Cambiando de dirección (y agachándose por si Winifred se asomaba a alguna ventana del piso de arriba), bordeó el camino de la cueva, y tardó muy poco en llegar a la puerta de hierro.
Examinó el suelo, pero no había ninguna huella. Como mínimo hacía dos días que no lo pisaba nadie. Sintió una mezcla de alivio y decepción. Si el asesino había entrado (cosa que estaba por demostrar), tenía que haber sido varios días atrás. De todos modos, la falta de huellas apuntaba que su teoría era una chorrada. En fin, no perdía nada por echar un vistazo. Ya que estaba…
Volvió a mirar atrás, y se agachó a inspeccionar el candado de la puerta de hierro. Perfecto: un modelo clásico, de los que se seguían fabricando prácticamente como hacía un siglo. Era como el de la puerta principal de la caravana, donde había hecho sus primeras prácticas, y del mismo tipo que los de los armarios del instituto. Sonrió al acordarse de la caja de caca de caballo que había dejado en el de Brad Hazen, envuelta en papel de regalo y con una tarjeta y una rosa. No sospechaba nada, el pobre.
En primer lugar tiró del candado con fuerza, para comprobar que estuviera cerrado. Era la regla número uno del oficio: no usar las herramientas sin haberse asegurado de que fueran necesarias.
Sí, estaba cerrado. Pues manos a la obra, pensó.
Se sacó del bolsillo un sobre de fieltro verde y lo desdobló con cuidado. Contenía su pequeño juego de tensores, y las ganzúas que se había fabricado secretamente en las horas de taller del instituto. Eligió el tensor que le pareció más indicado por su tamaño, y lo introdujo en el agujero ejerciendo presión en el sentido de apertura. Sabía que el arte de forzar candados consistía ante todo en descubrir los defectos mecánicos específicos del candado. El tamaño de las clavijas nunca era idéntico, sino que siempre había ligeras variaciones que se podían aprovechar. Como paso siguiente, insertó una ganzúa y sondeó con cuidado el mecanismo buscando el máximo ajuste, es decir, la clavija más gruesa. Como la primera clavija que cede al aplicarse una fuerza giratoria al candado es la más gruesa, era importante forzarlas en orden inverso de grosor. Aja. La había encontrado. Con movimientos cuidadosos de la ganzúa, la levantó hasta notar que se recogía. Entonces pasó a la siguiente clavija por orden de grosor y repitió el proceso. Así, una por una (consciente de que había que mantener la tensión), fue levantándolas hasta que la principal se retractó con un clic. Entonces estiró, y el candado cedió.
Retrocedió con una sonrisita de orgullo incontenible. No era especialmente rápida en abrir candados (ni dominaba toda la gama de técnicas), pero se las apañaba. Lástima que no fuera una habilidad del agrado de Pendergast. ¿O sí?
Después de guardarse las herramientas en el bolsillo, retiró el candado y lo dejó en el suelo. La puerta se abrió chirriando, por culpa de las bisagras oxidadas. Apenas cruzarla, Corrie vaciló y se quedó unos instantes en la oscuridad sin saber si encendía la luz o usaba la linterna. Si aparecía Winifred Kraus, la descubriría enseguida por la luz. Pensó un poco. Según el letrero, a esa hora (las tres de la tarde) ya había pasado la última visita del día. Además, estaba segura de que la última visita la había sufrido Pendergast varios días atrás. Con la tormenta a punto de caer, la vieja cotilla se quedaría en casa. Por otro lado, empezaba a ponerla nerviosa la oscuridad, que parecía respirar. Y más valía ahorrar pilas.
Palpó el muro húmedo de piedra en busca del interruptor y lo encendió.
Hacía mucho tiempo que no visitaba la caverna. Su padre la había llevado a los seis o siete años, poco antes de desaparecer. Siguió mirando la boca del túnel, y al cabo de un rato empezó a bajar por la escalera de caliza haciendo ruido con las botas.
Tras un largo descenso, la escalera terminaba en una larga pasarela de madera, rodeada de estalagmitas y estalactitas. Corrie ya no se acordaba de que fuera un sitio tan raro. De niña había estado rodeada de adultos. Ahora estaba sola en el silencio. Avanzó insegura, lamentando hacer tanto ruido con las botas en la pasarela. El techo irregular estaba sembrado de bombillas que bañaban las paredes de una luz fantasmagórica. A ambos lados había bosques de estalagmitas, como gigantescas lanzas rotas. El único ruido en toda aquella inmensidad era el de sus pasos, y el del agua goteando en la distancia.
Quizá no fuera tan buena idea haber venido.
Se sacudió la aprensión. Estaba sola. Los charcos de la pasarela tenían una capa de cieno que temblaba a su paso. Llegó a la misma conclusión que ante la puerta: por ahí no había pasado nadie en muchos días. Seguro que el último en entrar había sido Pendergast, en su visita obligatoria.
Cruzó deprisa la primera cueva y se agachó para acceder a la segunda. En el momento de entrar, recordó su nombre (la Biblioteca del Gigante), y que de niña se lo había tomado en serio. Había que reconocer que las formaciones rocosas eran muy convincentes.
