En el solitario departamento rebuscó entre la documentación de la investigación hasta que dio con la información que quería. Marcos había reunido un buen número de archivos en torno a aquella leyenda, a la propia Cueva del Diablo y su excavación. Lo más interesante de todo lo encontró en algunas notas que apuntaban que del mismo modo que, según la fábula, el Diablo instruía a siete alumnos en las artes ocultas, otros siete tenían encomendada la misión de impedir que Lucifer terminara con las lecciones. De cualquier manera, según la leyenda, el Diablo se había salido con la suya y había compartido sus conocimientos con los siete estudiantes, teniéndose que quedar uno con él a modo de pago. Contaba la historia que el desafortunado que quedó en manos del Diablo fue Enrique de Villena, quien habría conseguido finalmente escapar de su encierro en la torre situada junto a la cueva y que recibía su nombre. Aunque, la historia aseguraba que, durante su fuga, habría perdido la sombra. Enrique de Villena fue, sin duda, un personaje peculiar, al que se llegó a conocer como el Nigromante a causa de sus múltiples estudios y escritos sobre magia y ocultismo, la mayoría de ellos desaparecidos o directamente quemados por la Inquisición. No sería en absoluto descabellado pensar que, quizás, uno de los libros sobre magia de Villena podría haber sobrevivido a la censura eclesiástica, oculto a buen recaudo en un lugar como la cripta de la Casa de las Muertes.
Esa línea de investigación, que Alfonso parecía rechazar directamente, podía ser prometedora, y Luz se sumergió en la información reunida por Marcos, tratando de encontrar qué posible relación podía existir realmente entre los nuevos hallazgos y la antigua historia popular.
—Aquí estás. Llevo buscándote un buen rato. —La voz de Alfonso la sorprendió, sacándola de su ensimismamiento, y obligándola a apartar la atención de los datos y detalles sobre viejos mitos y leyendas.
—Quería comprobar la teoría de Marcos sobre la relación de la cripta y la Cueva del Diablo —explicó, señalándole a su amigo los documentos esparcidos sobre la mesa, junto al manuscrito, para invitarlo a que se uniera a ella. Pero la mueca de disgusto que se formó en el rostro de Alfonso le dejó claro que nada estaba más lejos de sus intenciones.
—Lo cierto es que quería invitarte a cenar.
—¿A cenar? —preguntó, sorprendida, aunque tan rápido como las palabras salieron de su boca, tomó consciencia de que ya había oscurecido y la lámpara de escritorio que tenía encendida era la única iluminación del departamento.
Había perdido totalmente la noción del tiempo, concentrada como estaba en el montón de documentos y, en realidad, no le apetecía en absoluto parar en ese momento.
—Quería terminar de leer…
—Pues terminarás mañana —la interrumpió Alfonso.
—Está bien, vamos —accedió, mientras recogía rápidamente la documentación esparcida sobre la mesa.
Luz sabía perfectamente que no podía negociar con él en aquellas circunstancias, y la verdad era que tenía hambre. Además, pensó, tal vez, después de cenar, podrían dar un paseo hasta la famosa cueva, y así saciar su curiosidad por el lugar, antes de seguir trabajando sobre todas las leyendas que se habían construido en torno a ella.
Al regresar a la universidad, Ángel había encontrado a Luz en el Departamento de Historia y no en la sala de reuniones donde se suponía que debía de estar, y en la que seguían el resto de aburridos humanos. Se quedó junto a ella mientras revolvía entre papeles, pero, en esta ocasión, guardó prudentemente las distancias. Ella estaba sentada demasiado cerca del manuscrito, que aún conservaba íntegro el sello de Gabriel, como para que la excesiva proximidad los mandara de nuevo a ambos al abismo. La observó mientras trabajaba, tomando notas, rebuscando entre libros y corrigiendo las notas que otros habían tomado sobre el tema en el que se afanaba. Algo que no era lo que esperaba, porque no estaba estudiando su manuscrito, ni tampoco en las notas sobre él. Sintió que, de ser posible, la rabia hubiera crecido en su interior, y procuró contener las emociones ajenas acumuladas en su espíritu. No entendía en qué demonios estaba perdiendo el tiempo aquella mujer y no tuvo más remedio que acercarse un poco más, lo justo, para poder mirar por encima de su hombro, sin arriesgarse a estar demasiado cerca de ella, ni del manuscrito. Y, entonces, toda la ira que quiso haber sentido un segundo atrás se transformó en orgullo. Estaba leyendo sobre la Cueva del Diablo.
Sólo hacía un día que había llegado a la ciudad y ya buscaba en la dirección correcta, cuando los otros, torpes, tardaron días en darse cuenta y, al hacerlo, desestimaron la idea. Los había observado, les había dado pistas y también los había guiado hacia el lugar. Y todo ello, para nada. Para que acabaran metiendo en una caja todas las conclusiones y siguieran con aquella absurda pantomima. Si los ineptos que se habían topado con su manuscrito hubieran seguido los pasos que ahora estaba siguiendo Luz no habría tenido que arriesgarse a robar el legajo, ni tratar de convencer a aquel humano absurdo de que lo hiciera por él, ni intentar, como último recurso igual de inútil, negociar con uno de ellos. Aunque todo aquello ya daba igual. Si Luz seguía aquella dirección, tal vez, podría debilitar el maldito sello. O romperlo. Quizás, incluso, podría llegar a descifrar el manuscrito. Sin importar cómo lo hiciera, terminaría con esa maldita tortura que ya duraba demasiados siglos.
