–Estoy impaciente por ver los principales monumentos.
–¿Se ha drogado o qué? Aquí, lo único que hay que ver es gente gorda, edificios feos y maíz.
–Descríbamelos.
Corrie sonrió.
–Usted manda. Nos acercamos al bonito pueblo de Medicine Creek, en el estado de Kansas, con una población de trescientos veinticinco habitantes en vertiginoso descenso.
–¿Por qué?
–¿Lo pregunta en serio? Hay que estar muy mal de la olla para quedarse en un pueblo así.
Se quedaron callados.
–Señorita Swanson…
-¿Qué?
–Veo que las insuficiencias, por no decir defectos, de su proceso de socialización la han convencido de que las palabras malsonantes dan más fuerza al lenguaje.
Corrie tardó un poco en analizar sintácticamente la frase.
–«Olla» no es una palabra malsonante.
–Depende de la acepción.
–Shakespeare, Chaucer y Joyce usaban palabras malsonantes.
–Veo que me las tengo con una persona de cierta instrucción. También es cierto que Shakespeare escribió: «En una noche como esta, mientras los suaves céfiros besaban cariñosamente a los árboles silenciosos; en una noche como esta, a lo que pienso, Troilo escaló las murallas de Troya y exhaló su alma en suspiros frente a las tiendas griegas, donde Crésida dormía».
Corrie miró a su pasajero, que seguía con los ojos entornados. Decididamente, era más raro que un perro verde.
–¿Le parece que sigamos con el paseo, señorita Swanson?
Miró alrededor. Volvía a haber maizales a ambos lados de la carretera.
–Se ha acabado. Ya hemos cruzado todo el pueblo.
Al principio, como Pendergast no contestaba, tuvo miedo de que se desdijera de su oferta, y el dinero de la guantera volviera al traje negro. Por eso añadió:
–Podría enseñarle los túmulos.
–¿Qué túmulos?
–Los túmulos indios de al lado del río. Son lo único interesante de la zona. Seguro que se lo han contado. ¿No le suena de nada «la maldición de los Cuarenta y Cinco», y el resto de chorradas?
Pendergast pareció reflexionar.
–Dejemos los túmulos para otro momento. Haga el favor de dar media vuelta y cruzar el pueblo lo más despacio que pueda. No quiero perderme nada.
–No me parece lo más aconsejable.
–¿Por qué no?
–Porque el sheriff se disgustará. Le molesta que la gente se pasee en coche.
Pendergast cerró completamente los ojos.
–¿No le he dicho que del sheriff me ocupo yo?
–Bueno, bueno, usted manda.
Se arrimó al arcén, hizo una maniobra perfecta y volvió al pueblo a velocidad de tortuga.
–A su izquierda, la taberna Wagón Wheel. El dueño es Swede Cahill, un tío legal, pero no muy listo. Tiene una hija que va a mi clase y que es como una Barbie. Al Wagón Wheel se va a beber. De comida, lo máximo que tienen son salchichitas, cacahuetes, el tonel gigante de pepinillos en vinagre… ah, y bollos de chocolate. Aunque parezca mentira, tienen fama por los bollos de chocolate.
Pendergast no movía ni un dedo.
–¿Ve a la que va por la acera con un peinado a lo novia de Frankenstein? Es Klick Rasmussen, la mujer de Melton Rasmussen, el dueño de la tienda de ropa del pueblo. Vuelve de comer en el Castle Club, con los restos de un bocadillo de rosbif en el bolso para el perro. Nunca come en el bar de Maisie porque Maisie había sido novia de su marido, hace siglos, antes de que se casaran. El día que se entere del rollo de Melton con la mujer del profe de gimnasia…
Pendergast no hizo ningún comentario.
–El vejestorio que acaba de salir del Coast to Coast con un rodillo de amasar es la señora Lang. Hace treinta años un pirómano les quemó la casa, y su padre murió en el incendio. Aún no se sabe quién lo hizo, ni por qué. –Corrie sacudió la cabeza–. Algunos sospechan de Gregory Flatt, el borracho oficial del pueblo, que estaba un poco mal de la cabeza y un buen día se perdió en el maizal sin que encontraran su cadáver. Se pasaba todo el día hablando de ovnis. Personalmente, creo que cumplió su deseo y lo abdujeron. La noche que desapareció se vieron luces raras al norte. –Rió despectivamente–. Medicine Creek es el típico pueblo norteamericano con esqueletos en todos los armarios.
Esta vez Pendergast reaccionó; concretamente, entreabrió los ojos para mirar a Corrie.
–Pues sí –dijo ella–, todos, hasta la loqueras que le alquila la habitación, Winifred Kraus. Lo de la beatería es pura fachada. Su padre era contrabandista de ron, y un fanático religioso. Claro que si solo fuera eso… Dicen que Winifred, de adolescente, tenía fama de ser la vampiresa del pueblo.
Pendergast parpadeó, mientras Corrie, con una risa aguda, ponía los ojos en blanco.
