—Nada más lejos, Luz —explicó, a la vez que llamaba con un gesto al camarero—. Pero si vamos a seguir con esta conversación necesitaré un buen trago de güisqui.
Luz pidió un pacharán con hielo y siguió interrogando a Ángel sobre curiosidades religiosas y sus propias creencias, sin ningún pudor y más intrigada de lo que nunca hubiera estado jamás por aquellos temas que, hasta entonces, sólo le habían despertado un interés puramente académico. Al escuchar las respuestas de aquel hombre que hablaba con aplomo y convicción del bien y del mal, del Cielo y el Infierno, y de su propia fe mientras bebía güisqui con hielo y fumaba con la elegancia de un galán del cine en blanco y negro, casi quiso sentir vergüenza por haber pensado en algún momento que pudiera ser un sacerdote. De hecho, se dijo mientras se prendaba de nuevo de aquellos brillantes ojos verdes, no sólo sería un desperdicio imperdonable que alguien como él se hubiera consagrado a la Iglesia, sino que, de haberlo hecho, debería de haberse considerado automáticamente como el más grave de los pecados.
Una hora y dos copas después, Luz abandonó el restaurante, junto a Ángel, pensando que tal vez había bebido más de lo aconsejable para dedicarse a hacer turismo por la ciudad, aunque, inmediatamente, descartó aquella idea y se dejó guiar para disfrutar de la que prometía ser la tarde más divertida que había vivido en mucho tiempo.
Ángel había disfrutado como nunca de la conversación con Luz. Aquella mujer parecía ser capaz de sorprenderlo de una manera que ya creía imposible, y eso a pesar de que conocía su alma casi como su propio ser. Pero su mente parecía impredecible, capaz de albergar los más dispares conocimientos, entremezclarlos, sopesarlos a gran velocidad, y arrancar de ellos conclusiones que otros jamás lograrían alcanzar. Había una falta total de fe en su interior, pero aún así era capaz de conversar con maestría sobre temas que, simplemente, debería considerar ridículos. Sus ojos brillaban con aquella luz que les otorgaba la curiosidad cada vez que él le lanzaba una idea que debería haberla contrariado o dejado sin habla y, en cambio, ella lo asaltaba con una nueva pregunta en cada ocasión.
Había hecho un gran esfuerzo para no perderse en la oscura mirada de Luz durante todo el almuerzo, pero, le resultó incluso más difícil medir sus palabras, para poder seguirle el juego, sin decir nada que provocara que ella acabara pensando que estaba completamente loco cuando comenzó a preguntarle sobre el Paraíso, Cristo y sus propias creencias. Posteriormente, toda su determinación pareció insuficiente cuando, al querer dar por terminada la conversación y evitar así delatarse, sintió la oleada de decepción de Luz golpearlo, atravesando su espíritu. Se descubrió deseando poder darle a aquella mujer cualquier cosa que deseara, lo que fuera. Todo, excepto lo que quería. No estaba dispuesto a correr ningún tipo de riesgo a ese respecto, aunque sintiera la necesidad de hablar abiertamente con ella, dejar que sus preguntas la llevaran a la respuesta que, sabía, de ninguna manera quería oír.
Decidió llevarla a los rincones más sorprendentes y menos conocidos de Salamanca, contarle todas las viejas leyendas de aquella ciudad, y deleitarse con la expresión de su rostro con cada pequeña novedad, cada mínimo detalle descubierto y con cada una de aquellas historias. Realmente la curiosidad de Luz parecía no tener límite. Sabía que ella estaba disfrutando enormemente con el paseo por la ciudad y los pequeños secretos que él le descubría, y cuando la noche los sorprendió, entretenidos contemplando los detalles del templo circular de San Marcos, Ángel sintió como lo atravesaba la desilusión de Luz porque aquella jornada estuviera llegando a su fin. De inmediato, se asombró al descubrir en él mismo idéntica sensación. Comprendió que aún no quería separarse de ella, y se dispuso a cometer la que sabía que era la segunda insensatez en menos de un día por aquella mujer.
