Se tranquilizó un poco. Seguro que los chavales se habían ido corriendo al oír el coche patrulla.
Miró su reloj: casi las nueve y cuarto. Hazen ya debía de estar en el despacho, preparando la incursión de las diez. Tad había cumplido escrupulosamente su deber, y no había encontrado nada. Quedarse era perder el tiempo. Se propuso pasar por casa de Smit Ludwig antes de volver a la oficina.
Justo cuando se disponía a marcharse, y ya estaba de espaldas, oyó el ruido.
Prestó atención, y volvió a oírlo: una especie de risita que parecía salir de la sala de sangrado, sometida a una extraña distorsión por el suelo de acero inoxidable y las paredes de azulejos.
¡Pero… si se habían escondido dentro!
Orientó la linterna hacia la puerta abierta de la sala de sangrado. La cinta transportadora salía de encima, por un hueco de grandes dimensiones. Estaba erizada de ganchos, que brillaban intermitentemente a la luz de la linterna y proyectaban sombras amenazadoras en la entrada.
–Bueno, venga –dijo–, salid todos ahora mismo.
Otro bufido.
–Contaré hasta tres, y como no salgáis os caerá un puro. Os lo prometo.
¡Qué tontería estar perdiendo el tiempo así, en pleno aviso de tornado! Se iban a enterar. Ahora ya estaba seguro de que eran chusma de Deeper.
–Uno.
No hubo respuesta.
–Dos.
Esperó, pero al otro lado de la puerta entreabierta todo era silencio.
–Tres.
Caminó decidido hacia la puerta, con pasos que resonaban en el lustroso suelo de baldosas, y dio una patada para abrirla del todo. El vasto espacio de la fábrica multiplicó el eco del golpe al infinito.
Separando los pies, recorrió la sala de sangrado con la luz de la linterna, que se reflejó en el acero pulido, el desagüe redondo del centro y los azulejos de las paredes.
Nada. Se plantó en el centro de la sala y se dejó envolver por el olor a lejía.
De pronto oyó algo encima de su cabeza, y levantó la linterna. Era un ruido brusco y metálico. Los ganchos que colgaban de la cinta empezaron a saltar y columpiarse como locos. La luz de la linterna descubrió justo a tiempo una silueta oscura que corría por la cinta y desaparecía por el agujero de encima de la puerta.
–¡Eh, tú!
Corrió hasta la puerta y enfocó la linterna. Nada, solo la cinta temblando hacia la oscuridad.
Esta vez no se andaría con contemplaciones. Pensaba encerrarlos, para que aprendieran.
Siguió iluminando la cinta, que no había dejado de oscilar. Al parecer, los chicos habían corrido por ella hasta cruzar una cortina de tiras de plástico y meterse en la siguiente estructura, un compartimiento de acero inoxidable de grandes dimensiones. La escaldadora.
Avanzó con pies de plomo. Las tiras de plástico que tapaban la entrada de la escaldadura aún se movían un poco.
Bingo.
Rodeó la escaldadora. La cinta salía por el otro lado, estrecha y negra, pero las tiras de plástico del extremo contrario no se movían.
Los tenía atrapados.
Retrocedió unos pasos e iluminó alternativamente los puntos de entrada y salida de la escaldadora. Adoptó un tono firme, pero sin gritar.
–A ver, chavales… Que hayáis entrado sin permiso y forzando la puerta ya es bastante grave, pero como no salgáis ahora mismo se os acusará de resistencia a la ley, y de muchas más cosas; conque no esperéis ni la condicional, ni servicios a la comunidad, ni nada: os meterán en la cárcel y punto. ¿Lo entendéis?
Tras el silencio inicial, alguien murmuró dentro de la escaldadora.
Tad se inclinó para oírlo mejor.
-¿Qué?
Los murmullos se convirtieron en una especie de cantinela. En todo ello había una especie de ceceo raro, como de una lengua y unos labios babosos haciendo pedorretas.
