La ciudad de Salamanca es el escenario de esta historia de misterio, amor y fantasía en la que se entremezclan mitología, leyendas y realidad para formar una trama apasionante y cautivadora que atrapa al lector desde el primer momento.
La antropóloga Luz Martín recibe la inesperada invitación de su colega y amigo Alfonso Vázquez para participar en una investigación sobre una cripta hallada bajo la Casa de las Muertes. Un proyecto que se presenta ante ella como una oportunidad para rehacer su vida, destrozada tras la muerte de su marido, que provocará que todo su mundo se tambalee bajo sus pies.
La curiosidad de Luz la empujará a indagar sobre una línea de investigación vetada por la propia Universidad y llegar a conclusiones que nunca antes hubiera creído posibles, poniendo en duda desde sus creencias hasta sus propios sentimientos.
Escepticismo y Fe, dos mundos enfrentados que se entrelazan de manera vibrante en una historia de soberbia, amor, intriga, luchas y mitología, en la que nada ni nadie es lo que parece. Personajes reales y sobrenaturales se unen para formar un relato que lleva al lector a replantearse los conceptos del bien y del mal.
Carmen Cervera
Non Serviam. La cueva del Diablo
ePUB v1.0
NitoStrad15.04.13
Título original:
Non Serviam. La cueva del Diablo
Autor: Carmen Cervera
Fecha de publicación del original: octubre 2012
Diseño/retoque portada: Juan Antonio Ryan y Carmen Cervera
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Para mi Ángel
Oye ahora: después que aquel impuro
Arcángel (Lucifer era nombrado
cuando en el Cielo, refulgente y puro
entre todos los Ángeles brillaba,
y como el sol, el resplandor oscuro
de los astros sus luces eclipsaba);
después que Satanás (así nombrarle
debo ahora) hubo arrastrado en su caída
a la rebelde turba seducida
que se atrevió en su culpa a acompañarle,
que quedó en el Infierno sepultado
John Milton,
Lost Paradise
, 1668
L
A luz del atardecer se reflejaba en la pálida tez de la joven que estaba sentada en el sucio suelo del callejón. El chico que estaba a su lado ya había sucumbido al efecto de la heroína mientras ella, con la aguja introducida en la vena de su brazo, aún trataba de reunir el valor necesario para empujar el émbolo de la jeringuilla.
Desde lo alto de un viejo edificio, recostado en el tejado, la vista que Ángel tenía de la macabra escena no podía ser mejor. Su mente vagaba de un lado a otro, rápida y traviesa, mientras calculaba distraído cuánto tiempo faltaba para que ella se decidiera a terminar, y se preguntaba si su gesto coincidiría con el reflejo del último rayo de luz sobre su rostro, antes de que el sol se ocultara detrás de las montañas. Sin duda sería una bella metáfora para la muerte de otro día.
De pronto, algo se removió en su interior, interrumpiendo su deleite, distrayéndolo de la escena que estaba contemplado. Su mente, repentinamente alerta, paró y dejó de divagar. Algo había cambiado. Se concentró en la sensación que había alertado sus sentidos y notó que una pesada losa era retirada en algún lugar escondido en lo más profundo de su ser.
—Perfecto —murmuró, divertido—. Al fin uno de vosotros viene a mi rescate.
Por fin, alguien había abierto la cripta.
Su
cripta. Pero enseguida se dio cuenta de que no era una sola persona, había más gente en el interior. Eran muchos.
—Esto puede ser entretenido —dijo, recostándose satisfecho—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez? ¿Un siglo? ¿Dos? —dudó—. Más. Seguramente, más.
Nunca había acabado de entender cómo podía medirse el tiempo, algo tan intangible, tan volátil. Hacía mucho que había dejado de contarlo, pero, aún así, sabía que había transcurrido el suficiente para que la intención que había sellado durante tantos años su interior ya careciera de sentido. «Al fin y al cabo ahora ya nada cambiará», pensó. O tal vez sí. Lo cierto era que no le importaba. Se trataba de una cuestión de honor, tal vez de venganza. O, simplemente, de salirse con la suya.
Un chasquido lo sacó de sus pensamientos y lo devolvió a la realidad. Tomó consciencia del tejado sucio y envejecido bajo su ser, del cielo crepuscular que daba un toque romántico a… «¿A qué?»
—Ah, sí, la chica.
Observó el callejón desde su improvisado palco y revivió en su mente el instante en el que la goma que había estrangulado el brazo de la muchacha había sido liberada. Ella, finalmente, se había decidido y había empujado el émbolo de la jeringuilla, introduciendo aquella sustancia marrón y fétida en su interior. Se fijó en su rostro y contempló como había reunido el valor necesario para que su determinación coincidiera con el último rayo de sol. Ahora yacía, flácida, apoyada contra la pared y con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en la nada. La goma que había apretado su brazo estaba en el suelo, junto con la jeringuilla que ya había hecho su servicio.
—Eres hermosa —dijo, mientras contemplaba aquella mirada perdida, vacía. Unos ojos grandes y bellos que en aquel momento parecían no tener vida, desorbitados, aunque aún reflejaban un alma igualmente bella—. Sí, muy hermosa. Hubo un tiempo en el que amaba a los seres como tú.
Se levantó con un gesto rápido y elegante, casi felino. Con un movimiento mecánico e inconsciente se desperezó y dio un paso hacia el vacío, precipitándose al suelo desde el tejado mugriento en el que había contemplado la escena. No se oyó ningún ruido cuando se posó sobre el asfalto, justo frente al inmóvil cuerpo de la joven.
