–Más que nada, sería un perfil. El hombre que hay tras el proyecto… En fin, lo típico.
Hubo un momento de silencio.
–El tema es delicado, y hay que presentarlo como tal.
–Sería un artículo favorable y sin polémica que se centraría en usted, no en los detalles del campo experimental.
Chauncy reflexionó.
–Tendré que verlo antes de que salga.
–No es nuestra costumbre.
–Pues en mi caso tendrá que hacer una excepción. Es la política de la universidad.
Ludwig suspiró.
–Bueno.
–Adelante –dijo Chauncy, apoyándose en el respaldo.
–¿Le apetece un café, o algo para desayunar?
–He desayunado hace horas en Deeper.
–Ya. Pues vamos a ver…
Ludwig abrió la libreta de taquigrafía por una página en blanco, la alisó, preparó el bolígrafo y buscó una pregunta corta y contundente.
Chauncy consultó su reloj.
–Como estoy muy ocupado, le agradecería que no pasara de los quince minutos. Para la próxima vez, le aconsejo que traiga las preguntas en vez de improvisarlas. Es una simple cortesía cuando se entrevista a alguien cuyo tiempo es oro.
Ludwig suspiró.
–Bueno, pues cuénteme su vida: a qué colegio fue, cómo se interesó por la agronomía… Todo eso.
–Nací en California, en Sacramento, que es donde fui al instituto. Estudié en la Universidad de California de Davis, y soy especialista en bioquímica. Me licencié en 1985, Phi Beta Kappa y
summa cum laude
. –Hizo una pausa–. ¿Quiere que le deletree «summa cum laude»?
–No, no creo que haga falta.
–Después hice cursos de posgrado en la Universidad de Stanford, y cuatro años más tarde, es decir en 1989, me doctoré en biología molecular. Mi tesis mereció la medalla Hensley: hache, e, ene, ese, ele, i griega. Poco después entré en el departamento de biología de la Universidad Estatal de Kansas, en período de prueba. En 1995 gané la cátedra León Throckmorton de biología molecular, y desde 1998 soy director del programa de extensión agrícola.
Hizo una pausa para dar tiempo a Ludwig, que tenía bastante experiencia en rollos patateros para prever lo que se avecinaba. ¡La medalla Hensley! ¡Joder! ¡Había que ser gilipollas!
–Ah, gracias. Oye, Stan, ¿cuándo empezó a interesarte en serio la… la ingeniería genética? ¿Cuándo supiste a qué querías dedicarte?
–Nosotros no lo llamamos ingeniería genética. Lo llamamos mejora genética.
–Pues mejora genética.
Chauncy puso cara de beato.
–A los doce o trece años vi una foto en la revista
Life
de un grupo de niños hambrientos de Biafra, que intentaban conseguir un poco de arroz alrededor de un camión de la ONU, y pensé: Quiero hacer algo para darles de comer.
¡Menuda chorrada! Ludwig, sin embargo, lo apuntó todo concienzudamente.
–¿Y su padre? ¿Y su madre? ¿A qué se dedicaban? ¿Lo de ser científico te viene de familia?
Se produjo un breve silencio.
–Preferiría centrarme en mi persona.
Seguro que su padre era camionero y pegaba a su mujer, pensó Ludwig.
–Perfecto. ¿Has publicado artículos o libros?
–Sí, muchos. Si me das tu número de fax, haré que te envíen mi curriculum a su despacho.
–Perdona, pero es que no tengo.
–Ah… La verdad, me parece una pérdida de tiempo contestar a estas preguntas con lo fácil que sería conseguir la información a través del departamento de relaciones públicas de la universidad. Tienen un dossier de unos treinta centímetros de grueso. Además, sería mucho mejor que leyera algún artículo mío antes de entrevistarme. Así no perdemos el tiempo ni tú ni yo.
Ludwig cambió de estrategia.
–¿Por qué Medicine Creek?
