Naturaleza muerta (11 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
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En treinta y tres años de historia de la Fiesta del Pavo, era la primera vez que el puesto de invitado de honor no recaía en nadie del pueblo, señal de lo mucho que le importaba a Medicine Creek causar buena impresión al doctor Stanton Chauncy, de la Universidad Estatal de Kansas. Era Chauncy, en efecto, quien el lunes siguiente decidiría si Medicine Creek cedía varias hectáreas para hacer pruebas con maíz transgénico, o bien…

Una voz estridente interrumpió sus pensamientos.

–¡Cómo has podido, Smit! –Al girarse, Ludwig vio a Klick Rasmussen, cuyo moño oscilaba a pocos centímetros de su hombro–. ¿Cómo quieres que sea alguien del pueblo?

Se colocó frente a ella.

–Oye, Klick, que yo no he dicho que crea…

–Si no lo crees –exclamó Klick–, ¿por qué lo has publicado?

–Porque tengo el deber de recoger todas las teorías…

–¿Y esos artículos tan agradables que siempre habías escrito? El
Courier
era un periódico tan simpático…

–Ya, Klick, pero hay noticias que no son agradables…

Klick no lo dejaba terminar.

–Si quieres escribir basura, ¿por qué no cuentas lo del agente del FBI que se pasea por el pueblo haciendo preguntas, metiéndose donde no le importa y llenándote la cabeza de tonterías? A ver, a ver si le gusta. Y encima saca el tema de los Guerreros Fantasmas, la maldición de los Cuarenta y Cinco…

–En el periódico no se decía nada de eso.

–No, explícitamente no, pero ¿qué pensará la gente, con todo eso de las flechas indias antiguas? Lo que nos faltaba, que se resucite la historia.

–Sé un poco razonable, por favor…

Ludwig retrocedió un paso. Había visto a Gladys, la mujer de Swede Cahill, que se acercaba con ganas de intervenir. Estaba siendo peor de lo que esperaba.

De repente, como por arte de magia, apareció Maisie con un delantal en su voluminoso cuerpo, y dijo:

–Klick, deja a Smitty, que suerte tenemos de que exista. La mayoría de los condados del tamaño del nuestro no tienen periódico, y mucho menos diario.

Klick retrocedió. Ludwig quedó doblemente agradecido a Maisie, porque sabía lo mal que se llevaban. Quizá Maisie fuera la única persona de la sala capaz de disuadir tan deprisa a Klick Rasmussen. Tras una mirada hostil a Ludwig, Klick fue al encuentro de Gladys Cahill, que ya estaba muy cerca, y se fueron murmurando hacia las mesas del pavo.

Ludwig miró a Maisie.

–Muchas gracias. Me has salvado.

–Yo siempre te cuido, Smit.

Maisie le hizo un guiño y volvió a la mesa de trinchar.

Al volverse en la misma dirección, Ludwig reparó en el silencio que se estaba adueñando de la sala. Todas las miradas convergían en la puerta. Ludwig hizo automáticamente lo mismo. Había una silueta negra recortada en el cielo dorado.

Pendergast.

La forma de quedarse en la puerta del agente del FBI, con el sol perfilando su adusta silueta, tenía algo inquietante, como si fuera un pistolero a las puertas de un salón. A los pocos segundos, entró tranquilamente y paseó su mirada por la multitud hasta posarla en Ludwig. Fue enseguida hacia él, abriéndose camino sin dificultades.

–Qué alivio verlo, señor Ludwig –dijo–. Solo les conozco a usted y al sheriff, y Hazen está tan ocupado que no puedo pretender que me presente a nadie. Usted primero, por favor.

–¿Adonde vamos? –dijo Ludwig.

–Necesito un mediador. Me han educado para depender de otros en las presentaciones, y usted, como propietario, director y principal reportero del
Cry County Courier
, conoce a todo el pueblo.

–Sí, supongo que sí.

–Perfecto. Si le parece, empezaremos por la señora de Rasmussen, que tengo entendido que es una de las figuras más representativas del sector femenino.

