y regalar al hombre el que él consideraba el más valioso de todos los dones. Esa había sido la ofensa de aquel Lucifer literario, demostrar tener el suficiente poder para romper todas sus ataduras y desafiar al Creador.
A pesar de todo, en aquel texto, no había enfrentamiento. En cambio, el ángel rebelde regresaba junto a su Padre, siendo ya dueño de su propia voluntad y conocedor del poder que poseía, con la esperanza de que sus actos hubieran hecho cambiar el punto de vista del Creador, al demostrar que el libre albedrío no había corrompido a los ángeles ni el conocimiento al hombre. Aun así, el ángel más bello de todos había encontrado a su Padre triste y decepcionado, convencido de que los que él consideraba dones, eran en realidad una condena para el hombre y un tormento para los ángeles. Lucifer no había entendido sus razones y se había rebelado en su contra, lleno de ira y de rabia, provocando a su vez la ira del Creador, que le exigió que se arrodillara ante él, como muestra de su arrepentimiento y disposición para servirle con fidelidad. Y, entonces, según el manuscrito, el ángel había pronunciado las palabras que lo condenarían eternamente: No serviré, decía el texto, en un antiguo castellano.
—Non serviam
—repitió Luz en voz alta.
En realidad, aquella expresión atribuida a la caída de Lucifer tenía un origen confuso, si bien algunos textos religiosos sí recogían esa fórmula, no se atribuía directamente al ángel caído. Por el contrario, sí que aparecía reiteradamente en textos diversos, de carácter místico o mágico, que narraban la caída de Lucifer o la guerra entre ángeles. Ella misma había defendido durante toda su carrera que, probablemente, aquella expresión latina tenía su origen en la oposición de algunos pueblos al dominio romano y que con posterioridad había sido recogida por los primeros cristianos, variando su significado político por uno religioso, al igual que había ocurrido con tantas otras cuestiones Eso había sido habitual con las expresiones referidas al Diablo, una figura que en la Biblia podía referirse al mismísimo Nerón o a cualquier otro enemigo de turno. En realidad, ella jamás había imaginado un contexto en la literatura religiosa en el que aquella expresión pudiera haber encajado, pero, sorprendentemente, en aquel texto que tenía ahora entre las manos, lo hacía. No imaginaba otra situación en la que el ángel del conocimiento, el más bello de los ángeles, el primero entre los suyos, hubiera podido escupir aquel par de palabras a pesar de la condena que implicaban. Súbitamente, se sorprendió a sí misma pensando que, de haber ocurrido tal y como narraba el manuscrito, el ángel caído no hubiera hablado en castellano, ni tampoco en latín o en ningún otro idioma conocido, moderno o antiguo, y de pronto, aquella expresión pareció perder todo su poder y romanticismo. Se rió de sí misma por la ridícula idea y se concentró de nuevo en el texto que tenía delante.
La historia continuaba narrando la caída de Lucifer, desposeído de su nombre, de sus alas, que eran el principal atributo de su belleza, y de lo más importante, la Gracia y el amor de Dios. La descripción de la escena era terrible y expresaba con gran belleza el dolor que sentía aquel ser de luz condenado a vagar por siempre entre tinieblas. Aunque en las siguientes páginas el tono de la narración cambiaba radicalmente y todo el dolor descrito parecía haber sido sustituido por el mayor de los odios. Sin normas que acatar ni propósito alguno para su existencia, el narrador, que ahora se refería a sí mismo como el Príncipe de Este Mundo, describía su vida en la tierra donde observaba como el hombre, al que un día había amado hasta el punto de condenarse por él, desperdiciaba el don que le había otorgado. Al mismo tiempo se veía forzado a gobernar sobre aquellos que habían caído junto a él o a los que, por sus actos, les era igualmente privada la Gracia de Dios. El protagonista de la narración explicaba cómo había superado el dolor y el tormento de su condena durante los primeros mil años, y cómo aquel amor que había sentido por el hombre se había transformado, primero en rencor y luego en rabia, al ver que el ser humano desperdiciaba el don del conocimiento. Finalmente, describía al hombre como un ser vacío y ciego al que, a pesar de todo, quería entregar un último regalo, escrito de su puño y letra.
