Brushy Jim dio a cada uno una lata de Coca-Cola.
–Bueno, señor Pendergast, ¿qué quiere saber de la matanza?
Corrie vio que Pendergast dejaba la Coca-Cola en el suelo.
–Todo.
–Pues la cosa data de la guerra civil. –Brushy Jim descansó todo su peso en un sillón de grandes dimensiones, y bebió ruidósamente–. Seguro, señor Pendergast, que como historiador lo sabe todo sobre esa época de Kansas.
–No soy historiador, señor Draper, sino agente especial del FBI.
Se hizo un silencio sepulcral. Brushy Jim carraspeó.
–Conque del FBI. Y ¿se le puede preguntar qué hace en Medicine Creek?
–He venido por el asesinato.
La mirada de Brushy Jim había recuperado toda su suspicacia.
–¿Y se puede saber qué tiene que ver conmigo?
–La víctima se llamaba Sheila Swegg y era una buscadora de reliquias. Había estado excavando por los túmulos.
Brushy Jim escupió, y usó la bota para enjugar el escupitajo con el polvo del suelo.
–Malditos buscadores de reliquias… Ojalá las dejaran donde están. –Volvió a mirar a Pendergast–. Aún no me ha dicho qué tengo que ver con el asesinato.
–Tengo entendido que la historia de los túmulos y la de la matanza de Medicine Creek están relacionadas entre sí, y con lo que he oído comentar en el pueblo como la maldición de los Cuarenta y Cinco. Como sabrá, el cadáver apareció rodeado por un gran número de flechas de los cheyenes del sur.
Después de meditar un largo rato, Brushy Jim preguntó:
–¿Qué tipo de flechas?
–De caña, con plumas primarias de águila calva y puntas de tipo «cimarrones de los llanosII»hechas de sílex del parque nacional de Alibates y jaspe rojo de Bighorn. Forman una serie en estado casi perfecto, y se remontan más o menos a la época de la matanza.
Brushy Jim silbó una larga nota entre sus dientes y se quedó ceñudo y pensativo.
–¿Señor Draper? –dijo Pendergast al cabo de un rato.
El silencio de Brushy Jim se prolongó un poco más. Luego hizo un gesto con la cabeza y dio inicio a su relato.
–Antes de la guerra civil, el sudoeste de Kansas aún estaba por colonizar. Solo había cheyenes, arapajoes, pawnees y sioux. Los únicos blancos eran los que pasaban por el camino de Santa Fe, mientras que a este lado de la frontera, en lo que entonces era el este de Kansas, la colonización estaba en auge. La gente había puesto el ojo en las tierras fértiles de los valles de los ríos Cimarrón, Arkansas, Crooked Creek y Medicine Creek. Al estallar la guerra civil, se fueron todos los soldados y el territorio quedó desprotegido. Los colonos se habían dedicado a maltratar a los indios, y era el momento de la revancha. Los indios lanzaron una serie de ataques por la frontera. Más tarde, al final de la guerra civil, volvieron muchos soldados, armados y amargados; gente, señor Pendergast, que había vivido la guerra, y me refiero a una guerra con todas las consecuencias. Ese tipo de violencia cambia a las personas. Puede afectar al cerebro.
Hizo una pausa para carraspear.
–Pues eso, que volvieron y empezaron a formar patrullas para empujar a los indios al oeste y ocupar sus tierras, lo que llamaban ellos «despejarlas». En Dodge se formó un grupo con el nombre de los Cuarenta y Cinco. Bueno, digo Dodge pero entonces solo existía el rancho de los hermanos Hickson. Entre esos cuarenta y cinco que digo había de lo peor, asesinos y sinvergüenzas expulsados de las poblaciones del este. Entonces mi bisabuelo, Isaiah Draper, solo tenía dieciséis años, y acababa de ponerse pantalones largos, pero lo metieron en el fregado. Debió de pensar que, ya que se había perdido la guerra, tenía que demostrar su hombría lo antes posible, aprovechar la ocasión.