—Desde el atardecer y hasta la medianoche hay un bonito espectáculo audiovisual en la Cueva del Diablo —dijo, y cualquier rastro de duda que aún albergara su espíritu maldito se esfumó cuando sintió como la desilusión de Luz se convertía rápidamente en alivio al escuchar sus palabras—. Estoy convencido de que te gustará.
—Será un cambio agradable.
Luz respondió francamente animada, pero él notó cómo su alma se sobrecogía al recordar las consecuencias de su última visita a la cueva. No podía pasarle nada mientras estuviera con él, se repitió, sintiendo a su vez la misma inquietud que había nacido en ella, y que le decía que no debía llevarla a la maldita cueva. Pero había decidido ignorar su intuición para satisfacer sus deseos, y ya era demasiado tarde para rectificar. Al fin y al cabo, pensó, era un ser esencialmente egoísta, y quiso maldecirse por ello.
Mientras caminaban por la ciudad, iluminada ya únicamente por las farolas, sintió más próxima la etérea presencia de Rafael. Había tratado con todas sus fuerzas de ignorar al arcángel que los había estado siguiendo durante toda la tarde, aunque se hubiera dignado, al menos hasta aquel momento, a mantener una distancia prudencial. A pesar de todo, tal y como se iban acercando a los restos de lo que fuera la Iglesia de San Cipriano, bajo cuyo ábside había estado la famosa cueva, sintió un extraño alivio al notar la cercanía de Rafael. Notó que el arcángel también estaba inquieto, y se concentró en seguir conversando con Luz, que le hablaba de la leyenda de Enrique de Villena y su encierro en la torre que llevaba su nombre. La súbita presencia a su derecha de Asmodeo, que había abandonado de nuevo su forma corpórea, lo distrajo una vez más, poniéndolo en alerta cuando leyó la mente del diablo y encontró la misma inquietud que él y el arcángel que lo seguía sentían, sin motivo aparente alguno.
Al llegar a la cueva un buen número de turistas ya se habían acomodado en bancos o en el suelo para contemplar el espectáculo. Había más gente de la que pensaba encontrar y se alegró de que Rafael se situara, no sin quejas por la proximidad de Asmodeo, a la izquierda de Luz. Entre la multitud distinguió, mezclados entre los humanos, a Belial y a Semyazza, tan alterados como él mismo. Fuera lo que fuera que estuviera ocurriendo, no le gustaba en absoluto. Podía sentir la electricidad que cargaba el ambiente y la inquietud de los suyos. Se concentró en la multitud, mientras trataba de prestar el máximo de atención posible a Luz, pero no fue capaz de detectar la presencia de ningún otro ser sagrado que no fuera Rafael. Lo que estuviera a punto de suceder poco o nada tenía que ver con los arcángeles y sus juegos, pensó, al tiempo que automáticamente llevaba la mano a la espada, justo antes de darse cuenta de que aquel era el último lugar en el que quería dar un espectáculo. O, para ser exacto, Luz era la última persona que quería que presenciara una escena como aquella. Suspiró y trató de dedicarle a la mujer que tenía al lado su mejor sonrisa mientras apoyaba una mano sobre su hombro. Al menos, pensó, podría protegerla mejor si la tenía cerca.
Luz estaba calmada e intrigada por el espectáculo que iban a presenciar. Eso lo tranquilizó e hizo que se sintiera un tanto menos inquieto durante un instante, hasta que un grupo de hombres, que avanzaba con brusquedad entre la multitud allí acomodada, llamó su atención. Tenía puestos todos sus sentidos en el lugar y era evidente que, fueran cuales fueran, las intenciones de aquellos humanos, que rezumaban rabia y venganza, poco o nada tenían que ver con el espectáculo para turistas. Hizo una discreta señal con la cabeza a Asmodeo para que se acercara a comprobar qué hacían aquellos hombres tan cerca de la entrada de la cueva, pero el ángel caído no tuvo tiempo de cumplir su orden. De pronto, salió disparado hacia el centro de la aglomeración de gente y él sintió, como un rayo que lo atravesaba, la ira del diablo a la vez que notó como Rafael lo seguía de inmediato.