Ludwig se quedó sin respiración. ¡Ni más ni menos que Klick Rasmussen, de quien acababa de librarse! La buscó, con el alma en los pies. Estaba en una de las mesas de pavo, cotorreando con Gladys Cahill y las de siempre.

–Venga –dijo, poniéndose en cabeza muy a su pesar.

Al ver que se acercaban, ellas se callaron. Ludwig vio que Klick dirigía a Pendergast una mirada huidiza y profundamente hostil.

–Permitid que os presente… –empezó a decir.

–Sé muy bien quién es este señor, y lo único que tengo que decir…

Pendergast hizo una reverencia, le cogió la mano y se la llevó casi hasta los labios, a la francesa.

–Es un gran placer, señora Rasmussen. Me llamo Pendergast.

–¡Vaya! –dijo Klick, azorada y con la mano flácida.

–Tengo entendido que es la responsable de la decoración, señora Rasmussen.

Ludwig se preguntó cómo lo sabía. El acento sureño de Pendergast, que miraba a Klick sin parpadear con sus extraños ojos, parecía haberse pronunciado hasta alcanzar extremos melosos. Ludwig se regocijó internamente al ver que Klick Rasmussen se ruborizaba.

–Sí, es verdad.

–Pues me parece espléndida.

–Gracias, señor Pendergast.

El agente hizo otra reverencia sin soltarle la mano.

–Estoy encantado de conocer a una persona de quien tanto había oído hablar.

Klick se sonrojó un poco más. En ese momento llegó Melton Rasmussen, que había presenciado la conversación desde lejos.

–¡Vaya, vaya! –dijo con campechanía, interponiéndose con la mano tendida entre su voluminosa (y ruborizada) mujer y Pendergast–. Bienvenido a Medicine Creek. Soy Mel, Melton Rasmussen. Comprendo que las circunstancias podrían ser mejores, pero no creo que la hospitalidad de Kansas se resienta.

–Ya he comprobado que no, señor Rasmussen –dijo Pendergast, estrechando su mano.

–¿De dónde es, Pendergast? No acabo de reconocer el acento.

–De Nueva Orleans.

–¡Ah, gran ciudad! ¿Es verdad que comen cocodrilo? Me han dicho que sabe a pollo.

–En mi opinión, se parece más a iguana o a serpiente que a pollo.

–Ya. Bueno, pues yo me quedo con el pavo –dijo Rasmussen, risueño–. Un día de estos, pase por mi tienda y se la enseño. Será usted bienvenido.

–Muy amable.

–Oiga –dijo Rasmussen, inclinándose un poco–, ¿hay alguna novedad? ¿Alguna pista nueva?

–La justicia nunca duerme, señor Rasmussen.

–¿Sabe que tengo una teoría? ¿Quiere que se la cuente?

–Con mucho gusto.

–Es sobre Gasparilla, el que siempre acampa al lado del río. Valdría la pena investigarlo. Siempre ha sido un personaje un poco raro.

–¡Pero Mel –le regañó Klick–, sabes perfectamente que hace muchos años que viene, y que nunca se ha metido en ningún lío!

–A la gente se le va la cabeza en el momento menos pensado. ¿Por qué acampa al lado del río? ¿Qué pasa, que no le gusta el pueblo?

La pregunta quedó en el aire. Klick miraba a otra parte, dibujando una perfecta O con la boca. Ludwig oyó murmullos en la sala, y al volverse vio a Art Ridder y el sheriff acompañados por un desconocido bajito y delgado, de barba recortada y traje azul claro de cloqué. Detrás iban la mujer de Bender Lang y otras damas principales del pueblo.

–¡Señoras y señores, amigos y convecinos de Medicine Creek –dijo Art Ridder con su voz sonora–, tengo el privilegio de presentarles al invitado de honor de este año, el doctor Stanton Chauncy, de la Universidad Estatal de Kansas!

Sus palabras fueron acogidas por una gran ovación y algunos silbidos de bienvenida. Tras asentir con la cabeza, Chauncy dio la espalda al público y conversó con Ridder, dejando que enmudecieran los aplausos.