Cuando Alfonso la interrumpió, él hubiera querido matarlo en aquel mismo instante y condenar su alma por toda la eternidad. Cómo se atrevía a intervenir de aquella manera, en un momento tan importante. En un principio pensó que Luz lo ignoraría y seguiría trabajando, pero no lo hizo, y creyó que, de ser posible, podría haber estallado de furia. Nada había que pudiera hacer más que seguirlos, maldiciendo porque ella hubiera dejado todo su trabajo para irse a cenar con aquel tipo, inútil, absurdo y aburrido. Finalmente, se resignó, observó mientras cenaban, hablando de estupideces, de recuerdos que tenían en común, y que hubiera querido arrancar uno a uno de la cabeza de Luz, que desperdiciaba su brillante mente en acumular historietas absurdas que había vivido con Alfonso. Afortunadamente, ella cambió de tema, demasiado tarde para su gusto, y después arrastró a Alfonso en un paseo por la ciudad. Ángel hubiera hecho temblar la tierra para interrumpir aquel momento de intimidad entre ellos, de no haber sido porque necesitaba a la mujer y no podía permitirse que nada que pudiera impedirle trabajar le ocurriera.
Los siguió a una distancia prudente, tratando de controlar lo que pasaba en su espíritu, y que no conseguía comprender, hasta que se detuvieron ante un lugar que le resultaba vagamente familiar. Trató de concentrarse con todas sus fuerzas, preguntándose qué hacían aquellos dos allí parados. Le llevó un rato tomar conciencia de la calle, las malditas luces de las farolas, el cielo apenas estrellado, y los edificios que había ante él. Siguió la mirada de Luz y todo lo que antes había tratado de contener en su interior estalló, haciendo que perdiera el poco control que le quedaba. Ella había llevado al profesorucho hasta la Cueva del Diablo. Estaban parados ante la entrada de la cueva, hablando entre ellos, pero él no prestaba atención a sus palabras, estaba demasiado ocupado tratando de recuperar el control de su ser. De pronto, vio como Luz se agachaba para observar algo en el suelo, y comprendió que estaba mirando fijamente su marca, la que había tallado para señalar la entrada y que estaba convencido de que ya no estaría allí. Pensaba que con los siglos habrían puesto encima cualquier otra cosa, pero allí seguía, y ella la había encontrado, como una aguja en un pajar. Tal vez si cinco siglos atrás hubiera encontrado a alguien como ella no habría tenido que perder el tiempo escribiendo el maldito relato, pensó, y, de pronto, tuvo la certeza de que si alguien podía encontrar la espada de Uriel dentro de la cueva, ésa era Luz. Llevado por esa idea, y casi sin pensarlo, hizo que la reja que impedía la entrada en el recinto de la cueva se abriera.
Oyó, sin prestar la más mínima atención, las quejas de Alfonso mientras caminaba detrás de Luz, adentrándose en la plazoleta ahora accesible. Todos sus sentidos estaban puestos en la mujer, y en aquellos ojos negros, que otra vez volvían a mostrar el brillo inquisitivo que ya había visto en ellos cada vez que se enfrentaba a algo que consideraba un reto. La oyó maldecir por lo bajo, y enseguida entendió que la iluminación era insuficiente para que pudiera observar con detalle los restos que quedaban de la vieja cueva. Consiguió detenerse justo a tiempo antes de llenar el lugar de luz. Eso no habría hecho más que asustar a aquella pareja que ya parecía demasiado tensa, aunque tal vez sí podría indicarles cómo iluminarlo. No se arriesgó a entrar en la mente de Luz y se limitó a influir a Alfonso para que se acercara lo suficiente a la pared y tropezara con la caja eléctrica, que estaba abierta y que contenía el interruptor de la luz. Ella sonrió cuando el lugar se iluminó, y él asintió, satisfecho, aunque las palabras de agradecimiento se las llevara el profesorucho que no había hecho otra cosa que dar un afortunado, y dirigido, traspié.