—Seres demasiado inquietos, demasiado curiosos —continuó hablando, a la vez que se reclinaba para sostener con una mano la barbilla de la chica y giraba su rostro inexpresivo hacia él, como si ella pudiera verlo—. Ya lo has hecho. Ya lo has probado. Pero esto no era lo que querías en realidad, Laura. —Suspiró y fijó sus ojos en los de la muchacha que estaba sentada a sus pies—. Y no lo harás más. Nunca. Podrás hacer más cosas, probarlo todo. Sé qué es lo que quieres, exprimir al máximo tu valentía. Y lo harás. Pero no así.
La joven mantenía la misma expresión vacía, pero su mirada ya no se perdía en la nada, sino que estaba fija en él, sin poder escapar.
—¿Lo has entendido? —preguntó con voz dura, amenazante.
Ella no contestó, no podía, pero sus ojos mostraron una nueva y distinta luz, y él supo que ella jamás volvería a envenenar su cuerpo de esa manera. Posiblemente, pensó mientras liberaba a la joven de su hechizo, nunca hubiera llegado a hacerlo si no hubiera sido por él, y concluyó que era justo haberlo arreglado antes de irse. Echó una rápida ojeada al chico que yacía junto a ella.
—Nada que hacer —sentenció.
Disfrutó con esa certeza mientras se alejaba de ambos a grandes pasos, con una mezcla de elegancia y desdén, y saboreó la derrota del muchacho, la oscuridad de su alma, y el dolor en su corazón.
Mientras oscurecía dejó atrás el callejón y se entretuvo pensando en la nueva diversión que se avecinaba. Se paró en el cruce de dos calles, donde la brisa arrastraba un intenso olor a mar, y aspiró profundamente antes de levantar el rostro y fijar la vista en el cielo, cada vez más oscuro.
—Por fin, algo con lo que divertirse. Por fin, algo diferente —dijo, sonriendo al cielo estrellado antes de seguir caminando.
L
A noche era cerrada, húmeda y calurosa. Luz observaba las estrellas desde la ventana abierta frente al escritorio, repleto de documentos apilados. Sostenía absorta una copa de vino mientras olvidaba una vez más el trabajo que se acumulaba en su mesa desde hacía ya demasiado tiempo, dejándose inundar por la terrible soledad que crecía en su interior. Un inmenso vacío. Un abismo. No, un agujero negro. Un agujero negro que lo había absorbido todo y la había dejado vacía.
Siempre había sabido que el mundo, el universo, era sólo el resultado de una coincidencia, de una explosión fortuita, de una fuerza tal vez aún inexplicable, pero nada más. Si alguna vez había habido en su interior alguna duda al respecto, con los años había desaparecido por completo. De niña se había preguntado por el motivo de tanta belleza a su alrededor, por la fuerza que provocó la existencia del mundo, por el esplendor de las estrellas que observaba cada noche, por el porqué de su propia existencia. Pronto, quizás demasiado, había descubierto que no existía la mano de ningún Dios tras ellos, ninguna fuerza superior, ningún ser bondadoso. Era simple, extremadamente fácil, darse cuenta de la soledad del ser humano, y no comprendía como otros no veían aquella verdad con la misma claridad que ella. ¿Qué tipo de ser supremo, qué tipo de fuerza bondadosa, qué tipo de Dios podría permitir tanto sufrimiento aleatorio? Las respuestas que había buscado no las encontró en el Creador omnipotente y bondadoso del que hablaban las hermanas dominicas que la habían acogido y educado desde que apenas contaba con unos días de vida, sino en los libros de la inmensa biblioteca del convento que había sido su único hogar. Pero ahora los libros tampoco parecían poder ofrecerle las respuestas que necesitaba. No había respuestas, sólo vacío y sufrimiento. Miró con desdén la pila de papeles que se elevaba junto a ella y apuró la copa de vino. Quiso llenarla de nuevo, pero la botella estaba vacía.
—Genial —murmuró, y fijó otra vez la vista en los documentos que abarrotaban su mesa—. Me estoy convirtiendo en una alcohólica irresponsable.
Se dejó caer sobre la mesa, acomodando la cabeza sobre el libro que permanecía abierto frente a ella, y se maldijo por no haber terminado el trabajo pendiente, aunque, en realidad, no quería pensarlo. De hecho, no quería pensar en nada, y dejó que su mente vagara libre mientras el mareo provocado por el vino la envolvía, deseando que fuera capaz de hacerla desaparecer. Al menos, quiso convencerse, disfrutaría de su embriaguez. Pero el sonido agudo del teléfono destrozó su propósito y la devolvió de golpe a la realidad.
—No pienso contestar —gritó desde su improvisado cojín al aparato que sonaba y vibraba con estruendoso descaro sobre la mesa.
No sabía qué hora era, pero estaba segura de que era tarde, tal vez de madrugada. Ese pensamiento provocó una helada punzada que recorrió su columna, anulando por completo el mareo que segundos antes había hecho que la habitación girara a su alrededor. Los recuerdos de la noche en la que su vida se había hecho pedazos volvieron a su mente, vívidos y dolorosos, golpeándola con violencia. Sintió, igual que si sucediera en aquel mismo instante, como todo el vacío que siempre había existido a su alrededor se concentraba en la boca de su estómago, condensándose hasta convertirse en el agujero negro que la había absorbido casi por completo trece meses atrás. Fugaces imágenes la atravesaron en menos de un segundo, como mil afilados puñales que se clavaban en su alma. La terrible llamada de teléfono, la frenética e inútil carrera al hospital en mitad de la noche, la voz vacía del médico, el horror de ver el cuerpo sin vida de David, el funeral y los rostros borrosos desfilando ante ella pronunciando palabras sin sentido, el armario vacío, y el inútil abrazo sobre la cama a la ropa que conservaba el olor de su marido. Y el abismo. La fuerza de atracción del agujero negro que crecía en su interior arrasando con todo lo que algún día había importado.