–Señor Ludwig –dijo Pendergast–, el grupo de la esquina del fondo…

Ludwig miró en la dirección que le indicaba. Eran cuatro o cinco hombres con mono, que miraban a Chauncy con recelo sin sumarse a los aplausos, mientras bebían limonada y hablaban en voz baja.

–Ah, sí, son Dale Estrem y el resto de los de la cooperativa, lo poco que queda de la resistencia. Son los únicos que aún no han vendido sus tierras a las grandes compañías agrícolas; los pocos granjeros propietarios que quedan en Medicine Creek, vaya.

–¿Y por qué no participan de los buenos sentimientos del pueblo?

–La cooperativa no quiere saber nada del maíz transgénico. Tienen miedo de que polinice sus cultivos y se los cargue.

Ridder se dedicaba a presentar al visitante de Kansas a grupos selectos.

–Si es tan amable, me gustaría que me presentara a otras personas –dijo Pendergast–; al pastor, por ejemplo.

–No faltaría más. –Ludwig buscó con la mirada al pastor Wilbur, y lo vio haciendo cola en solitario para el pavo–. Por aquí.

–Primero cuénteme algo de él, por favor.

Ludwig titubeó, porque prefería no hablar mal de nadie.

–El pastor Wilbur lleva aquí como mínimo cuarenta años. Tiene buenas intenciones, lo que ocurre es que…

Dejó la frase a medias.

–¿Qué? –dijo Pendergast, turbando a su interlocutor con la mirada de sus ojos grises.

–Digamos que es un poco estrecho de miras. No se puede decir que tenga mucho contacto con la actualidad de Medicine Creek. –Buscó la mejor manera de decirlo–. A algunos les parece que un pastor más joven y dinámico daría vida al pueblo, y evitaría que se marchasen los jóvenes. Que llenaría el vacío espiritual.

–Ya.

Al verlos acercarse, el pastor levantó la cabeza. Tenía sus eternas gafas de lectura en la punta de la nariz, aunque no hubiera nada que leer. Ludwig sospechaba que era para parecer una persona de estudios.

–¿Pastor Wilbur? –dijo–. Le presento al agente especial Pendergast.

96

Wilbur estrechó la mano tendida del agente.

–Lo envidio, pastor –dijo Pendergast–, por atender las almas de una comunidad como Medicine Creek.

Wilbur lo miró con benevolencia.

–A veces, señor Pendergast, da miedo ser el responsable de varios centenares de personas, pero me precio de haber sido un buen pastor.

–Tengo la impresión de que no es mala vida –dijo Pendergast–. Me refiero a la de un siervo de Dios como usted.

–Dios ha considerado oportuno darme compensaciones y penas. La maldición de Adán nos afecta a todos, pero quizá a nadie tanto como a los miembros del clero.

Ludwig reconoció la expresión de cuando el pastor estaba a punto de levantar el vuelo poético.

–«Mas ¿para qué de constante modo –entonó Wilbur– del pastor sigo el desdeñado oficio?» –La satisfacción con que miraba a Pendergast por sus gafas de lectura era evidente–. Milton, claro.

–Sí, claro, de
Lycidas
.

Wilbur se sobresaltó un poco.

–Ah… sí, creo que sí.

–Me vienen a la memoria otros versos de la misma elegía: «Hambrientas, las ovejas / Miran el cielo y pasto no reciben».

Ludwig miró a los dos en silencio, sin saber muy bien qué había pasado. Wilbur parpadeó.

–Pues…

–Estoy impaciente por verlo el domingo en la iglesia –lo interrumpió Pendergast con suavidad, cogiendo su mano por segunda vez.

–Ah… Sí, sí, yo también –dijo Wilbur, sin rehacerse del todo de la sorpresa.

–¡Con permiso! –El vozarrón de Art Ridder, debidamente amplificado, volvió a imponerse al murmullo de las conversaciones–. Señoras y señores, si son tan amables, nuestro invitado de honor desea decir unas palabras. ¡El doctor Stanton Chauncy!