–En Medicine Creek es la tónica. Vera Estrem, por ejemplo, que está liada con el carnicero de Deeper. El día que se entere su marido, correrá la sangre. Dale Estrem es el jefe de la cooperativa, y el tío con más mala leche de Medicine Creek. Durante la Segunda Guerra Mundial, su abuelo, que era alemán, se fue a su país para luchar del lado de los nazis. Imagínese la reacción del pueblo. Ya no volvió. Desde entonces la familia no ha levantado cabeza.
–No me extraña.
–También tenemos una colección de locos, como el calderero que viene una vez al año y acampa en el maizal, o como Brushy Jim, que tardó un poco demasiado en volver de Vietnam. Dicen que le tiró una granada a su propio teniente. Todos estamos esperando el día que se le fundan los plomos de una vez.
Pendergast se había vuelto a reclinar, y parecía dormido.
–En fin… Mire, la farmacia Rexall. En aquel edificio vacío estaba la tienda de música. Lo de ahí es la iglesia luterana del Calvario, del sínodo de Missouri. El pastor se llama John Wilbur y es un fósil de mucho cuidado.
No hubo respuesta por parte de Pendergast.
–Ahora estamos pasando por la gasolinera de Ernie. Ni se le ocurra dejarle un coche en el taller. El del surtidor es Ernie, el dueño. Tiene un hijo que es lo más porreta de todo Cry County, pero el padre no se entera. Aquella casa vieja de madera es la tienda de ropa que le decía, la de Rasmussen. Su lema es: «Si no lo tenemos, es que no lo necesita». A la izquierda la oficina del sheriff. Qué le voy a decir. Y a la derecha el bar de Maisie. Hace un pan de carne que se puede comer. En cambio los postres ahuyentarían a las hienas. ¡Ay!. Lo sabía. Ya viene.
Al mirar por el retrovisor, Corrie había visto el coche saliendo del aparcamiento con las luces encendidas.
–Oiga –dijo a Pendergast–, despierte, que me está haciendo señales.
Pendergast parecía profundamente dormido.
El sheriff se les pegó por detrás y puso la sirena.
–Por favor, arrímese al arcén –crepitó su voz por el altavoz de encima del coche–. Y no salga del vehículo.
Ya era como mínimo la décima vez que pasaba lo mismo. La única diferencia era tener de pasajero a Pendergast. Corrie comprendió que el sheriff no debía de haberlo visto porque estaba prácticamente tumbado. Ni la sirena ni el ruido habían hecho abrir los ojos al agente. Pensó que quizá estuviera muerto. Lo parecía.
La puerta del coche patrulla se abrió como un resorte, y el sheriff se aproximó con la porra rebotando en la cadera. Cuando apoyó las manos en la ventanilla abierta del copiloto, y metió la cabeza, la visión de Pendergast lo hizo retroceder bruscamente.
–¡Joder! –dijo.
Pendergast abrió un ojo.
–¿Algún problema, sheriff?
Corrie disfrutó con la expresión de Hazen. Se había puesto rojo como un tomate, desde los pliegues vellosos del cuello hasta las puntas de sus orejas peludas. Esperó que Brad envejeciera como su padre.
–Mire, agente Pendergast –dijo Hazen–, es que está prohibido dar vueltas por el pueblo, y Corrie es la tercera vez que lo cruza.
Se quedó callado. Era evidente que esperaba alguna explicación, pero al cabo de un rato comprendió que no la habría y se apartó del coche.
–Pueden seguir –dijo.
–Ya que se interesa por nuestros movimientos –dijo Pendergast con su hablar pausado–, le advierto que cruzaremos el pueblo por cuarta vez, y es posible que por quinta, el tiempo que tarde la señorita Swanson en enseñármelo todo. Tenga en cuenta que estoy de vacaciones.
Mientras Corrie contemplaba la expresión del sheriff Hazen (que empezaba a ser de malas pulgas), se preguntó si el «agente especial Pendergast» no sería un imprudente. En un pueblo como Medicine Creek, lo menos aconsejable era enemistarse con alguien como Hazen. Lo sabía por experiencia.
–Gracias por su preocupación, sheriff. –Pendergast se volvió hacia ella–. ¿Seguimos, señorita Swanson?
Corrie titubeó mirando al sheriff, pero acabó por encogerse de hombros y, pensando «qué más da», se apartó de la acera y pisó el acelerador con un chirrido de neumáticos, y otra nube de humo negro.
Mientras el sol se hundía en el horizonte entre nubes de sangre, el agente especial Pendergast salió del bar de Maisie con un hombre delgado que llevaba el uniforme de Federal Express.
–Me han dicho que lo encontraría aquí. No quería interrumpirle la cena.
–No pasa nada –contestó Pendergast–. Tampoco tenía mucha hambre.
–Bueno, pues si me echa una firmita se lo dejo todo en la puerta trasera.
Pendergast puso su rúbrica en el formulario.
–La señorita Kraus le enseñará dónde dejarlo. ¿Le importa que eche un vistazo?
–Usted mismo. Ocupa media camioneta.
Aparcada ante el bar, la reluciente camioneta de FedEx desentonaba con el resto de la calle, polvorienta y sin colores. Pendergast se asomó al interior. Había una docena de cajas grandes, algunas con la etiqueta
CONTENIDO PERECEDERO - PROTEGIDO EN HIELO
.