–Te recuerdo que no hemos elegido necesariamente Medicine Creek.
–Ya lo sé, pero ¿por qué está entre los candidatos?
–Buscábamos un sitio medio, con condiciones de cultivo estándar. Medicine Creek y Deeper salieron en un estudio informático exhaustivo de casi cien pueblos del oeste de Kansas, que costó doscientos mil dólares. Se usaron centenares de criterios. Ahora estamos en la tercera fase del estudio, determinando la elección final para el proyecto. Ya tenemos acuerdos con las empresas agrícolas correspondientes por si necesitamos acceder a sus tierras. Ahora solo falta decidir entre dos poblaciones, y a eso he venido: a tomar la decisión final y anunciarla el lunes.
Ludwig tomó nota, consciente de principio a fin de que en el fondo, si se analizaban las palabras de Chauncy, no había dicho nada.
–Pero ¿qué le parece el pueblo en sí? –preguntó.
Silencio. Se dio cuenta de haber hecho una pregunta para la que Chauncy no tenía respuesta preparada.
–Pues… Por desgracia no hay hotel, y el único sitio donde podría alojarme lo tiene reservado un hombre que debe de ser un poco especial, porque se ha quedado toda la planta y se niega categóricamente a ceder una habitación. –Hizo una mueca que le erizó los pelitos de alrededor de la boca–. En definitiva, que tengo que dormir en Deeper y conducir cuarenta kilómetros cada mañana y cada noche. La verdad es que aquí no hay nada, como no sea una bolera y un bar; ni biblioteca, ni vida cultural, ni museo, ni sala de conciertos. Sinceramente, Medicine Creek no tiene ningún punto a su favor.
Sonrió un poco. Ludwig no pudo evitar molestarse.
–Tiene valores sólidos de toda la vida, los de todo buen pueblo norteamericano. Me parece que eso vale algo.
Chauncy tuvo un pequeño estremecimiento.
–No lo dudo. Señor Ludwig, cuando tome la decisión final entre Deeper y Medicine Creek le prometo que será el primero en conocerla. Ahora, si no tiene inconveniente, estoy muy ocupado.
Se levantaron. Mientras daba la mano al profesor, Ludwig advirtió la presencia de Dale Estrem (rojo de tanto estar al sol, y con la cabeza casi rapada) y otros dos granjeros al otro lado del escaparate de la bolera. Habían visto a Chauncy, y estaba claro que esperaban que saliera a la calle. Disimuló una sonrisa.
–El artículo puede mandarlo por fax o correo electrónico al departamento de relaciones públicas de la universidad –dijo Chauncy–. Tiene el número en mi tarjeta. Lo leerán y se lo devolverán a finales de semana.
De un golpe seco, Chauncy puso la tarjeta en la mesa y se levantó.
A finales de semana. Ludwig vio alejarse a aquel gilipollas por la bolera, cabeza tiesa, espalda erguida y las piernecitas moviéndose como un robot. Chauncy empujó la puerta de la calle y salió. Dale Estrem fue a su encuentro, balanceando sus fornidos brazos de granjero, y habló tan alto que su voz llegó hasta el Castle Club.
Por lo visto, Chauncy estaba recibiendo un rapapolvo.
Ludwig sonrió. Dale Estrem, siempre dispuesto a decir lo que pensaba. A la mierda con Chauncy, a la mierda con Ridder y a la mierda con el sheriff. Él se debía a su periódico.
Y lo del perro saldría.
Tad salió del Wagón Wheel a la calle, que seguía siendo un horno. De momento no había tenido suerte. Willie Stott no dormía la mona en la sala del fondo. De todos modos, se alegró de haber entrado a preguntar. Se puso en la boca el segundo caramelo de menta, para disimular el aliento a cerveza que pudiera haber dejado la Coors servida por debajo de la barra por Swede. Con tanto calor le había sabido a gloria. Swede Cahill era la simpatía personificada.