Al igual que los humanos que estaban allí, él no podía ver a los dos seres etéreos que habían atravesado el aire desenvainando sendas espadas, pero sí pudo oír el tremendo trueno que provocaron al chocar contra otras dos espadas y sentir la terrible energía que descargaron. Afortunadamente, el estruendo coincidió con el inicio del espectáculo, y todos los que se habían reunido en la plaza para contemplarlo aplaudieron intensamente ante lo que creían que era parte del show audiovisual que habían ido a disfrutar. Todos menos Belial y Semyazza, que contemplaban el cielo estrellado con rabia, deseando observar algo que no podían ver, y él mismo, que sentía como todos sus músculos se habían contraído por la anticipación de la batalla. Cuando identificó la más intensa de las dos nuevas presencias que habían provocado la lucha, atrajo aún más hacia él a Luz, que aplaudía impresionada por lo que creía que eran unos increíbles efectos sonoros, cada vez más intensos y continuados. Los golpes eran terribles, y se maldijo a sí mismo en silencio por haberla llevado a aquel lugar, por no poder hacer nada para protegerla, más allá de lo que ya hacía, y, sobre todo, por haber permitido con su ausencia que Legión se hiciera tan poderoso que intentara desafiarlo de aquella manera.
No sabía cómo era posible que no hubiera sentido antes su presencia, ni por qué tampoco la habían notado ni sus generales ni Rafael. Aquel maldito demonio se creía lo suficientemente poderoso como para enfrentarse a él y, seguramente, era ahora mucho más fuerte de lo que él mismo había estado dispuesto a considerar. Lo peor de todo era que no podía hacer nada para darle su merecido. En aquel momento no podía permitirse ni contemplar la lucha que tenía lugar delante de sus narices y, ante todo, no podía dejar a Luz desprotegida. Los turistas aplaudían con cada nuevo golpe, más fuerte y atronador que el anterior, que se entremezclaban con la música habitual del espectáculo. Y sumaron gritos de entusiasmo a la ovación cuando una lengua de fuego atravesó el cielo, y se difuminó en millones de pequeñas chispas, similares a estrellas fugaces. Su espíritu se sobrecogió cuando lo azotó la aumentada rabia de Asmodeo, y todo su ser se tensó cuando sintió que Rafael se dejaba cegar por una ira que, por su propia naturaleza, no debería sentir en absoluto. Con todas sus fuerzas trató de prestar atención a Luz y parecer despreocupado, aunque toda su concentración estaba puesta en la mente de Asmodeo para seguir la batalla. El ángel caído estaba totalmente concentrado en su combate y Ángel apenas podía ver en la mente del diablo más que los golpes que esquivaba y asestaba con maestría. En cualquier otra circunstancia aquel combate le hubiera parecido un espectáculo de lo más entretenido, pero no en aquel momento, no allí y, por supuesto, no poniendo en peligro a Luz. Finalmente, un relámpago dorado quebró el cielo estrellado, a la vez que un terrible estrépito resonaba en la noche. Oyó en su mente las maldiciones de Asmodeo y no pudo evitar reír con ganas, casi por encima del ruido de los aplausos ensordecedores del público enloquecido por el espectáculo que, ignorantes del peligro, acababan de presenciar, cuando comprobó que había sido la espada de Rafael la que había atravesado a Legión, haciendo que se fundiera con el aire.
Inconscientemente, apretó de nuevo a Luz contra su cuerpo, dejándose llevar por la repentina alegría, mientras salía de la mente de Asmodeo, que se quejaba de la ineptitud del arcángel. Sabía que el diablo tenía razón. La espada de Rafael, tan efectiva contra ángeles caídos y otros condenados, no podía causar un daño permanente a los demonios creados en este mundo, como Legión o el otro insurrecto que lo acompañaba, y que había conseguido escapar entre la confusión. Pero, en aquel momento, a él eso lo traía sin cuidado. Rafael le había dado un escarmiento a un demonio más poderoso de lo que el propio arcángel creía, y ya habría tiempo para ajustar cuentas con Legión.
—No me habías dicho que también había fuegos artificiales —dijo Luz, riendo animada, junto a él, que se sorprendió de su proximidad al bajar la vista para mirarla.
