Non serviam. La cueva del diablo (4 page)

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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—¿Desaparecido? —preguntó ella, sin poder evitar la sorpresa de su voz.

—Sin dejar rastro —explicó, abatido—. Fue hace tres meses. Yo fui el último en verla en la universidad. Me dijo que estaba cansada y que se iba al hotel. La noté un poco rara, preocupada, pero no le presté atención. Era muy tarde, sobre la media noche, y las semanas anteriores habían pasado muchas cosas.

Alfonso se interrumpió, cabizbajo, con la mirada fija en la mesa.

—¿Qué cosas habían pasado? —dijo, expresando en voz alta sus pensamientos, mientras trataba de asimilar lo que él acababa de contarle.

—Bueno, complicaciones. Algunos incluso bromeábamos con la idea de que la cripta estuviera maldita —dijo, removiéndose incómodo en la silla, desmintiendo con sus gestos la normalidad que trataba de aparentar con sus palabras—. Ya en los primeros días hubo un accidente. Un muro del sótano de acceso a la sala se derrumbó y algunos obreros resultaron heridos. Nada grave, pero lo suficiente para retrasar la excavación y la investigación. A los pocos días de retomarse las obras, hubo un robo. No llegaron a llevarse nada, pero alteraron el lugar y la disposición de los objetos. El traslado del material a la universidad, bueno… —Rió, sin ganas, tratando de quitarle importancia a lo sucedido—. Decir que fue accidentado sería quedarse muy corto. Parecía que todo salía mal y, entonces, empezaron las disputas.

—Siempre hay competición, ya lo sabes —Luz lo interrumpió, queriendo quitar algo de dramatismo al relato.

—Así es —continuó él, sin poder disimular cierta amargura—. Pero no te imaginas hasta qué punto en esta ocasión. Tuve que despedir a más de cinco académicos, Luz. Lo que creí que era una selección de los mejores investigadores se convirtió en un desastre. —Alfonso sonreía mientras hablaba, pero ella notó como primero la incredulidad y después la decepción se iban apoderando de su voz—. Intentaron robar el manuscrito. Robarlo —repitió, separando las sílabas, como si él mismo debiera convencerse de sus palabras, y fijó de nuevo la vista en la mesa.

La incredulidad que Luz había notado en Alfonso se apoderó de ella misma, que no podía entender quién intentaría robar algo como aquel material en mitad de una investigación. A lo largo de su carrera había oído historias parecidas que, por lo general, no pasaban de simples rumores que nadie era capaz de confirmar o desmentir. Pero jamás se había encontrado con un caso real en el que, en plena investigación, alguien tratara de robar material. Expoliar objetos en una excavación no oficial ya suponía más que una condena definitiva para la carrera de cualquier investigador, además de renunciar a todos los principios y motivaciones. Pero hacerlo durante una investigación era, directamente, un suicido profesional.

—Pero… —quiso protestar.

—Sí, sé que suena absurdo e increíble —la interrumpió Alfonso, impidiendo que expresara en voz alta todas sus dudas—, pero yo mismo sorprendí a Luís Guzmán con los manuscritos a la salida de la universidad, a punto de subir a su coche.

Aquella información era más de lo que podía asimilar en tan poco tiempo. Uno de los más prestigiosos antropólogos del país robando un manuscrito inédito era algo que se negaba a creer. Aunque tampoco podía imaginar a su amigo inventando una historia parecida. Se recostó en su silla, derrotada, dispuesta a escuchar el resto de la historia.

—Después empezaron los cruces de acusaciones —continuó Alfonso, con la voz llena de desánimo—. Supongo que la culpa de que la situación se volviera insostenible fue mía, no presté atención a las discusiones entre ellos, pensé que era lo mismo de siempre, todos querían llevarse el mérito. —Sonrió sin ganas, mirándola en busca de comprensión, y ella asintió—. No me di cuenta de hasta qué punto podían llegar las rencillas y jamás pensé…

—Recuperasteis los manuscritos —lo interrumpió Luz, animándolo a continuar.

—Sí y reduje el equipo académico. Permanecieron, con sus respectivos equipos, Anabel Ruiz, Marcos Vicente y Marta Navarro. Yo asumí la dirección en solitario y me ocupé de coordinar el proyecto y el trabajo con el equipo forense y el resto de especialistas de la universidad, que nos apoyaban en lo necesario.

—Y entonces desapareció Anabel.

—Exacto —asintió Alfonso—. Aunque, en realidad, antes de eso Marta abandonó el proyecto. No me dio una verdadera explicación y tampoco quise presionarla. Lo cierto es que en ese momento prefería que el equipo fuera lo más reducido posible, aunque la especialización en historia del arte de Marta era de mucha utilidad, y también su equipo de colaboradores. Ahora prácticamente todo el equipo técnico es de la Universidad de Salamanca, aunque eso supone también una mayor comodidad. Sea como sea, pienso que tal vez hubiera podido recibir algún tipo de amenaza para que abandonara, aunque ella lo ha negado una y otra vez en cada ocasión que ha hablado conmigo o con la policía.

