El dolor jamás desaparecería de su interior, su espíritu torturado no podía conocer una existencia en la que no tuviera que sufrir por el mero hecho de ser. La libertad era lo único que en algún momento lo había empujado a seguir, una libertad sin más ataduras que las de sus propias consecuencias, que eran, ni más ni menos, que las malditas cadenas de su condena. Un don tan grande y tan valioso que pocos podían comprender, y muchos menos aún soportar, a veces, ni siquiera él. Y aún así, no lo cambiaría por nada, si estaba condenado a existir, sería libre, de ningún otro modo sería posible. Y, por primera vez en más tiempo del que era capaz de pensar, en un tiempo que, de hecho, no podía pensarse, volvía a sentirse libre. No había en él nada que lo impulsara a querer ser simple viento, nada que lo llevara a desear fundir su espíritu con el éter y dejar de existir. Desde el momento de su creación, nunca había sentido su espíritu tan pleno, tan completo, como en aquel instante, allí arriba, azotado por una brisa con la que de ningún modo se iba a diluir, contemplando un mundo que era suyo y un cielo que le era tan ajeno como siempre le había sido. Pero no había más dolor por ello, ni rabia, ni odio, ni pena. No había para él más Paraíso posible que el que ya poseía, y que nada tenía que ver con la maldita Gracia divina.
—Ni toda tu soberbia bastaría para describir la belleza que contemplo. —La voz de Miguel retumbó en su interior, devolviéndolo a la realidad—. No hay condena capaz de arrebatarte lo que eres. Y eres, simplemente, porque debes ser.
Descender de golpe desde un lugar como aquel, dejando que el aire atravesara su espíritu, sintiendo el calor atravesar su inmaterial ser, era lo más parecido a hallarse de nuevo junto al Padre, pero aquella mañana la sensación le pareció ridícula en comparación con lo que pocas horas atrás había sentido. Un descenso vertiginoso que no conducía al abismo sino a la salvación, una caída en picado hacia el placer, la plenitud del espíritu y la imposible concreción del cuerpo. Nada podía comparase con la satisfacción de sentirse uno, completo, terminado, perfecto y único. Esa era la salvación que había encontrado junto a Luz.
—Soy la tentación, el pecado, el dolor, la enfermedad y la muerte, el desconsuelo, la mentira, el miedo que empuja a rendirse y la temeridad que hace continuar. Soy la sangre derramada, el ardor, la necesidad, la búsqueda infinita de lo que jamás se va encontrar, el vacío, el abismo, la absoluta oscuridad, la falta de sentido y la única razón. Soy la tiniebla en la que ninguna luz es posible, jamás. —Clavó la vista en el arcángel que esperaba frente a la Portada del Nacimiento, embelesado por la belleza de los relieves que la decoraban—. Soy muchas cosas, Miguel, pero absolutamente ninguna de ellas es bella.
—Eres lo que eres, Lucifer. —Miguel suspiró, apartando finalmente la vista de la espléndida puerta decorada de la Catedral y fijándola en él—. Y eres como Él te creó, más hermoso que todos nosotros, más próximo a Su naturaleza de lo que ninguno de los nuestros jamás lo será y, a la vez, tan alejado de Él como ningún alma o espíritu pueda siquiera imaginar ni soportar.
Ángel dejó que las sombras de su espíritu asomaran sobre su ser, que sobresalieran envolviéndose con su recién recuperado cuerpo, acariciando como oscuras lenguas de fuego la Gracia de Miguel, degustando el sufrimiento que la simple presencia del arcángel le provocaba, haciendo estremecer al ser sagrado que estaba junto a él.
—Sin tinieblas, no habría luz —continuó Miguel, sin apartar de él su mirada—. Sin tentación, no habría fortaleza. Sin pecado, no habría perdón. Sin dolor, no habría placer. Sin enfermedad, no habría salud. Sin muerte, no habría vida. Sin desconsuelo, no habría esperanza ni consuelo. Sin mentira, no habría verdad. Sin miedo, no habría valentía. Sin temeridad, no habría prudencia. Sin ti, Lucifer, no habría nada más.
—Y más importante aún, sin mí, la maldita Creación sería aburrida de cojones. —Bufó y echó a andar—. Lo he pillado. Y tu misericordia infinita me da náuseas, arcángel.
—Ni tú puedes evitar tu naturaleza, ni yo la mía.
—¿Y Rafael? —preguntó y saboreó el miedo de Miguel, que se tensó repentinamente—. ¿Qué pasa con su naturaleza?
—¿Qué te ha contado? —preguntó el arcángel, y él negó con la cabeza—. Entonces me temo que el único que tiene una respuesta a esa pregunta es él. ¿Lo has visto?
—Más bien lo he sentido —explicó al arcángel, que lo miraba con curiosidad e incertidumbre—. Primero fue su ira, después la pena, la nostalgia y, finalmente, el amor.
Miguel asintió.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó.
—Eso sólo lo saben Harahel y él —dijo Miguel sin ocultar su propia confusión.