Todos los comensales dejaron los tenedores para concentrar su atención en el hombrecillo del traje de cloqué, que dijo:

–Gracias. –Estaba muy erguido, con las manos enlazadas por delante como en un velatorio–. Me llamo Stanton Chauncy, doctor Stanton Chauncy, y represento al departamento de agronomía de la Universidad Estatal de Kansas, aunque eso, naturalmente, ya lo saben.

Tenía la voz aguda, y una dicción tan seca y precisa que casi adolecía de exceso de articulación.

–La mejora genética del maíz es un tema complejo, en el que no puedo entrar en una ocasión así –dijo–. Exige determinados conocimientos de química orgánica y biología de las plantas que no se pueden pedir a un público lego en la materia. –Hizo un ruido por la nariz–. Aun así, esta tarde trataré de exponer algunos conceptos básicos.

Pareció que cayeran cientos de hombros a la vez, con una exhalación colectiva. Quien albergase la esperanza de oír elogios a la fiesta, o (si no era demasiado pedir) algún adelanto sobre la decisión, quedó frustrado en sus expectativas, porque el invitado de honor se embarcó en una disertación tan detallada sobre las distintas variedades de maíz que todas las miradas se apagaron, incluso las del más entusiasta cultivador. Ludwig casi tuvo la impresión de que Chauncy aburría a conciencia. Poco a poco, entre susurros, se fueron reanudando las conversaciones, mientras bocas furtivas engullían puré con salsa, y algunos grupos reducidos se desplazaban por el fondo de la sala. Dale Estrem y sus colegas de cooperativa estaban en las últimas filas, con los brazos cruzados y la mirada severa.

Smit Ludwig desconectó del sermón y observó al público. A pesar de los pesares, le gustaba el ambiente pueblerino de la Fiesta del Pavo, con su provincianismo de andar por casa y su virtud de reunir a la comunidad (a algunos, los menos afectos a la sociabilidad y la buena educación, de manera forzosa). Era una de las muchas razones por las que nunca había querido marcharse, ni siquiera tras la muerte de su esposa. En Medicine Creek era imposible perderse. La gente se ocupaba del prójimo, y todos tenían su lugar. No era como en Los Ángeles, donde morían viejos a diario sin el afecto ni la compañía de nadie. En los últimos tiempos, la hija de Ludwig llamaba constantemente para convencerlo de que se buscara una casa cerca de la suya, pero él no pensaba hacerle caso, ni siquiera cuando estuviera jubilado y hubiera cerrado el periódico. Para bien o para mal, terminaría sus días en Medicine Creek y lo enterrarían junto a su mujer en el cementerio de la carretera de Deeper.

Echó un vistazo a su reloj. ¿A qué venía pensar en la muerte? Tenía un plazo que cumplir, aunque se lo impusiera él mismo, y ya era hora de volver a casa a redactar su artículo.

Se acercó con sigilo a las puertas abiertas de la sala. El sol de la tarde iluminaba la explanada de la iglesia. Un calor monolítico caía como una pesada manta sobre la hierba, el aparcamiento y los maizales. Sin embargo, a pesar del calor (a pesar, en el fondo, de todo), una parte de Smit Ludwig se sintió aliviada. Podría haberle ido peor con sus vecinos, algo que debía agradecer a Maisie, y quizá a Pendergast. Desde una perspectiva menos egoísta, podría redactar un artículo alegre sobre la Fiesta del Pavo sin necesidad de fingir. Le parecía que el evento había arrancado con notas algo lúgubres (la idea estoica de que había que seguir con el espectáculo a pesar de los pesares), pero que esa tristeza, esa opresión, habían acabado disipándose. El pueblo volvía a ser el mismo, y eso no había nada ni nadie que lo cambiase, ni siquiera la soporífera conferencia de Chauncy, que Ludwig oía prolongarse a sus espaldas. La trigésimo tercera fiesta anual del pavo Gro-Bain era un éxito.

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