–Viene todo de Nueva York –dijo el conductor–. ¿Qué pasa, que va a montar un restaurante?
–No, es mi remesa para Maisie.
–¿Cómo dice?
–Parece que está todo. Gracias.
Pendergast se apartó del vehículo, y lo vio alejarse en el bochorno del atardecer. Sus pasos se encaminaron al este, en dirección contraria a los últimos fuegos del crepúsculo. En cinco minutos había salido del pueblo. La carretera era como una falla en los maizales.
Apretó el paso. Su objetivo era impreciso, más próximo a la intuición que a la certeza, pero sabía que la intuición es el fruto final del más sutil de los razonamientos.
Encima de los campos, flotaba el crepúsculo y volaban los cuervos. El aire traía olor a tallos de maíz y tierra. Aparecieron unos faros que aumentaron de tamaño hasta que pasó un camión enorme, con un rastro de polvo y olor a motor diesel.
Pendergast se detuvo a tres kilómetros del pueblo, en el arranque de una pista sin asfaltar que se alejaba a la izquierda entre paredes de maíz. Se internó por ella con zancadas silenciosas. El camino, cada vez más empinado, se dirigía a una oscura arboleda, en cuyo centro se agrupaban formas bajas. Eran los túmulos, recortados en el cielo del atardecer. El camino se apartaba del maíz y se convertía en sendero. Los árboles estaban delante, álamos enormes de Virginia, con grandes troncos y cortezas como piedras agrietadas. El suelo estaba sembrado de ramas rotas que parecían garras.
Al penetrar en la oscuridad de la arboleda, Pendergast miró hacia atrás. Los campos se alejaban hacia el pueblo en suave declive. A lo lejos, las farolas formaban una cruz luminosa en el oscuro mar de maíz. La planta de Gro-Bain, con su propio racimo de luces, quedaba al sur del pueblo, separada de él por el arroyo, cuya hilera de álamos serpenteaba por el panorama de maizales. Aunque a primera vista el paisaje pareciera llano, tenía suaves ondulaciones y desniveles. El punto donde estaba Pendergast era el más alto en varios kilómetros a la redonda.
La oscuridad del verano ya lo había envuelto todo, pero el bochorno estaba lejos de remitir. Algunos planetas brillaban en el cielo, que rendía sus últimas luces.
Pendergast dio media vuelta y se internó en la oscuridad de la arboleda hasta que su traje negro casi no pudo distinguirse de ella. Seguía un sendero de curso errático, entre carrascas. Medio kilómetro más lejos, se detuvo.
Tenía los túmulos justo delante.
Eran tres, bajos y anchos, dispuestos en un triángulo de seis metros de altura sobre el nivel del suelo. Dos de ellos tenían los flancos erosionados, con estratos de caliza y grandes rocas desnudas. Allí los álamos crecían más juntos, y la sombra se volvía más tupida.
Pendergast prestó atención a los sonidos de la noche de agosto. Los insectos estaban desencadenados. Alrededor de los troncos silenciosos, el rastro luminoso de las luciérnagas se confundía con los relámpagos de calor del norte. La luna creciente acababa de despegarse del horizonte, con los cuernos hacia arriba.
No se movió. El firmamento empezaba a cuajarse de estrellas, mientras aparecían otros ruidos (pasos de pequeños animales, y de pájaros). Dos ojos muy juntos brillaron fugazmente en la oscuridad. Abajo, en el arroyo, aulló un coyote, y le respondió un perro tan lejos que apenas se le oía. La luna iluminaba lo justo para no tropezar. Empezó a oírse el canto de los grillos en medio de la hierba: primero un grillo, y luego más.
Despacio, en silencio, reemprendió su camino hacia los tres oscuros túmulos. Al pisar una hoja, los grillos se callaron. Esperó a que se decidieran a continuar. Entonces se acercó a la base del primer túmulo, se arrodilló, apartó las hojas secas y hundió una mano en la tierra. Hizo rodar un puñado entre las dos y lo olió.
Cada tipo de tierra tenía su olor característico. Comprobó que era la misma que la de las herramientas del maletero del coche de Sheila Swegg. Conque tenía razón el sheriff. Había estado buscando reliquias en los túmulos. Metió un poco de tierra en una probeta, la tapó y se le guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Volvió a levantarse. La luna había desaparecido en el horizonte. Ya no se veía titilar a las luciérnagas. También fueron apagándose los relámpagos de calor, hasta que los túmulos quedaron sumidos en una profunda oscuridad.
Se desplazó del primer túmulo al segundo, hasta quedar en el centro de tres volúmenes cada vez menos perfilados. La oscuridad ya era total.
Siguió esperando. Pasó media hora. Pasó una hora.
De repente los grillos se callaron.
Esperó a que reanudaran su canto con la musculatura tensa. Sentía una presencia a su derecha, algo tremendamente sigiloso que se movía sin hacer el menor ruido, ni siquiera para unos oídos tan sensibles como los suyos. En cambio los grillos percibían vibraciones en el suelo, imperceptibles para los seres humanos.