Se estaban burlando de él.
En un arrebato de rabia y humillación, dio una patada a la escaldadora. El impacto en la plancha de acero resonó y se multiplicó por el espacio enorme e invisible de la fábrica.
–¡Que salgáis!
Respiró dos veces, y después, con rapidez, se agachó y cruzó las tiras de plástico que tapaban la entrada de la escaldadora, teniendo cuidado de no darse un golpe en la cabeza con los ganchos que colgaban de la cinta. Al pasear la luz de la linterna por las paredes internas del compartimiento, entrevio a alguien corriendo por la cinta y cruzando el agujero de la pared del fondo. Ni su tamaño ni su paso torpe eran normales. Debían de ser las imágenes solapadas de dos chicos corriendo. Sin embargo, lo que no tenía nada de torpe era la velocidad de la huida. El fugitivo saltó de la cinta justo donde empezaba la oscuridad. Tad oyó un impacto, seguido por el ruido de unos pies corriendo muy deprisa hacia el fondo de la fábrica.
–¡Parad! –exclamó.
Rodeó la escaldadora y salió en su persecución, con la mancha amarilla de la luz de la linterna dando saltos por delante. La forma oscura esquivó la desplumadora y subió por la escalera de emergencia, hacia la sala de evisceración. Después cruzó corriendo la plataforma elevada y desapareció tras un manojo de mangueras hidráulicas.
–¡Os he dicho que paréis! –gritó Tad hacia la oscuridad.
Subió por la escalera con la pistola en la mano, y se lanzó por la pasarela metálica.
Al pasar junto a las mangueras, algo invadió su campo de visión. Al mismo tiempo sintió un golpe muy fuerte en su antebrazo, que le hizo gritar de sorpresa y dolor. La linterna salió disparada de su mano, se deslizó por el suelo y rodó por la plataforma elevada. Su impacto en el cemento fue el preludio de un ruido de cristales, que hizo reinar la oscuridad.
Fuera se oía el gemido del viento, y el repiqueteo del granizo en el tejado.
Tad se puso en cuclillas, apuntando a oscuras, mientras sentía pinchazos en el antebrazo izquierdo. ¡Qué dolor! No podía apretar el puño ni mover los dedos. Tenía la impresión de que el dolor crecía imparable, hasta abrasarle todo el brazo.
Se lo había roto, el muy hijoputa, y de la peor manera. Roto de un simple golpe. Contuvo un sollozo y apretó la mandíbula.
Prestó atención, pero solo se oía la tormenta al otro lado de los bloques de cemento.
¡Qué coño va a ser un crío!
El dolor, y la oscuridad repentina, habían borrado cualquier rastro de rabia o humillación. Ahora lo único que quería era salir.
Mientras se esforzaba por ver algo, trató de recordar por dónde se salía. La fábrica era enorme, hasta el punto de que sin luz sería muy difícil encontrar el camino. Quizá fuera mejor quedarse donde estaba sin hacer ruido ni moverse, hasta que pasara el apagón.
No, imposible. Tenía que moverse. Tenía que correr a alguna parte, a donde fuera.
Vete. Vete y ya veremos.
Cuando estuvo de pie, con la pistola desenfundada y el brazo roto colgando, quiso volver a tientas hacia la escalerilla. Casi no se atrevía a respirar, por miedo a recibir otro golpe surgido de la oscuridad. Un paso, tres, cinco…
Su codo chocó con algo invisible.
Con la punta de la pistola tocó una superficie irregular y escamosa. ¿Eran las mangueras de alta presión? No lo parecían. Parecía otra cosa.
Pero no había nada que cuadrase con aquella textura, al menos en la sala de evisceración.
Se mordió el labio, y reprimió un sollozo de pánico.