Como seguía sintiéndose observada, y agobiada por la falta de luz, aceleró. Tras pasar por el Pozo sin Fondo, llegó al Estanque del Infinito, que reflejaba la luz con extrañas tonalidades verdes. Era el punto más alejado de la visita organizada, el punto en que la pasarela daba un giro de ciento ochenta grados hacia la Catedral de Cristal. Detrás, todo estaba oscuro.
Encendió la linterna y la enfocó en la oscuridad del otro lado de la pasarela, pero no vio nada. Subió a la pasarela de madera del borde del estanque. Las paredes de las cuevas por donde había pasado no contenían pasajes ni puertas. Si había algo detrás, tendría que cruzar el estanque para encontrarlo.
Se sentó en la pasarela para desatarse las botas, quitárselas, guardar los calcetines dentro y atar los cordones entre sí. Con las botas en la mano, metió un dedo del pie en el agua. Estaba increíblemente fría, y era más profunda de lo que parecía. La cruzó cuanto antes y salió al otro lado. Se había mojado las piernas. ¡Pues vaya! Dio unos pasos descalza e iluminó con la linterna la oscuridad de la base del estanque. Vio que a la derecha había un túnel. El suelo, de caliza blanda, estaba desgastado, señal de que antiguamente lo habían pisado mucho. Había encontrado el camino.
Se sentó en un montículo de caliza para ponerse los calcetines y atarse las pesadas botas. No se había acordado de ponerse unas deportivas viejas.
Se levantó y se acercó al túnel, que la obligó a agacharse; al principio tenía un metro y medio de altura, pero se iba haciendo más bajo. Por el suelo corría un poco de agua. A partir de un punto, el túnel giraba bruscamente a la derecha y aumentaba de altura.
La linterna de Corrie iluminó una puerta de hierro con un candado como el de la entrada a la caverna.«Es aquí. Debe de ser la puerta de la destilería».
Volvió a sacar las herramientas y a poner manos a la obra. Por alguna razón (la poca luz, o lo torpes y descoordinados que sentía los dedos), el segundo candado se le resistió mucho más que el primero, pero después de unos minutos reconoció el momento en que se retiraba la clavija y, silenciosamente, quitó el candado y abrió la puerta.
Se quedó en la entrada, moviendo la linterna con precaución. Tenía delante un pasadizo oscuro en roca viva, de paredes lisas y un poco fosforescentes. Lo exploró con la linterna y, cuando llevaba recorridos unos treinta metros, vio que se ensanchaba y formaba una cueva, pero sin nada en común con las de antes, ni en dimensiones ni en majestuosidad. Solo había unas cuantas estalagmitas brotando de un suelo irregular. El aire era frío, enrarecido, y con un olor anómalo. A humo. Humo viejo y algo más, algo podrido. Percibió la corriente de aire fresco que entraba por la puerta y le movía los pelos de la nuca.
Tenía que ser la vieja destilería clandestina.
Se internó en la oscuridad, y en ese momento la linterna descubrió algo al fondo: un brillo metálico apagado. Dio unos cuantos pasos. Ya lo veía. Era un alambique antiguo, una añeja reliquia digna de unos dibujos animados, con un caldero enorme de cobre sobre un trípode, y cenizas antiguas en la base. También había unos cuantos troncos amontonados en una repisa. La tapa del caldero, con su largo y sinuoso tubo de cobre, estaba en el suelo, parcialmente aplastada. Alrededor había varios recipientes y calderos de menor tamaño.
Realizó un barrido con la linterna. En un lado de la cueva había una mesa con algunos vasos, uno de ellos roto. El suelo estaba sembrado de pedazos de silla. Reconoció el as de una baraja. En una esquina había un montón de botellas y recipientes rotos, de todas las clases imaginables (botellas de vino, tarros de conserva, jarras de cerámica), y un lecho de basura mohosa. Era fácil imaginarse a los hombres cuidando el fuego, jugando a cartas, bebiendo y fumando.
Orientó la luz hacia arriba. El techo estaba tan negro que al principio no vio nada, pero empezó a distinguir estalactitas rotas, y una red de grietas por donde debía de haber salido el humo; no muy deprisa, en todo caso, porque a Corrie se le condensaba la respiración, rodeándola de una niebla que resplandecía bajo la luz de la linterna.
Se acercó al caldero y su trípode de hierro. Tenía capacidad para hervir a una persona entera, sin la menor duda. Con tanta humedad, costaba discernir si lo habían usado recientemente. ¿Era posible que la cueva conservara el olor del humo de los tiempos de la destilería? No lo vio muy claro. ¿Y qué decir del otro olor? No era exactamente un olor a podrido, sino algo peor: el mismo pestazo a jamón estropeado que en el lugar del crimen.
De repente tuvo miedo. Había venido para ver si aún estaba el alambique. Pues la respuesta era que sí. Lo más aconsejable era dar media vuelta y salir. De hecho, ahora le parecía una malísima idea haber venido.