—¿Harahel? —Ángel había sentido el amor, ese tipo de amor que el creía imposible en seres de su naturaleza, en el espíritu de Rafael. Sabía que el arcángel se debatía entre dos sentimientos tan inmensos e inigualables que cualquier palabra de consuelo era inútil, lo que no sabía era hasta qué punto la situación era complicada—. ¿Un maldito serafín? No me jodas… —gritó y Miguel asintió—. ¡Es imposible!
—Evidentemente, no.
—Está bien, imaginemos que es posible, que Rafael y la vidente se aman. Al menos serán capaces de evitar un mal mayor, ella puede preverlo y él no puede ser tan estúpido… —Ángel hablaba rápido, nervioso. De todas las situaciones absurdas que pudiera haber visto desde antes del principio de los tiempos, esa, sin duda, las superaba con diferencia—. No, ni siquiera Rafael puede ser tan estúpido para no darse cuenta de eso…
—Más que de estupidez es una cuestión de voluntad. —Miguel lo interrumpió—. Ella no sólo puede preverlo, sino que lo supo desde el principio, y desde entonces su decisión, la que sea —añadió, negando lentamente con la cabeza—, está tomada.
Ángel continuó caminando, en silencio, junto a Miguel, tratando de comprender lo que el arcángel le explicaba, cómo era posible y las consecuencias que podría tener.
Hasta hacía pocos días estaba convencido de que el único tipo de amor posible para espíritus sagrados como aquellos era el de Creador, nada ni remotamente parecido al amor que pudieran sentir los humanos, nada que tuviera que ver con el romanticismo o la sexualidad. De hecho, para qué demonios debían de ser capaces de amar de ese modo si la única finalidad de ese tipo de amor era la reproducción. Los grigoris se habían reproducido con humanos, no era difícil imaginar cómo ni entender por qué, tomar una forma material implica hacerlo con todas sus consecuencias, y la reproducción era propia de la naturaleza material. Incluso en eso había cierta lógica que había sido capaz de aceptar. Por supuesto, en los últimos días todo lo que hubiera creído saber sobre ese tema se había desmoronado ante sus narices y no tenía más remedio que aceptar que eran capaces de amar, que él era capaz de amar. Asimilar esa verdad era lo suficientemente complicado como para, además, tratar de comprender que ese amor pudiera ir más allá de las barreras materiales de un cuerpo, de una forma. ¿Podían dos seres espirituales amarse de ese modo? No era tan ingenuo como para tratar de aventurar una respuesta, aunque si era así, Rafael era el único maldito ser de toda la puñetera Creación que podía imaginar experimentando ese tipo de amor.
—No he venido para hablarte de la situación de Rafael. —Miguel interrumpió el hilo de sus pensamientos y él lo miró, intrigado, antes de comprender cuál era el motivo de aquella visita que, obviamente, nada tenía que ver con la cortesía—. Comparto la opinión de Gabriel sobre la necesidad de evitar que cometas un error demasiado peligroso para este mundo. Y si el precio para evitarlo son algunas almas, ciertamente, no es alto en comparación con las consecuencias de no actuar. —Las palabras del arcángel súbitamente encendieron su ira, haciendo que golpeara a Miguel que se estremeció con la embestida—. Sin embargo, ninguna orden ha sido dada a ese respecto, Lucifer. Confío en que tú mismo evitarás…
Ángel dejó de escuchar. Miguel estaba dispuesto a acabar con algunas vidas humanas con tal de impedir, de nuevo, que él consiguiera salirse con la suya. No le sorprendía en absoluto, no sería la primera ni la última vez que los arcángeles pusieran por delante de cualquier existencia humana su propia misión, la única diferencia era que, por primera vez, él estaba demasiado interesado en una de esas vidas humanas como para permitir que acabaran con ella. Y en eso era precisamente en lo que confiaba aquel maldito arcángel que seguía hablando de la vida de Luz como de la minúscula partícula que para él era. Aquel simple pensamiento podría haber hecho que estallara y mandara a Miguel a unas largas vacaciones incorpóreas en el Paraíso, si no fuera porque aseguraba que nadie había actuado en ese sentido, sino que estaban esperando simplemente a que él actuara, como de costumbre, empujado por su maldito egoísmo, y dejara correr el tema, al menos, mientras la vida terrenal de Luz estuviera en juego. Tenía lógica, incluso hubiera sido posible que así fuera de no ser porque su soberbia era mayor incluso que su egoísmo, y, junto a la terquedad, formaban un cóctel explosivo. El mismo que tanto tiempo atrás le había costado las alas, la Gracia y la maldita luz de la Creación en el instante exactamente anterior a caer de bruces contra el suelo, perforando el terreno con su condenado cuerpo. Resopló. Podría haber tenido lógica si él mismo no hubiera visto a aquellos dos ángeles avanzando hacia Luz dispuestos a mostrarle antes de tiempo el significado de la eternidad.