Brushy Jim volvió a hacer ruido al beber.
–El caso es que en junio del 65 los Cuarenta y Cinco salieron de cacería al sur de los ríos Canadian y Cimarrón, con la intención de internarse en el mango de Oklahoma, la franja entre Kansas y Tejas. Eran veteranos de la guerra civil, que dominaban la lucha contra un enemigo a caballo; gente dura y encallecida, supervivientes en el peor sentido de la palabra. Habían salido del infierno, señor Pendergast, pero también eran unos cobardes. La mejor manera de sobrevivir a una guerra es ser una gallina sin sangre en las venas. Esperaron a que los guerreros se hubieran ido de caza, y entonces, en plena noche, atacaron varios poblados indios, matando sobre todo mujeres y niños. No tenían compasión, señor Pendergast. Lo que tenían era un dicho: que de los huevos salen lospiojos. Mataron hasta a los bebés. A bayoneta, para ahorrar munición.
Otro trago. La voz ronca de Brushy Jim resultaba hipnótica en la oscuridad
y
el frescor de la sala. Corrie tuvo la impresión de que hablaba de algo vivido. Y quizá, en cierto sentido, fuera así… Apartó la vista.
–A mi bisabuelo le afectó mucho lo que vio. Por hacerse hombre no entendía violar mujeres ni descuartizar bebés. Quiso marcharse, pero, con los indios en pie de guerra, separarse del grupo y volver solo a casa habría sido un suicidio. O sea, que no tuvo más remedio que seguir. Una noche se emborracharon y le pegaron una soberana paliza por no querer sumarse a la diversión. Salió con unas cuantas costillas rotas. Al final fue lo que lo salvó, las costillas rotas.
»Hacia mediados de agosto hicieron incursiones por media docena de campamentos cheyenes, y al resto los empujaron hacia el norte y el oeste, fuera de Kansas. Al menos es lo que pensaban. Durante el camino de vuelta al rancho de los Hickson, pasaron por aquí, por Medicine Creek. El 14 de agosto por la noche acamparon en los túmulos. ¿Ya ha ido a verlos, señor Pendergast?
Pendergast asintió.
–Entonces ya sabe que es el punto más alto de la zona. En esa época no había árboles. Era una loma de matojos con tres túmulos desde donde se tenía una vista de varios kilómetros. Los Cuarenta y Cinco plantaron una cerca, como siempre, con centinelas en los cuatro puntos cardinales a medio kilómetro del campamento. Ya se ponía el sol, y hacía viento. Se acercaba un frente de nubes y polvo.
»Como mi bisabuelo tenía las costillas rotas, lo habían dejado en una especie de hoyo justo detrás de los túmulos, a unos cien metros. Las costillas rotas le impedían sentarse, y estar a ras de tierra, con todo el polvo encima y sin ver nada, era para volverse loco. Total, que lo pusieron en un sitio resguardado del viento, entre matorrales. Debían de arrepentirse de la paliza.
»Pasó justo cuando se ponía el sol y estaban a punto de cenar.
Echó la cabeza hacia atrás para echar un buen trago.
–De repente oyeron el ruido de unos cascos. Eran treinta guerreros en caballos blancos con pinturas ocres, que salían del polvo; treinta indios con toda la parafernalia (caras pintadas, plumas y cascabeles) que se les echaron encima gritando y disparando flechas. Los Cuarenta y Cinco, que no habían oído nada, se llevaron un susto de muerte. En un par de pasadas no quedó ningún superviviente. Los centinelas no vieron nada. No habían visto acercarse jinetes ni habían oído nada. Los centinelas, señor Pendergast, fueron de los últimos en morir, lo cual, si sabe un poco de historia militar del Oeste, es lo contrario de lo que suele suceder.