Actuaba así por culpa de la oscuridad. No estaba acostumbrado a no ver nada. Quizá pudiera orientarse con un disparo. No perdía nada con un tiro al techo.
Levantó la pistola y apretó el gatillo.
El fogonazo iluminó a una figura que lo miraba muy cerca, sonriendo. Era una imagen tan inesperada, tan extraña y tan horripilante que Tad ni siquiera pudo gritar.
Lo hizo por él la figura: un alarido ronco y gutural de sorpresa y de rabia por el disparo.
Tad echó a correr. Cuando encontró la escalerilla, estuvo a punto de rodar por ella, y se dio varios golpes con unos barrotes en las rodillas. Cerca del final se le enredaron los pies y cayó estrepitosamente sobre su brazo roto. Entonces descubrió que podía gritar, no solo de dolor, sino de miedo. Lo único bueno era que volvía a estar en la planta principal de la fábrica. Se levantó como pudo, entre náuseas de dolor y sollozos de miedo, y al correr sufrió otro tropiezo, aunque no llegó a caer. Entonces se dio cuenta de que su mano asía aún desesperadamente el arma. Podía usarla, y lo haría. Disparó dos veces seguidas a ciegas. Cada fogonazo revelaba que la cosa corría en su persecución, con la boca rosada muy abierta y los brazos extendidos.
–¡Muh!
No bastaba con disparar a tontas y a locas. Había que apuntar. Dos balas, dos destellos que mostraron a la cosa cada vez más cerca. Tad retrocedió sin dejar de gritar, y disparó otras dos veces con las manos temblando incontrolablemente.
–¡Muh! ¡Muh!
Casi la tenía encima. No podía permitirse otro fallo. Apuntó y disparó a bocajarro.
El percutor chocó con el tambor vacío. Buscó a tientas el cargador de repuesto, pero justo entonces recibió otro golpe fortísimo en la barriga y cayó sin poder respirar, mientras el arma resbalaba por el suelo. El tercer golpe cayó en el brazo que sostenía la pistola. Mientras recuperaba la respiración, Tad aleteó y dio patadas como loco en un esfuerzo por retroceder a rastras, pero se lo impedían los dos brazos inutilizados.
–¡Muh! ¡Muh! ¡Muh!
Chilló otra vez, y se retorció de espaldas como un desesperado dando patadas en la dirección del ruido.
Entonces la cosa se apoderó de una pierna en movimiento, y Tad sintió una presión tremenda en el tobillo. Algo cedió, acompañado por el crujido de un hueso. El suyo.
Inmediatamente después sintió un peso enorme en el pecho, mientras algo duro y rasposo le cogía la cara. Olía a tierra y moho; también a algo menos pronunciado, pero muchísimo peor. Al principio parecía un gesto suave, una presión reconfortante.
Pero solo hasta que esa presión se volvió poderosa e implacable. Entonces, con una rapidez feroz, Tad sintió que le giraban toda la cara hacia el suelo.
Algo crujió e hizo clic. Una llamarada en la base de la nuca. Y la terrible oscuridad se volvió tan luminosa, tan, tan luminosa…
Corrie yacía en la pútrida oscuridad. Aquella negrura atroz y de-sorientadora hacía imposible calcular el tiempo que había transcurrido desde que se había marchado «él». ¿Una hora? ¿Un día? Parecía una eternidad. Le dolía todo el cuerpo, y el cuello, donde se lo había estrujado.
Pero no la había matado. No había sido su intención, sino torturarla. Aunque en el fondo la palabra «tortura» no parecía la más indicada. Se habría dicho que jugaba con ella, un juego horrible, inexplicable…
Sin embargo, era inútil hacer conjeturas sobre el asesino. Corrie no tenía ningún poder de comprensión sobre algo tan excepcional, extraño y ajeno a su experiencia personal. Se recordó que nadie la rescataría de aquel laberinto de cavernas, donde, para empezar, nadie sabía que estuviera. Para vivir, debía tomar alguna iniciativa antes de que regresara.