—Te puedo asegurar que no tenía ni idea —susurró, dejándose atrapar por su mirada—. ¿Te ha gustado?
Luz asintió, repentinamente seria, y él se sintió atrapado por la fuerza más poderosa que jamás hubiera sentido. Estaba perdido en la oscuridad de los ojos de Luz, a la vez tan negros y tan luminosos, que podrían haber contenido todo el universo en su interior. Todo el mundo desapareció a su alrededor en el momento en que, definitivamente, dejó de resistirse a la fuerza que lo arrastraba, y se sorprendió cuando no le importó en absoluto cerrar los ojos, y privarse de la belleza de la mirada de Luz, para fundirse en el cielo de sus labios.
Mientras Ángel la besaba, Luz notó como en su interior crecían emociones que jamás había sentido. Todo su cuerpo se estremeció al sentir el firme pecho de Ángel contra el suyo cuando él, súbitamente, estrechó aún más su abrazo, a la vez que aumentaba la violencia de aquel beso, que hacía que su corazón se conmoviera, y que bien podría haber hecho que perdiera el sentido, mientras se dejaba llevar por un placer como nunca había imaginado. Quiso protestar cuando Ángel, suavemente, liberó su boca, pero cualquier queja se desvaneció al ver que aquellos hermosos ojos verdes brillaban con una intensidad que no creía posible, y sólo pudo apoyar la cabeza contra su pecho, mientras él acariciaba suavemente su pelo, aún sin soltarla de su firme abrazo. Ángel respiraba entrecortadamente y ella sonrió cuando se dio cuenta de lo alterada que estaba su propia respiración.
—Es tarde, deberíamos ir al hotel.
La voz de Ángel fue suave, casi como un susurro, pero a la vez más profunda de lo normal. Ella se limitó a asentir mientras dejaba que él, manteniendo un brazo alrededor de su espalda y atrayendo firmemente su cuerpo contra el suyo, la condujera por las calles de Salamanca, que, en aquel momento, le parecieron aún más bonitas y tranquilas.
Caminaron en silencio, abrazados, mientras Luz trataba de averiguar qué eran todas aquellas emociones que ese hombre, que en aquel momento la acariciaba suavemente, había despertado en su interior. No tenía ni idea de qué le estaba pasando, sentía su propio cuerpo como nunca antes lo había hecho, igual que si acabara de despertar de un profundo sueño o tuviera un nuevo sentido que le permitiera notarlo todo con mayor intensidad. Estaba confundida, pero, en cualquier caso, era agradable, y si de algo estaba segura era que no quería separarse de Ángel. Sin importar lo que fuese lo que él le había hecho, ella quería más.
Notó como el cuerpo de Ángel se tensaba cuando llegaron ante el hotel. Toda la tranquilidad de aquel paseo pareció quedar hecha añicos de repente, y sintió como la mano que él mantenía apoyada en ella con suavidad se cerraba con firmeza sobre su hombro. Siguió la mirada de Ángel, fija en un hombre que permanecía de pie, fumando, frente a la puerta de su hotel, y creyó ver otra vez en sus ojos esa sombra que la inquietaba. Quiso preguntarle qué sucedía, pero le pareció ver como él hacía un gesto casi imperceptible hacia el extraño en señal de reconocimiento, y no se atrevió a expresar en voz alta su preocupación. Volvió a mirar al desconocido y una sensación helada recorrió su espalda. Algo en aquel hombre le resultaba amenazante, a pesar de que por su postura pareciera relajado, apoyado despreocupadamente en el capó de un coche. Se fijó en sus pantalones tejanos, rasgados en las rodillas, que a pesar de ser holgados permitían percibir la imponente musculatura de las piernas que cubrían, y en la camiseta negra que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, delatando descaradamente un torso en extremo desarrollado. Era más bajo que Ángel, y parecía algo más joven, tal vez por su indumentaria y el pelo, rubio, que caída desordenado a ambos lados de la cara, ocultándola parcialmente. Ángel se detuvo ante la puerta del hotel, y ella no pudo disimular las dudas que sentía.