A partir de ese punto, las más de cincuenta páginas restantes bien podrían haber pasado por ser independientes de aquel texto de no ser por la continuidad que les otorgaba la caligrafía. En ellas se describía el orden del universo y se enumeraban, según la expresión del propio texto, las claves de la Creación y de la existencia. Era un texto críptico, casi indescifrable, plagado de símbolos, fórmulas, dibujos, sellos supuestamente mágicos y extrañas expresiones. El narrador describía el tiempo, del que diferenciaba el natural del
aevum
, o el tiempo antiguo, previo a la creación del espacio, también descrito en los tratados de teología como el resultante de la sucesión de actos del pensamiento. Por su parte, el espacio era dividido entre natural, etéreo y sustancial. En ese último se englobaba la forma, de la que el texto aseguraba que podía llegar a ser manipulada por los hombres, con el conocimiento adecuado y que, aparentemente, se encontraba expresado entre los signos y símbolos ininteligibles que acompañaban al texto, al igual que muchos otros supuestos conocimientos revelados.
Posteriormente, el narrador se refería a lo que denominaba la vida de las almas, y explicaba que empezaba con la Creación en el cielo y seguía con la vida natural en el mundo, que no era más que un estadio intermedio, en el que se decidía su destino. Así, según sus actos en la tierra, las almas podían ascender al Cielo y participar de la Gracia de Dios en la medida que les correspondiera. Aunque también podían ser condenadas a permanecer en la tierra o bien hasta haber sido purgadas o bien por toda la eternidad, convirtiéndose en este último caso en demonios, según la gravedad de sus pecados. El manuscrito continuaba describiendo el Infierno, no como un lugar sino, coincidiendo con los teólogos modernos, como un estado, el del sufrimiento perpetuo en el que se encontraban todos los condenados y, en especial, el del primero de ellos, que los gobernaba como parte de su propia condena. De esta manera, bajo su gobierno, Lucifer diferenciaba entre ángeles privados de la Gracia de Dios, a los que denominaba diablos, y que dividía entre caídos y grigoris, almas condenadas, a las que llamaba demonios, y almas en redención.
Luz siguió leyendo la clasificación, digna de cualquier grimorio medieval, en la que se enumeraba a algunos de los principales ángeles caídos y sus posiciones en el Infierno, aunque no dejaba de pensar en la diferenciación anterior entre los tipos de ángeles. Era evidente que la mención de los grigoris aludía directamente al apócrifo Libro de Enoch y la caída de los ángeles o vigilantes que se habían unido con humanos, incluso llegando a engendrar monstruosos hijos en forma de gigantes. No era una historia en absoluto nueva o desconocida, pero no recordaba ningún texto en el que se diferenciara tan claramente entre los distintos tipos de ángeles caídos en desgracia. De cualquier modo, y a pesar de todas las diferencias, las descripciones de todos esos seres eran igualmente detalladas y estaban acompañadas de símbolos y signos que las complementaban.
El texto terminaba, tras varias páginas llenas de símbolos y fórmulas prácticamente indescifrables, con una advertencia del Diablo a quién lo leyera para que utilizara el conocimiento que le había sido dado con sabiduría, pues, decía, de lo contrario el lector se condenaría a una eternidad de sufrimiento en la más terrible oscuridad. Finalmente, en la última página, un hermoso sello a modo de firma atribuía la historia a su protagonista. No le costó reconocer aquel símbolo como una de las supuestas firmas del Ángel Caído, según algunos grimorios que coincidían, aproximadamente, con la misma época en la que debía de haber sido redactado el manuscrito que tenía entre sus manos. Aún así, tanto el tono de la narración, como los numerosos detalles de la supuesta historia del Diablo, alejaban aquel legajo de cualquier tratado mágico medieval, no sólo de aquella época, sino también de las posteriores.