Hizo otra tentativa de aflojar las cuerdas, pero solo le sirvió para arañarse las muñecas. Se las habían atado mojadas. Los nudos eran duros como nueces.
¿Cuándo volvería? Pensarlo despertó una ola de pánico.
Contrólate, Corrie.
Se quedó un rato sin moverse, concentrada en respirar. Luego, lentamente, con las manos atadas en la espalda, se arrastró y rodó por el suelo inclinado de la cueva. Descubrió que era relativamente liso, con la excepción de una serie de afloraciones rocosas. Procedió a palpar una de ellas con mayor atención. Quizá fueran cristales.
Adoptó la postura adecuada con las piernas y dio una patada muy fuerte a las piedras, que partió con un ruido muy seco.
Sus dedos entumecidos exploraron hasta encontrar un filo. Entonces, con gran dificultad, se puso encima, aplicó las manos y empezó a frotar las cuerdas.
¡Qué dolor! La zona de las cuerdas estaba en carne viva. Mientras movía las manos arriba y abajo, sintió cómo le resbalaban gotas de sangre por las palmas. Casi había perdido toda la sensibilidad de los dedos.
Pero siguió frotando, cada vez ejerciendo más presión. La cuerda húmeda resbaló, provocando que el filo de piedra le cortara las manos.
Contuvo un grito y siguió frotando. Siempre era mejor quedarse sin manos que muerta. Al menos la cuerda empezaba a deshilacliarse. Si conseguía quitársela…
¿Qué? ¿Qué haría?
¿Y él? ¿Cuándo iba a volver?
Tuvo un escalofrío, que estuvo a punto de convertirse en un temblor incontrolado. El frío, el entumecimiento, la humedad… Nunca había estado tan mal. Parecía que aquel olor lo impregnara todo. Se la notaba en la lengua y la nariz.
Concéntrate en la cuerda.
Volvió a frotar, a resbalar, a cortarse… pero seguía frotando entre sollozos, más fuerte cada vez. El hecho de que ya no se notara los dedos fue un acicate para frotar aún más.
Aunque pudiera soltarse, ¿qué haría sin luz? No tenía cerillas ni mechero. De todos modos, con luz o sin ella, la había llevado tan al fondo de la caverna que no estaba segura de poder encontrar el camino de vuelta.
Llorando, volvió a aplicar la cuerda al filo y la restregó con la piedra. Lo desesperado de la situación tuvo el efecto perverso de dar más fuerza a sus extremidades.
De repente tenía las manos sueltas.
Se echó en el suelo jadeando, y en ese momento el dolor invadió sus manos y dedos como mil alfileres. Sintió que la sangre circulaba con mayor libertad bajo su piel.
Quiso mover los dedos, pero, como no podía, se tumbó de lado y se frotó un poco las palmas. Al segundo intento de mover los dedos, percibió una pequeña reacción. Empezaban a recuperarse. Se incorporó lenta y dolorosamente. Luego apoyó las espinillas en el suelo, bajó los brazos y se palpó las cuerdas de los tobillos. Se los habían atado de una manera rarísima, con infinidad de vueltas y media docena de nudos bastos pero eficaces. Cuando intentó estirar la cuerda, el dolor le cortó la respiración y la dejó con las manos colgando. Quizá pudiera serrarla con la misma piedra afilada que había usado para las manos. Palpó el filo… Un ruido la interrumpió. Prestó atención, asustada. Ya volvía.
No muy lejos, las paredes de la cueva recogieron un eco de gruñidos. Parecía que arrastrase algo, algo pesado, para ser exactos.
–¡Umff!
Corrie se apresuró a esconder las manos en la espalda, y se tumbó muy quieta en el suelo frío. Aunque estuviera todo tan oscuro, prefería no arriesgarse a que él se diera cuenta de que ya no estaba atada.