Tragó saliva, pero volvió a decirse que, ya que había llegado tan lejos, merecía la pena dedicar otros cinco segundos a acabar el reconocimiento.
Se puso de puntillas para mirar el caldero, y cuando lo iluminó olió a rancio. Al fondo había algo casi transparente, como una concha nacarada. Era una oreja humana.
Retrocedió, sintiendo arcadas, y dejó caer la linterna en el suelo de caliza dura. El cono de luz dio vueltas perezosas por el suelo y el techo, hasta que la linterna, rodando, chocó con un rincón oscuro.
Al segundo siguiente se apagó, sumiendo la cueva en la más impenetrable oscuridad.
«Mierda,–pensó Corrie–. Mierda y mierda».
Se puso a gatas con cuidado y tanteó el suelo en la dirección de la linterna. Un minuto después, sus manos encontraron la pared de la cueva, que empezó a palpar.
La linterna no estaba.
Volvió a tragar saliva y se puso en cuclillas. Al principio pensó en buscar la salida completamente a oscuras, pero el camino de vuelta era tan largo que podía desorientarse. Luchó contra un momento de pánico. Tarde o temprano encontraría la linterna. Debía de haberse apagado por el choque con la piedra. Cuando la encontrara, la sacudiría para que volviera a funcionar y se iría pitando.
Caminó pegada la pared, primero hacia la izquierda y luego a la derecha, pero siempre a tientas.
Ni rastro de la linterna.
Quizá se hubiera equivocado de dirección. Gateó con cuidado hasta lo que creyó reconocer como el punto de partida y repitió la operación tomando el camino que le parecía haber visto seguir a la linterna; pero, por mucho que tanteara la pared y escarbara en el suelo, no la encontraba.
Volvió al centro de la sala, respirando cada vez más deprisa. Al menos le pareció que estaba en el centro. La oscuridad era tan grande que empezaba a perder la orientación.
Bueno, vale, pensó. No te muevas. Respira más despacio y contrólate. ¿Que era una chorrada haber entrado en la caverna sin linterna de repuesto ni cerillas? De acuerdo, pero la cueva donde estaba era pequeña, y solo había una entrada. ¿O no? No se acordaba de haber visto ninguna otra vía de acceso. Claro que tampoco se había fijado mucho…
Le latía tan deprisa el corazón que empezaba a costarle respirar.«Tranquila», se dijo. Era inútil seguir buscando la linterna. Además, seguro que se había roto por el impacto. Lo importante era salir y no quedarse quieta, o se congelaría. Por suerte había dejado la puerta abierta, y en las cavernas seguía encendida la luz. Solo tenía que salir de aquella cueva por el pasadizo.
«Pero qué idiota, qué idiota…»
Se orientó con cuidado hacia lo que le pareció la dirección de la salida, y empezó a moverse a gatas con la misma precaución. El suelo de la cueva era frío e irregular, lleno de piedras resbaladizas y de charcos. Aquella oscuridad daba un miedo atroz. Corrie no estaba segura de haber estado alguna vez en un sitio sin luz. Hasta en la noche más oscura había algún brillo de estrellas o de luna… Sintió que le latía el corazón aún más deprisa que antes.
De repente se dio un golpe en la cabeza con algo, y lo reconoció con la mano: era el caldero de hierro. Se había metido directamente en las cenizas.
Conque había tomado una dirección diametralmente opuesta… Bueno, al menos ya se orientaba. Ahora era cuestión de seguir la pared hasta llegar al pasadizo. Entonces seguiría a gatas con una mano en la roca, hasta la puerta de hierro. Tuvo la certeza de que a partir de ese punto sabría volver al estanque, aunque fuera completamente a oscuras. «No está tan lejos –repitió–. Ni mucho menos.»
Hizo un esfuerzo para serenarse y empezó a avanzar de rodillas con la mano izquierda en la pared: «Un paso… Para. Otro paso… Para. Tres… cuatro… cinco…». Empezó a latirle más despacio el corazón. Cuando chocó con una estalagmita, trató de visualizar su orientación en la cueva, y comprendió, aliviada, que la salida tenía que estar justo delante.
Siguió avanzando a gatas, con una mano en el suelo y la otra en la pared. «Seis, siete, ocho…»
Rodeada por la oscuridad, tocó algo caliente con la mano.
La retiró instintivamente, aunque el susto, y la sorpresa, tardaron un poco en apoderarse de ella. ¿Sería un animal de las cavernas? ¿Una rata? ¿Un murciélago? ¿O su imaginación, alimentada por la oscuridad?
Esperó. Nada se oía, nada se movía. Volvió a tender la mano y a tocarlo.
Era algo caliente, desnudo, sin pelos y húmedo.
Retrocedió, y se le escapó un gritito. Se sentía rodeada por el hedor de algo sucio e indescriptiblemente pútrido. ¿Lo que oía era su propia respiración? Sí, era ella jadeando de miedo.
Con los dientes apretados, parpadeó en la oscuridad y trató de controlar su corazón.