—Rafael está tratando de averiguar qué ocurrió exactamente. —Miguel seguía hablando, más preocupado por la irregularidad que suponía una confusión como aquella entre sus filas, que por sus consecuencias—. Estarás contento de librarte de él hasta que lo consiga, aunque te recomiendo que no hagas ninguna estupidez y, si realmente amas a esa mujer… —dijo, elevando las manos indicando que se desentendía del asunto—. Ocúpate de vigilarla hasta que sepamos qué ha pasado. Sería una lástima que por un malentendido…
—¿Un malentendido? —estalló, interrumpiendo a Miguel—. Un malentendido son las cagadas de Gabriel cada vez que tiene la brillante idea de hacer llegar un mensaje a la humanidad. Un malentendido fue que Semyazza tuviera la genialidad de explicarles a los humanos lo que podía llegar a pasar si se fundía el hierro y se mezclaba con los elementos correspondientes. Incluso, si me apuras, mi afición a coleccionar nombres propios puede haber llegado a provocar algún jodido malentendido. Que dos ángeles quieran, sin más, porque sí, cargarse a Luz no es en absoluto un malentendido, Miguel.
—Se ha malinterpretado a Gabriel, eso es todo —explicó el arcángel—. No hay otra explicación, pero aún así, por tu propio interés, vigílala.
La calma y autoridad con la que hablaba el arcángel lo sacaba de quicio, pero quería averiguar qué demonios había ocurrido y para eso necesitaba a Miguel y no su etéreo ser privado de cualquier rastro de memoria o personalidad. Por supuesto que vigilaría a Luz. Y la mantendría a salvo aunque tuviera que acabar con todos los malditos seres divinos de la Creación.
Durante más de media hora Luz estuvo sentada, esperando, en la pequeña habitación a la que la habían acompañado nada más llegar a la comisaría. Aquel minúsculo habitáculo, sin ventanas al exterior, amueblado con una vieja mesa de oficina y cuatro sillas de metal picado y con los asientos y respaldo pobremente acolchados, debía de ser, sin lugar a dudas, una sala de interrogatorios, aunque poco o nada tenía que ver con las que había visto en las películas policíacas. Estaba convencida de que nadie la estaba vigilando desde detrás de ningún falso espejo, porque no había ningún espejo en aquella sala que pudiera realizar tal función. Las desnudas paredes estaban forradas de un material similar al corcho que había absorbido los olores de los largos años en los que había cubierto aquellos tabiques. Tampoco podía imaginarse ningún tipo de sofisticado sistema de grabación, oculto y camuflado, que pudiera permitir a nadie estar observándola, pues no había posibilidad alguna de ocultarlo, ni parecía factible que aquella paupérrima oficina de policía tuviera la posibilidad de costear un sistema como aquel si aún conservaba un mobiliario que podía ser incluso anterior a la Transición. Ese lugar parecía más bien una sala de aislamiento en la que, simplemente, confinaban a los sospechosos para que no pudieran hablar con ningún otro sospechoso o con un eventual testigo antes de ser interrogados. ¿Cuánto tiempo podían legalmente mantenerla allí encerrada? No pudo evitar ponerse nerviosa imaginando que aquel absurdo comisario tuviera la intención de retenerla allí, aislada, mientras él buscaba por toda la ciudad alguna prueba que le permitiera acusarla formalmente de un delito que no había cometido. Estaba convencida de que, aunque así fuera, tarde o temprano deberían darse por vencidos y soltarla, porque era evidente que ella no tenía las piezas robadas, pero lo que le importaba, en realidad, era si la dejarían salir de allí a tiempo para acudir a su cita en la catedral. A no ser que hubieran encontrado la tarjeta de memoria con las imágenes, porque de ser así, estaba convencida de que estaba perdida.
El inspector Sánchez abrió bruscamente la puerta, rompiendo el hilo de sus pensamientos, y Luz no pudo más que tranquilizarse al verlo entrar. De ninguna manera podía concebir que aquel hombrecillo fuera capaz de encontrar nada en ningún lugar, de hecho, no podía evitar preguntarse cómo había llegado a ocupar un puesto de inspector. Su aspecto era incluso peor que el del día anterior, parecía cansado, agotado, y a su triste apariencia esa mañana se sumaban una reciente barba y unas abultadas ojeras que estropeaban aún más aquel rostro, ya de por sí prematuramente envejecido. Sánchez dejó la puerta de la habitación abierta, permitiendo que el aire algo más fresco del pasillo aliviara el cargado ambiente del cuartucho, y se sentó ante ella, en silencio, dejando sobre la mesa su libreta de notas y una vieja carpeta de cartón con las tapas azules y desgastadas. De inmediato, otro hombre entró en el cuarto, tomando asiento junto al hombrecillo, y se presentó como el inspector Carvajal. El recién llegado no hacía sino empeorar la impresión que Sánchez le causaba. Si el primero de los inspectores le parecía un pobre hombre cansado y maltratado por la vida, el segundo era todo lo contrario. Más que de policía, tenía aspecto de militar. Era alto y fornido, aunque una prominente barriga indicaba que el ejercicio físico no formaba parte de su rutina, los hombros y brazos, anchos y fuertes, y un cuello increíblemente desarrollado, evidenciaban que no siempre había sido así. Su rostro era duro e inexpresivo, de facciones cuadradas y bien definidas a pesar de la edad, y resaltadas por el pelo cano.