El coche patrulla estaba delante de la oficina del sheriff, achicharrándose al sol. Tad fue derecho hacia él, entró y arrancó, procurando reducir al mínimo la superficie de la espalda y las nalgas en contacto con la piel sintética del asiento. El día que pillara un puesto de administrativo en Topeka o Kansas City, ya no tendría que pasarse el santo día entrando y saliendo del calor, ni conducir un coche que parecía un asador.
Sintonizó la frecuencia del condado y dijo:
–Aquí unidad veintiuno.
«Hola, Tad.»
Era la voz de LaVerne, la chica del turno de noche, que siempre era muy simpática con él. Con veinte años menos, quizá Tad le hubiera seguido el juego.
–¿Algo nuevo, LaVerne? –preguntó.
«En Gro-Bain acaban de informar de que hay un coche aparcado en la carretera, y que parece abandonado.»
–¿De qué modelo?
No era necesario preguntar la marca. Aparte del Caprice de Art Ridder y los Mustangs del 91 del sheriff, comprados de segunda mano a la policía de Great Bend, casi todos los turismos del pueblo eran de la AMC, el único concesionario a menos de una hora en coche (aunque estaba cerrado desde hacía varios años, como tantas cosas).
«Hornet, matrícula Whisky Eco Foxtrot Tango Nueve Siete.»
Dio las gracias a LaVerne y volvió a usar la jerga oficial.
–Unidad veintiuno en marcha –dijo, dejando la radio en su sitio.
Debía de ser el Hornet de Stott. Seguro que estaba dormido en el asiento trasero, como la última vez que se le había estropeado la tartana en las afueras del pueblo. En esa ocasión, ni corto ni perezoso, se había acurrucado para pasar una agradable noche a solas con su Old Grand-Dad.
Tad arrancó y se apartó de la acera. En quince segundos había salido del pueblo. Cuatro minutos más tarde se metió por la carretera de la fábrica. Iba detrás de un enorme camión que soltaba un pestazo a mierda de pavo tan denso que casi se veía. Lo adelantó lo antes que pudo, y al mirar de reojo las hileras de jaulas vio infinidad de pavos aterrorizados y con los ojos fuera de las órbitas.
Era la tercera vez que iba a la planta de Gro-Bain por trabajo. La primera había sido justo antes del día de Acción de Gracias. Ese año, él y su madre (viuda) se habían comido un buen asado de cerdo, y desde entonces mantenían la costumbre. Tad se alegraba de no haber visitado ninguna granja de cerdos.
Reconoció el Hornet de Stott en el arcén, casi invisible a la sombra del maizal. Paró detrás y bajó, dejando las luces puestas.
Las ventanillas estaban bajadas y no había nadie dentro. Tampoco se veía la llave de contacto.
El camión de los pavos pasó como una exhalación, haciendo temblar el maíz en ambos lados, y dejando un hedor a diesel y animales muertos de miedo. Tad se volvió con una mueca y cogió la radio del cinturón.
«¿Sí?», contestó Hazen.
–Estoy al lado del coche de Stott. Está aparcado en la carretera de la planta de Gro-Bain, pero a Stott no lo veo.
«Lógico. Estará durmiendo en el maizal.»
Tad echó un vistazo al mar de maíz, y le pareció improbable que alguien, aun borracho, lo eligiera para dormir.
–¿Lo dice en serio?
«Pues claro. ¿Dónde quieres que esté?»
La pregunta quedó en el aire.
–Pues…
«¡Tad, Tad! No te dejes afectar por toda esta locura. No porque se eche en falta a alguien aparecerá asesinado y mutilado. Estoy con el perro, y ¿sabes qué?»
Tad sintió una opresión en la garganta.
–¿Qué?
«Que lo han atropellado. Tiene la cola y el resto del cuerpo donde tiene que estar.»
–Me alegro.