Alfonso le explicó los detalles de la desaparición de Anabel y lo que sabía de la investigación policial, aunque, en realidad, no había mucho que contar. Desapareció con todas sus cosas, incluidas sus notas, por lo que en un principio se había descartado que se tratara de un secuestro, aunque la policía seguía manteniendo abiertas todas las líneas de investigación. Ahora que conocía toda la historia no le extrañó que Alfonso no hubiera querido darle detalles por teléfono o que el equipo hubiera bromeado con la idea de que la cripta estuviera maldita. Realmente, si ella lo considerara posible, pensaría que esa investigación estaba condenada de alguna manera al fracaso. Pero no sólo no podía concebir una idea así, sino que ese fugaz pensamiento automáticamente aumentó su curiosidad y las ganas de empezar a trabajar. Quería ver de una vez todos los hallazgos sobre los que había leído y Alfonso pareció leerlo en su mirada.

—Ya conoces la parte mala de este proyecto —dijo él, con una gran sonrisa que borró el rastro de todas las malas sensaciones que instantes antes se reflejaban en su rostro—. ¿Qué tal si por fin te muestro la parte buena?

Capítulo II

L
A ciudad estaba prácticamente desierta. Eran las cinco de la tarde y el calor era casi insoportable. Luz caminaba junto a Alfonso que contaba, pausadamente, una vieja leyenda sobre la Casa de las Muertes que atribuía el nombre del palacio a una truculenta historia de celos e infidelidades del siglo XVI. Según esa historia todos los habitantes de la casa habían sido asesinados en su interior, mientras dormían, y el despechado agresor se había suicidado en aquel mismo lugar al tomar consciencia de su crimen. Sus palabras se fundían con la imagen de los edificios que formaban las callejas del centro histórico de Salamanca, creando una extraña atmósfera, que se intensificaba con el nerviosismo y el deleite por la anticipación que habían crecido en el interior de Luz. Cuando al fin se detuvieron ante el histórico palacio, no pudo contener una risa nerviosa. Observó la fachada y sintió un cosquilleo en su interior al detener su mirada en una de las calaveras talladas en las ménsulas de las ventanas, y que, según otras versiones de la historia, habían dado nombre al edificio. Divertida, dedicó una sonrisa a las tétricas figuras de piedra.

La construcción era hermosa, sobria y elegante, rodeada de fábulas y misterio. Trató de contener la alteración casi infantil que sentía por su primera visita a aquella casa y a la cripta que ocultaba. Una mujer rubia, de mediana edad, abrió la puerta y los invitó a entrar. Alfonso y ella hablaron unos minutos, pero Luz no prestó ninguna atención a sus comentarios y se quedó absorta observando los detalles de la construcción original. La decoración deslucía el conjunto, y los propietarios parecían tener toda la intención de que así fuera. Pero había demasiada historia en aquellas paredes para que algunos muebles, demasiado caros y de pésimo gusto, bastasen para distraer su atención mientras observaba cada detalle, cada pequeña marca en paredes y techo, como si fuera algo digno de ser venerado. Un discreto codazo de Alfonso llamó su atención y ella se esforzó en mostrar una de sus mejores sonrisas ensayadas.

—Ella es Luz Martín, la especialista que te comenté. —Alfonso miró a Luz para comprobar si realmente estaba prestando atención antes de continuar hablando—. Rosario está cuidando de la casa mientras duran las obras —explicó.

—Encantada —saludó, tendiendo la mano a la mujer, pero ella no respondió a su saludo y se limitó a mirarla con severidad.

—Bien, será mejor que bajemos ya. Gracias Rosario —intervino Alfonso, tratando de romper la incomodidad del momento con una enorme sonrisa, pero la mujer tampoco respondió a su gesto de amabilidad.

La mujer se retiró sin decir palabra, claramente enojada por algo que Luz no entendía, pero que tampoco le importaba. Alfonso abrió una puerta oculta en un rincón del vestíbulo, que bien podría haber sido la de una antigua alacena, y que daba acceso a una escalera angosta y mal iluminada. Bajó detrás de él los peldaños que conducían a un sótano, aún más oscuro, y que olía intensamente a polvo y a algo más que no supo identificar. Deslizó una mano por la pared mientras caminaba en silencio y dejó que la emoción la embargara. Alfonso se detuvo ante ella para tomar dos cables del suelo y conectarlos entre sí. Inmediatamente una hilera de bombillas iluminó un estrecho pasillo a su derecha.

—Es aquí —indicó él, invitándola a pasar con un gesto exageradamente ceremonioso.