»De todos modos, para los cheyenes tampoco fue un paseo. Los Cuarenta y Cinco, gente dura, plantaron resistencia, y mataron como mínimo a un tercio de los atacantes, aparte de bastantes caballos. Mi bisabuelo lo vio todo desde donde estaba tumbado. Después de… de matar al último, los indios volvieron a la nube de polvo. Desaparecieron, señor Pendergast; y, al despejarse la nube, no quedaba nada. Ni indios ni caballos. Solo cuarenta y cuatro cadáveres blancos sin cabellera. Habían desaparecido hasta los indios y los caballos muertos.
»A mi abuelo lo recogió dos días después una patrulla del Cuarto de Caballería, cerca del camino de Santa Fe. Les llevó al lugar de la matanza, y encontraron sangre y visceras podridas de los caballos indios, pero ni cadáveres ni tumbas recientes. Solo había huellas de caballos alrededor de la loma. Tampoco vieron ninguna que llevara más lejos de donde habían muerto los centinelas. El Cuarto de Caballería llevaba unos rastreadores arapajoes, que al ver que no había huellas tuvieron tanto miedo que se negaron a seguir la pista, diciendo que eran guerreros fantasmas. Se armó mucho revuelo, y la caballería, para vengarse, quemó varios poblados cheyenes, pero la mayoría se alegró de que ya no existieran los Cuarenta y Cinco. Mala gente.
»Aquello fue el fin de los cheyenes en el oeste de Kansas. En 1871 se fundó Dodge City, en 1872 se tendió la línea de ferrocarril de Santa Fe, y en poco tiempo Dodge se convirtió en la capital del salvaje Oeste, el final del camino de Texas. Ya se sabe: tiroteos, Wyatt Earp, el cementerio de Boot Hill… Medicine Creek fue fundado en 1877 por un ganadero, H. H. Keyser. Su marca era una hache, en la parte alta de la paleta izquierda de las reses y en laderecha de los caballos. La tormenta del 86 se llevó once mil cabezas. Al día siguiente, Keyser apoyó la suya en el doble cañón de su escopeta y apretó los dos gatillos. Dijeron que era la maldición. Luego llegaron los granjeros, y la época de los barones del ganado pasó a la historia. Primero se cultivaba trigo y sorgo; luego, después de la sequía de los años treinta, replantaron las tierras con maíz, primero para comer y ahora para combustible. Pero en todo este tiempo el misterio de los Guerreros Fantasmas, y de la matanza de Medicine Creek, ha seguido sin resolverse.
Apuró la lata y la hizo chocar teatralmente con la mesa.
Corrie miró a Pendergast. Como historia estaba bien, y Brushy Jim la contaba con gracia. Pendergast se movía tan poco que parecía dormido. Tenía los ojos entornados, las manos unidas por las yemas de los dedos y el cuerpo arrellanado en el sofá.
–¿Y su bisabuelo, señor Draper? –murmuró.
–Se instaló en Deeper, se casó y enterró a tres mujeres. Lo escribió todo en un diario íntimo, con muchos más detalles de los que he contado yo, pero en la Depresión vendieron casi todas sus pertenencias, incluido el diario, y ahora está en el este, en el depósito de alguna biblioteca. No he podido averiguar en cuál. La historia la conozco por mi padre.
–¿Y cómo es posible que lo viera todo en plena tormenta de polvo?
–Yo solo sé lo que me contó mi padre. Por aquí las tormentas de polvo a veces son intermitentes.
–Otra pregunta, señor Draper: ¿no es verdad que en la caballería los cheyenes ya se conocían como los Espectros Rojos por su sigilo y su capacidad de cortarle el cuello a cualquier centinela sin que se diera cuenta?
–Lo veo muy enterado para ser un agente del FBI, señor Pendergast. De todos modos, le recuerdo que pasó al anochecer, no de noche, y que los Cuarenta y Cinco acababan de luchar contra los confederados y de perder una guerra. ¿Sabe qué es perder una guerra? Le aseguro que tenían los ojos muy abiertos.
–¿Cómo es posible que los indios no descubrieran a su bisabuelo?