«Pues entonces hazme caso. Ya conoces a Willie. ¿Que el coche lo deja tirado? Pues se va tan campante al Wagon Wheel, para remojarse el gaznate. Lleva una botellita en el bolsillo de atrás, como siempre, y sorbito a sorbito se la acaba. De camino decide echar una cabezadita en el maíz, que es donde lo encontrarás sano y salvo, aunque con una resaca de caballo. Vuelve despacio por la carretera y seguro que lo ves en la sombra de la cuneta. ¿Vale?»
–Vale, sheriff.
«Así me gusta. Pero ten cuidado, ¿eh?»
–Descuide.
Cuando estaba a punto de subir al coche patrulla, Tad vio algo brillante en el polvo, junto al Hornet de Stott. Era una botellita vacía. Se acercó, y al olerla se le llenó la nariz de vapores de bourbon.
El sheriff tenía razón. Parecía saberlo todo sobre el pueblo, incluso antes de que sucediera. Era un buen profesional. Y siempre se había portado como un padre. Lo lógico era dar gracias por tener un jefe así.
Guardó la botellita en una bolsa de pruebas y dejó una marca donde la había encontrado. Al sheriff le gustaban las cosas bien hechas, hasta el último detalle. Cuando iba hacia el coche, le pasó al lado otro camión, pero refrigerado, y salido de la fábrica con su cargamento de pavos perfectamente desinfectados y congelados. Ni pestazo, ni nada. El conductor saludó amablemente con la mano. Tad devolvió el saludo, subió al coche y dio media vuelta para buscar a Stott.
Doscientos metros más allá, frenó. Los tallos de la izquierda estaban rotos. También a la derecha había algunos tallos muy torcidos. Dedujo que alguien se había metido en el maizal por la izquierda, mientras otra persona salía por la derecha y cruzaba la carretera.
Aparcó. Volvía a estar inquieto.
Se apeó y examinó la tierra del maizal izquierdo. Estaba revuelta, como si alguien hubiera caminado o corrido por una hilera. Al internarse un poco, vio unos tallos partidos, y unas cuantas mazorcas secas en el suelo.
Siguió la primera hilera con la vista en el suelo, molesto por que le latiera tan deprisa el corazón. El suelo estaba tan seco que costaba ver huellas, pero algunas marcas parecían de pies, y había terrones levantados, con la parte oscura visible. Se aguantó las ganas de llamar al sheriff. La pista seguía por otra hilera de maíz, donde se veían cinco o seis tallos aplastados.
Las huellas, borrosas e incompletas, parecían corresponder a más de una persona. Tad no quiso formular la hipótesis que empezaba a definirse como la más probable. Parecía una persecución. Sí, decididamente empezaba a parecer una persecución.
Siguió, con la esperanza de encontrar alguna otra explicación.
La pista volvía a cruzar el maíz, seguía la hilera durante unos metros y penetraba en la de al lado. De pronto Tad salió a una zona donde la tierra estaba muy levantada, y había una docena de tallos rotos y desperdigados. El suelo estaba lleno de agujeros. Parecía que hubiera pasado algo violento, muy violento.
Tragó saliva, observando el suelo. Por fin una huella en la tierra seca, al fondo de la zona removida.
Una huella de pie descalzo.
–Ay, Dios mío –pensó, empezando a marearse–. Ay, Dios mío.
Y le tembló la mano al acercar la radio a la boca.
El Gremlin entró traqueteando en el aparcamiento de grava de las Cuevas de Kraus. Corrie aparcó en medio de una nube de humo que se disipó en espiral,ymiró el reloj del tablero de mandos: exactamente las seis y media. ¡Pero qué calor! Apagó la música ensordecedora, abrió la puerta y cruzó el aparcamiento con su nueva libreta, hasta llegar al último escalón de la deteriorada y vieja mole victoriana. Las ventanas ovaladas de la puerta revelaban muy poco de la oscuridad del otro lado. Golpeó dos veces con la aldaba. Tras un suave crujido de pisadas, Pendergast abrió la puerta.