Luz lo miró fijamente un instante antes de tomar aire y adentrarse en el pasadizo. El olor que se mezclaba con el polvo era aún más intenso allí, denso y penetrante, y le recordó al olor del interior de algunas iglesias antiguas, cera e incienso mezclados con una salada humedad. Se detuvo para comprobar que Alfonso la seguía antes de continuar recorriendo el pasillo, que era cada vez más estrecho y bajo, obligándola a agacharse levemente cada cinco pasos para no golpearse con las bombillas que colgaban precariamente del techo, unidas entre sí por un largo cable. Al fondo distinguió una pequeña escalera y una pared de sillar que indicaba claramente que el corredor no llevaba a ningún lugar. Pero al bajar los escalones se sorprendió al ver a su derecha un enorme agujero abierto en la pared. Se detuvo ante la abertura y observó, con asombro, que estaba rodeada por extrañas hendiduras en el sillar, formando una intrincada y hermosa cenefa. Esas formas talladas en la pared debían de haber decorado el contorno de una desaparecida puerta, y sospechó que, seguramente, podrían haber tenido otra función más allá de la meramente estética. Inspiró profundamente antes de dedicarle a Alfonso una mirada cómplice y se adentró en la sala abierta ante ella.

No pudo disimular su asombro por lo que encontró en el interior. La sala estaba menos iluminada que el pasillo de acceso, pero lo suficiente para comprobar que el lugar era extraordinario, y posiblemente anterior a la construcción del palacio plateresco. Altos techos abovedados se apoyaban sobre enormes y sobrios pilares octogonales, rodeados por toscas abrazaderas de hierro que sostenían antiguas antorchas. La enorme cámara estaba vacía, todos los objetos que encontraron en su interior habían sido ya trasladados a la universidad para su estudio, pero, aún desnudo, el lugar era impresionante. Recorrió con la mirada atentamente la sala, que, pensó, debía de contar con algún tipo de ventilación ya que el ambiente en su interior era menos cargado que en el corredor por el que habían accedido a ella. Tal vez, incluso, pudiera haber otra entrada independiente, pensó, o quizás un acceso desde el exterior, aunque nada en las altas paredes delatara su existencia. De pronto, dos enormes focos se encendieron detrás de ella. Su respiración se entrecortó cuando la potente iluminación reveló que las marcas en el sillar, que había observado en el acceso a la cripta, se extendían también a lo largo las paredes de la sala, como una intrincada guirnalda, para terminar rodeando el tosco agujero de acceso también en su interior. Fuera cual fuera la intención de aquellas marcas sin lugar a dudas su función estaba más allá de la puramente decorativa.

La mujer parecía disfrutar como un niño que se encuentra con la nieve por primera vez. Ángel la observaba, encantado con sus gestos y la expresión que mostraba su rostro. Sus emociones eran confusas, pero no quería arriesgarse de nuevo a rastrear su alma después de lo ocurrido en el restaurante del hotel. Simplemente, esperaba, apoyado en la pared, junto a la antigua puerta de acceso a la cripta, arrogante y orgulloso de poder acercarse a las marcas sagradas que durante tanto tiempo lo habían mantenido alejado del lugar. Si fuera posible que su espíritu albergara deseo alguno, hubiera querido que Gabriel lo viera allí, su etéreo ser posado exactamente sobre los elaborados dibujos que habían sellado la habitación, manteniéndolo alejado durante más de cinco siglos. Se habría puesto frenética. Desde su insolente posición, observaba atentamente a Luz, inquieto ante la idea de que ella entrara en la cripta. Apartó ese estúpido pensamiento de su mente y se concentro en sus movimientos cuando la vio detenerse un instante ante la tosca entrada, con una nueva expresión en la mirada, que no supo identificar. Estaba muy cerca de él, pero no podía verlo. Ni tocarlo, pensó, y una extraña amargura lo invadió cuando ella alargó la mano para acariciar las hendiduras en el sillar. ¿Qué diablos le pasaba a aquella mujer?

Entró en la cripta tras ella, muy cerca, casi tanto como para rozarla, si eso hubiera sido posible. Se detuvo a su espalda y la rodeó con descaro mientras la examinaba, en busca de alguna expresión conocida que lo ayudara a comprender el origen de sus emociones, para acabar frente a ella y observar de nuevo aquellos ojos oscuros que antes casi le habían hecho sentir. Estaban abiertos de par en par, llenos de sorpresa y curiosidad, y no pudo evitar sonreír, arrogante, a pocos milímetros de su rostro, satisfecho por su impresión. «Ella se siente así, no yo», se recordó. Luz caminó y él la siguió, aún más cerca, hasta una de las paredes, y observó como deslizaba los dedos lentamente, casi con solemnidad, sobre los grabados del antiguo sello sagrado, e imitó su gesto. Acarició el sillar junto a ella, siguiendo los movimientos de su mano, y un nuevo tropel de emociones lo inundaron. Eran leves y rápidas, y quiso poder sentir lástima por aquella mujer que parecía incapaz de sentir como cualquier otro humano, más allá del enorme dolor que albergaba su alma. Pero, aún así, era evidente que en ese momento ella estaba disfrutando, y él se olvidó de las emociones de la mujer para centrarse en su propia satisfacción por estar, de nuevo, en el interior de la cripta, acariciando aquellas marcas en las paredes, ya sin poder en su contra. Quién iba a pensar que también protegerían el maldito manuscrito.

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