Se olvidó de Alfonso y devolvió su atención a Luz, que observaba cada pequeño detalle, hasta que se detuvo ante la angosta escalera y sintió una oleada del miedo que la invadía. Quiso animarla a subir, aunque no podía influir en esa decisión, y se limitó a esperar. De cualquier modo, ella tardó menos de lo que él esperaba en reunir el valor necesario y subir por la escalinata de la que, los que creían en las leyendas, pensaban que era la antesala del Infierno. Quiso reír cuando oyó la advertencia que Alfonso le hacía a Luz desde el exterior. Estaba claro que el profesor no iba a traspasar la reja que debía proteger las ruinas, y ella lo ignoró. Una vez más, la vio repetir el mismo ritual que la primera vez que entró en la cripta de la Casa de las Muertes, extendiendo la mano y acariciando suavemente la pared, como si a través del tacto aquellos muros pudieran desvelarle algo más de lo que podía llegar a ver. La siguió, cada vez más cerca, intentando no olvidar que no debía tocarla, y deseando llegar hasta donde se encontraba la espada del arcángel a la que había dejado escapar, dando lugar a otra absurda leyenda. Quiso convencerse de que no la encontraría y se repitió una y otra vez aquel pensamiento, como un mantra que pudiera protegerlo de la desilusión, hasta que vio como ella se agachaba para tocar algo que sobresalía entre los viejos ladrillos. Oyó voces que venían de arriba, pero las ignoró, devolviendo toda su atención a Luz, que trataba de desencallar la empuñadura de la espada de Uriel. No conseguiría sacarla de aquella manera, pero estaba disfrutando de ver cómo ella había encontrado lo que muchos habían buscado y otros tantos habían pasado por alto. Las voces crecieron en intensidad justo en el momento en el que sintió que de nuevo caía en el abismo. Quiso maldecir, pero no tuvo tiempo. Estaba siendo arrastrado por la oscuridad, sintiendo como el dolor se adueñaba de él, y notando a su lado la presencia de un alma que no debería estar allí.
Por primera vez en toda su existencia había algo más importante que su propia agonía en aquel tormento que le hacía revivir su caída una y otra vez, y se aferró a ello como si fuera lo más importante que jamás hubiera habido sobre la faz de la tierra. Sintió el dolor del alma que estaba junto a él más intensamente que el propio y notó cómo su ser se tensaba con cada oleada de agonía de… «de Luz». Era Luz quien se precipitaba con él en el abismo, retorciéndose con un dolor que, se dio cuenta, para ella era también físico. Debía sacarla de allí sin importar lo que pudiera costarle. Luchó como nunca antes lo había hecho contra el tormento que lo sepultaba cada vez más hondo en unos recuerdos tan vívidos como terribles y dolorosos. Trató, con todas sus fuerzas, de detener la agonía de la mujer, que era arrastrada junto a él por un tormento que no debía recibir, y su dolor fue más lejano cada vez, mientras el de Luz se volvía más intenso. Sabía que debía retomar el control de su ser, escapar de la pesadilla, y sacar a la mujer de donde fuera que estuviesen para apartarla de aquello que los había lanzado a ambos al abismo. Con un gran esfuerzo consiguió recordar que estaban en la Cueva del Diablo, aunque ambos se sintieran en aquel momento muy lejos de cualquier lugar físico. Recordó la espada de Uriel, oculta en el sillar donde la dejó el arcángel cinco siglos atrás, y los intentos de Luz por arrancarla de los bloques que la protegían. Maldijo con todas sus fuerzas el momento en el que decidió dejar salir con vida al arcángel de la torre en la que la había encerrado. Maldijo su debilidad y clamó contra el cielo como hacía mucho tiempo que no lo había hecho. Estaba seguro de que el cielo no respondía a sus palabras, aunque sintió como la presión de su agonía disminuía mientras el alma que había sido arrastrada con él seguía siendo atrozmente atormentada. Supo que podía escapar y, con un último esfuerzo, consiguió salir del abismo, agotado y confuso, para tratar de salvar a Luz de un castigo que no merecía.
Tardó unos instantes en orientarse y darse cuenta de que estaba en el exterior de la cueva. Luz estaba arrodillada, abrazándose a sí misma, como si sufriera el peor dolor que jamás hubiera sentido. Y así era. Se acercó a ella y pudo ver el horror y el dolor en su rostro, retorcido en una mueca que lo desfiguraba, con los ojos exageradamente abiertos, perdidos en el vacío. Alfonso estaba de pie junto a ella, su atención dividida entre la agonizante mujer y un hombre que le hablaba de forma amenazadora. No prestó atención a las palabras, pero reconoció aquella voz de inmediato. Era la misma que había oído e ignorado instantes atrás, en el interior de la cueva, antes de ser arrastrado al abismo. Un abismo en el que todavía estaba Luz. Debía sacarla de allí y alejarla de lo que fuera que les había provocado tal tormento. Su única opción era recurrir a Alfonso, que seguía discutiendo con el desconocido. En primer lugar debía deshacerse de la presencia de aquel hombre o el profesor no podría llevarse a Luz de allí. Juntó las escasas fuerzas que le quedaban, después de escapar de la tortura a la que había sido arrastrado, para meterse en la mente del hombre y apartarlo de aquel lugar.
—Ni se te ocurra. —Una voz femenina retumbó en su interior.
—Uriel —gruñó, sin disimular el odio que se filtraba en su voz—. Debería de haberte matado cuando tuve la oportunidad.
—Cállate, Satán —gritó el arcángel—. Esa oportunidad pasó y no volverá a repetirse. Ahora no estás en condiciones de enfrentarte a mí —dijo, substituyendo la ira de su voz por burla— y yo aún no he recuperado mi espada…