–Ya le digo, se arrepintieron de haberlo zurrado y le hicieron un parapeto contra el viento. Se escondió entre la maleza.
–Ya. Y desde ese observatorio privilegiado, en un hoyo tapado con arbustos, como mínimo a cien metros cuesta abajo del campamento y en plena tormenta de polvo, fue capaz de ver con pelos y señales lo que acaba de contar usted, a los Guerreros Fantasmas apareciendo y desapareciendo como por arte de magia.
Los ojos de Brushy Jim brillaron amenazadores. Estuvo a punto de levantarse.
–Oiga, señor Pendergast, que aquí donde me ve no tengo que convencerlo de nada. No estamos juzgando a mi bisabuelo. Me limito a repetirle lo que me contaron.
–¿Y usted tiene alguna teoría, señor Draper? ¿Alguna opinión personal? ¿O lo atribuye a fantasmas? Se produjo un momento de silencio.
–No me gusta su tono, señor Pendergast –dijo Brushy Jim, levantándose–. Si insinúa algo, me da lo mismo que sea del FBI. Dígamelo ahora mismo a la cara.
Pendergast no contestó enseguida. Corrie tragó saliva con dificultad y miró la puerta.
–Venga, señor Draper –dijo Pendergast al fin–, que no es tonto. Me gustaría conocer su sincera opinión.
Siguió un momento eléctrico, en el que nadie se movió. Al final, Brushy Jim se moderó y dijo:
–Me ha pillado, señor Pendergast. No, yo no creo que los indios fueran fantasmas. Si va a los túmulos (aunque ahora, con tantos árboles, casi no se ve), comprobará que hay un declive muy suave que baja hacia el río. Un grupo de treinta cheyenes podría haber subido a pie con los caballos sin ser vistos por los centinelas. Con el sol a punto de ponerse, estarían a la sombra de los túmulos. Podrían haber esperado a que se levantara el polvo, y entonces, montando muy deprisa, haberse echado encima de los hombres. Es una manera de explicar que los caballos se oyeran tan de repente. Después podrían haberse ido por el mismo camino, llevándose a los muertos, y haber borrado las huellas. De todos modos, nunca he oído que los arapajoes sepan seguir el rastro de los cheyenes.
Se rió, pero sin alegría.
–¿Y los caballos muertos de los indios? ¿Cómo cree que desaparecieron?
–No es fácil de contentar, señor Pendergast. Sí, eso también lo he pensado. De joven vi que un jefe lakota de ochenta años descuartizaba un búfalo en menos de diez minutos. Quizá descuartizaran los caballos y se llevaran la carne y los huesos con los muertos, o en parihuelas. Si dejaron las visceras, fue para llevar menos carga. Además, es posible que solo hubiera dos o tres caballos cheyenes muertos. Quizá mi bisabuelo exagerara un poco al decir que habían matado a una docena.
–Es posible –dijo Pendergast. Se levantó para acercarse a la estantería–. En todo caso, le agradezco la información. Lo que no veo es que la historia de la matanza tenga nada que ver con la maldición de los Cuarenta y Cinco a la que se ha referido, y de la que nadie parece dispuesto a hablar.
Brushy Jim cambió de postura.
–La verdad, señor Pendergast, no creo que «dispuesto» sea la palabra indicada. Lo que ocurre es que no es una historia muy bonita.
–Soy todo oídos, señor Draper.
Brushy Jim se humedeció los labios y se inclinó.
–Bueno, pues allá va. ¿Se acuerda de que he dicho que los centinelas fueron de los últimos en morir?
Pendergast asintió con la cabeza. Había cogido un número ajado de
Butler & Company's New American First Reader,
y lo hojeaba.
–En realidad el último fue Harry Beaumont, el cabecilla de los Cuarenta y Cinco, y el más cruel; tan cruel, que los indios lo castigaron por lo que les había hecho a sus mujeres e hijos. En su caso no se limitaron a cortar la cabellera, sino que lo «redondearon».