El misterioso inspector Pendergast se enfrenta a un nuevo caso de asesinatos en serie, esta vez en un pueblo de Kansas cuyos habitantes no se caracterizan precisamente por su hospitalidad con los forasteros. Refinado, excéntrico, metódico, siempre vestido de negro, Pendergast avanza a contracorriente en su investigación: sin duda el asesino es alguien de la comunidad, y las muertes siguen sucediéndose. Las pruebas conducen hacia unas inmensas cavernas en otros tiempos habitadas por los indios, y los asesinatos parecen obedecer a un macabro ritual, pues en la escena del crimen siempre aparecen flecas indias con un cuervo atravesado. Cuando por fin se organice la expedición a las cuevas, Pendergast descubrirá la presencia de algo terrorífico, acaso sobrenatural…
Douglas Preston - Lincoln Child
Naturaleza muerta
ePUB v1.0
NitoStrad15.03.12
Autor: Douglas Preston, Lincoln Child
Título original: Still life with Crows
Traducción de: Jofre Homedes Beutnagel
Primera edición: octubre de 2004
Douglas Preston lo dedica a Mario Spezi.
Linconl Child dedica este libro a su hija Verónica.
Medicine Creek, Kansas. Principios de agosto. Atardecer.
El gran mar de maíz amarillo se extiende de uno a otro horizonte bajo un cielo amenazador. Cuando sopla el viento, el maíz cruje y susurra como si tuviera vida propia; y, cuando el viento amaina, el maíz calla. La ola de calor ya ha entrado en su tercera semana. El aire flota encima del maíz como en cortinas temblorosas.
Hay una carretera que atraviesa los maizales de norte a sur, y otra de este a oeste. El pueblo se sitúa en el cruce de ambas. Es un cúmulo de casas tristes y grises que poco a poco se van espaciando a lo largo de las dos carreteras hasta que desaparecen por completo. Un arroyo perezoso con árboles escuálidos en sus orillas llega del noroeste, traza un meandro alrededor del pueblo y desaparece al sudeste. Es lo único curvo en un paisaje de líneas rectas. Al noroeste se eleva un grupo de colinas rodeadas de árboles.
Al sur del pueblo hay un matadero gigante, perdido en los maizales y con los flancos de metal erosionados por años de tormentas de polvo. Las caprichosas rachas de aire recogen de la planta un leve olor a sangre y fumigante y lo transportan en vaharadas hacia el sur. Más lejos, se ven despuntar en el horizonte tres gigantescos silos, como los mástiles de un gran velero extraviado en alta mar.
La temperatura se acerca a los treinta y ocho grados. Lejos, al norte, el horizonte chispea en silencio con relámpagos de calor. La altura de las plantas rebasa los dos metros, gruesas mazorcas se arraciman en sus tallos. Faltan dos semanas para la cosecha.
Cae el crepúsculo. El cielo anaranjado se tinta de rojo. En el pueblo, unas cuantas farolas parpadean y se encienden.
Un coche patrulla, blanco y negro, va por la calle principal en dirección al este, a la gran nada del maíz, clavando sus faros en la oscuridad. A unos cinco kilómetros, una bandada de buitres aprovecha una corriente térmica para dar lentas vueltas por encima del maíz. Se abaten y vuelven a elevarse en círculos interminables, regulares, inquietantes.
El sheriff Dent Hazen tocó varios botones del salpicadero, lanzando imprecaciones contra el aire tibio que salía por las rejillas. Aplicó el dorso de la mano a una de ellas, pero no enfriaba. La refrigeración se había ido a hacer puñetas definitivamente. Murmurando otro improperio, hizo girar la manecilla y arrojó la colilla al exterior. Fue como abrir la ventanilla de un horno; de golpe el coche se había convertido en un hervidero, con los típicos olores del final de verano en Kansas: tierra y tallos de maíz. Desde ahí se veían los buitres, subiendo y bajando sin descanso sobre la franja agónica de sol que emborronaba el horizonte. «Anda que no son feos, los pajarracos esos», pensó Hazen, mirando de reojo el Winchester Defender largo que llevaba en el otro asiento. Con un poco de suerte podría acercarse y enviar a dos o tres al otro barrio.
Frenó un poco y contempló la silueta negra de las aves en el cielo. «¿Se puede saber por qué no se posan?» Abandonó la carretera por una de las muchas pistas de tierra llenas de baches que surcaban los miles de kilómetros cuadrados de maizales que había alrededor de Medicine Creek, y, mientras conducía, observó el cielo hasta tener los buitres casi encima. En coche no podía acercarse más. A partir de ahí tendría que ir a pie.
Dejó el coche patrulla aparcado, y si encendió las luces fue por costumbre, más que por necesidad. Una vez fuera del coche, miró el muro de maíz acariciándose los pelos de la barbilla con una mano callosa. Las hileras iban en la peor dirección. Meterse allí iba a ser jodido. La idea de cruzar por tantas filas le daba cien patadas. Estuvo a punto de subir al coche, dar marcha atrás y volver al pueblo, pero ya era demasiado tarde. La llamada de aviso estaba registrada. La vieja Wilma Lowry no tenía nada más que hacer que mirar por la ventana e informar de dónde había animales muertos. Suerte que era la última misión del día, y la recompensa a esas horas de más del viernes por la tarde sería un largo y perezoso domingo de pesca en el lago Hamilton…
Encendió otro cigarrillo, tosió y se rascó, mirando las hileras de maíz seco y preguntándose si lo que se había internado por él, y ahora estaba muerto por la hinchazón y la gula, era una vaca. ¿Desde cuándo el sheriff tenía que ocuparse del ganado muerto? Pues desde cuándo iba a ser, desde que se había jubilado el inspector de ganado y no habían nombrado otro; para qué, si cada año había menos granjas familiares, menos ganado y menos gente. Para la mayoría, tener vacas y caballos era una concesión a la nostalgia. El condado se estaba yendo al carajo.
Pensando que ya había remoloneado bastante, suspiró, se ajustó el cinturón, sacó la linterna de la funda, se colgó la escopeta al hombro y se internó por el maizal.
Ya era tarde, pero nada, que no refrescaba. La luz de la linterna parpadeaba en los tallos, que se sucedían como los barrotes de una cárcel infinita. La nariz de Hazen se llenó de olor a tallos secos, aquel olor tan peculiar a podrido que llevaba grabado en lo más hondo. La tierra estaba tan reseca que al pisarla se levantaba polvo. La primavera había sido lluviosa., y el sol de verano, hasta hacía unas semanas, benévolo. Los tallos le pasaban unos treinta centímetros, altura que pocas veces recordaba haber visto. Parecía mentira que la tierra negra se convirtiera tan deprisa en polvo en cuanto dejaba de llover. De niño se había metido corriendo por un campo de maíz para huir de su hermano mayor, y se había perdido. Dos horas. Recordó lo desorientado que se sintió. Entre las filas de maíz olía a cerrado; era un aire caliente, fétido y que producía picores.
Dio una larga calada al cigarrillo y siguió Apartando con irritación las pesadas mazorcas. Como el campo era de una empresa de Atlanta (Buswell Agricon), le daba igual estropearlo un poco. Dentro de dos semanas aparecerían en el horizonte las cosechadoras gigantes de Agricon y empezarían a segar el maíz, llenando las tolvas con media docena de chorros de grano. Luego los camiones se llevarían el maíz al grupo de silos enormes que se veían al norte, y de ahí lo repartirían en tren desde Nebraska a Missouri, para ser engullido por reses atontadas y castradas que a su vez serían transformadas en solomillos bien gordos y con vetas, alimento para gilipollas con pasta de Nueva York y Tokio. A menos que se tratara de uno de esos campos de gasohol cuya cosecha no servía como alimento humano ni animal, sino que se quemaba en motores de coche. Qué mundo.
El sheriff se abría camino sin contemplaciones, fila a fila. Ya se le había congestionado la nariz. Justo después de tirar el cigarrillo, pensó que habría sido conveniente apagarlo. Bah; total, si se quemaban algunos miles de hectáreas de maíz, Buswell Agricon ni se enteraría. Seguro que los ejecutivos nunca habían puesto el pie en un maizal.
Hazen, como casi todos los habitantes de Medicine Creek, procedía de una familia de granjeros que ahora se dedicaban a otra cosa por haber vendido sus tierras a empresas como Buswell Agricon. La población de Medicine Creek llevaba más de medio siglo en declive, y las grandes plantaciones de maíz habían quedado punteadas por granjas abandonadas con ventanas sin cristales, como órbitas muertas mirando el océano vegetal. Hazen era de los pocos que se había quedado, aunque no por amor a Medicine Creek, sino porque le gustaba el uniforme, y que lo respetasen. Le gustaba el pueblo porque lo conocía a fondo, hasta la última persona, el último rincón oscuro y el último secreto inconfesable. No se imaginaba viviendo en otro sitio. Era tan inseparable de Medicine Creek como Medicine Creek lo era de él.
De repente se detuvo y paseó la luz de la linterna por los tallos. El aire polvoriento olía algo más. Era el aroma de la descomposición. Miró hacia arriba. Los buitres volaban muy alto, justo encima de su cabeza. Faltaban menos de cincuenta metros. El aire estaba calmo, y el silencio era total. Desenfundó la pistola y avanzó con más cuidado.
El olor a descomposición flotaba cada vez más dulce entre los tallos. Hazen vio un claro justo delante. Qué raro. El día se había despedido con una llamarada final. Ya era de noche.
Levantó la escopeta y quitó el seguro con el pulgar, antes de cruzar la última fila que lo separaba del claro. Al principio no entendía nada de lo que veía. La comprensión llegó de golpe.
Al chocar con el suelo, la escopeta disparó una carga de balines que casi rozaron la oreja de Hazen, pero el sheriff apenas se dio cuenta.
Dos horas después, el sheriff Dent Hazen seguía aproximadamente en el mismo sitio, pero el maizal se había convertido en el inmenso escenario de un crimen. El claro estaba rodeado por lámparas portátiles de vapor de sodio, que lo bañaban todo con su luz blanca y cruda, mientras un generador zumbaba entre el maíz. Los policías del estado habían despejado una vía de acceso, con una zona de estacionamiento donde, sumando coches patrulla, camionetas de los del departamento de pruebas y ambulancias, ya eran varios los vehículos aparcados. Dos fotógrafos iluminaban la noche con sus flashes, y un agente se paseaba en cuclillas por las inmediaciones removiendo el suelo con sus pinzas.
Al mirar a la víctima, Hazen empezó a marearse. Era el primer asesinato de su vida. El último asesinato en Medicine Creek había sido en la época de la Ley Seca, cuando le habían pegado un tiro a Rocker Manning en el río justo en el momento en que estaba comprando una partida de whisky casero. ¿En qué año? ¿El 31? El responsable de los trámites, y de la detención, había sido su padre, pero nada que ver. Aquello era otra cosa. Aquello era una jodida barbaridad.
Dio la espalda al cadáver para observar la vía de acceso, abierta en el maizal para ahorrar medio kilómetro a los policías. Había muchas posibilidades de que por culpa de ella se hubieran perdido pruebas. Hazen se preguntó si era el procedimiento estándar de los policías del estado; suponiendo que hubiera algún procedimiento, porque hasta entonces todo había tenido cierto aire a improvisación, como si los agentes estuvieran tan impresionados por el crimen que decidieran sobre la marcha.
El sheriff Hazen no tenía en gran estima a los policías del estado. ¿Qué eran, en el fondo, sino una pandilla de capullos que iban de duros y siempre tenían las botas como espejos? Pero eso no quitaba que pudiera entender su reacción. Algo así no lo había visto nadie. Encendió otro Camel con la colilla del anterior, y se recordó que en realidad no era su primer asesinato, pues él no pintaba nada. Aunque hubiera encontrado el cadáver, estaba fuera del municipio, y por lo tanto de su jurisdicción. El trabajo correspondía a los policías. ¡Menos mal!