Disimulando al máximo la luz de la linterna, Pendergast se internó en la oscuridad del maizal siguiendo las huellas descalzas, que ya se dibujaban claramente en la tierra seca delimitada por las dos hileras. Se alejó de los sonidos de la escena del crimen, y, al llegar donde el terreno iniciaba un suave descenso hacia el río, se detuvo a mirar atrás. Las torres de alta tensión se recortaban como una ringlera de esqueletos en la última luz del día, centinelas de acero sobre los que se encendían titilando las estrellas. Pendergast esperó a que fueran enmudeciendo los graznidos de los cuervos, que se posaban en las torres para pasar la noche. De pronto el silencio fue absoluto. El aire, inmóvil y enrarecido como el de una tumba, olía a polvo y a farfolla seca.
Metió una mano en el bolsillo y sacó su pistola Les Baer especial del 45. Después volvió a examinar las huellas, tapando un poco la linterna. Se alejaban en línea recta por las hileras de maíz, sin prisas, metódicamente, hacia el arroyo.
Hacia el campamento de Gasparilla.
Apagó la linterna y esperó a que se le acostumbrase la vista. Después, con el sigilo de un lince, caminó por las hileras de maíz como una sombra deslizándose entre sombras. El trazado del maizal se curvaba ligeramente al aproximarse al río. Gracias a ello, divisó el punto donde el asesino había doblado algunos tallos. También él se metió por el hueco, y en un minuto llegó al borde del maizal.
A partir de ahí empezaba la zona de ribera, con álamos de Virginia oscureciendo las orillas del río. Siguió por el borde del maizal con el mismo sigilo que hasta entonces, y después de otro minuto penetró en la oscuridad cerrada de los árboles.
Se detuvo. Apenas se oía el ruido del agua saltando sobre su lecho. Volvió a comprobar el estado de su arma, que estuviera cargada. A continuación se arrodilló y encendió la linterna, no sin tomar la precaución de cubrirla con las manos ahuecadas. El débil círculo de luz iluminó las huellas, que en la arena todavía eran más nítidas, y que aún se encaminaban hacia el campamento de Gasparilla. Las examinó de rodillas. Eran las mismas que antes: pies de hombre del cuarenta y seis. Sin embargo, la arena fina le permitió observar que alrededor de la depresión formada por el talón y el dedo gordo había una serie de improntas y agrietamientos irregulares, como si se tratara de unos pies más callosos y endurecidos de lo normal. Tomó rápidamente algunas notas y dibujos. Luego aplicó las yemas de los dedos a las concavidades. Tenían entre doce y quince horas: justo antes del amanecer. En esa zona estaban un poco más juntas. El asesino había acelerado el paso. No podía decirse que se diera prisa, pero sí que tenía claro adonde iba. Su manera de caminar no delataba urgencia ni miedo. Estaba relajado. Y satisfecho. Parecía que volviera a casa.
A casa…
El campamento de Gasparilla quedaba justo delante, a unos cuantos centenares de metros. Protegiendo la linterna con las manos (para que se filtrara la luz justa para ver las huellas), Pendergast avanzó con la más escrupulosa lentitud.
Hizo una pausa para escuchar con atención, y reanudó su camino. La oscuridad volvía a ser muy densa. No había hoguera ni luces. A cien metros del campamento, Pendergast apagó el fino haz de luz y siguió a ciegas. El campamento estaba en silencio.
De pronto oyó un sonido casi imperceptible, y se quedó como una estatua.
Transcurrió un minuto.
El sonido se repitió con más intensidad. Era un largo suspiro.
Abandonó el camino y rodeó el campamento por la derecha, siempre con la mayor precaución. Al acercarse a la parte donde tenía el viento de cara, no detectó ningún olor a humo ni a comida. Ni siquiera se veía el vago resplandor de unas brasas a punto de apagarse.
Y, sin embargo, en el campamento había alguien o algo.
Otra vez el sonido de respiración retenida; un sonido viscoso y jadeante, prácticamente un resuello. Sin embargo tenía algo raro; era tosco, animal, no del todo humano.
Levantó la pistola en silencio. El sonido procedía de la parte central del campamento de Gasparilla.
Lo oyó de nuevo.
Gasparilla (o quien lo hiciera) estaba a menos de cincuenta metros. La oscuridad era total. Pendergast no veía absolutamente nada.
Se agachó, cogió una piedra y la arrojó al otro lado del campamento.
Clac.
Tras unos segundos de absoluto silencio, se oyó un ruido gutural parecido al gruñido de una fiera.
Pendergast esperó a que volviera a reinar el silencio, y dejó que se alargara unos minutos. Tenía todos los sentidos en alerta, para determinar si se acercaba algo. Gasparilla ya había demostrado tener la facultad de desplazarse a oscuras. ¿La estaría empleando de nuevo?
Cogió lentamente otra piedra, y la lanzó en distinta dirección.
Clac.
La reacción fue otro bufido, corto, muy fuerte y procedente del mismo lugar. El ser o cosa que lo hiciera no se había movido.
Encendió la linterna, al mismo tiempo que apretaba la culata de su pistola para activar la mira láser. La luz de la linterna iluminó a un ser humano tumbado de espaldas en la tierra, con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. También tenía ensangrentados la cara y el resto de la cabeza.
El punto rojo del láser se agitó unos instantes por un rostro repulsivo, hasta que Pendergast enfundó la pistola y dio un paso.
–¿Gasparilla?
La cara se movió espasmódicamente, y la boca se abrió, expulsando una burbuja sangrienta de saliva.
Pendergast solo tardó unos segundos en arrodillarse junto a él. No cabía duda de que era Gasparilla. Enfocó su rostro con la linterna. Le habían arrancado el cuero cabelludo, y con él su brillante melena negra. Tampoco quedaba el menor rastro de su poblada barba. Los bordes de la carne delataban el uso de un tosco instrumento cortante, tal vez un cuchillo de piedra. Hizo un rápido examen del resto del cuerpo. El pulgar derecho había sufrido una fuerte cuchillada, seguida por un brutal estirón que lo había dejado reducido a un hueso blanco con algunos pedazos de cartílago. Sin embargo, aparte de eso y de la falta de pelo, Gasparilla parecía físicamente intacto. La pérdida de sangre se limitaba a la zona del cuero cabelludo. Las lesiones parecían más psicológicas que físicas.
–¡Mmmmm! –gruñó Gasparilla, queriendo levantarse.
Tenía la mirada desquiciada, de loco. Escupió una mezcla de saliva y sangre. Pendergast se agachó un poco más.
–Ya está, ya ha pasado.
Los ojos no dejaban de girar. Parecían incapaces de detenerse en nada, ni siquiera en Pendergast; en todo caso, cuando lo hacían empezaban a temblar con mucha fuerza y reanudaban sus movimientos giratorios, como si el mero hecho de enfocar la vista fuera insoportable.
Pendergast le cogió una mano.
–Lo voy a curar. Ahora mismo lo sacaremos de aquí.
Se levantó y movió la luz de la linterna por las inmediaciones hasta ver el lugar de la agresión, cuarenta metros al norte del campamento. Reconoció las marcas de la pelea, y una mezcla de huellas (las del asesino y las de Gasparilla).
Se acercó. Al iluminar el suelo, vio el punto donde había caído Gasparilla, y desde el que (en un margen de quince horas) había rodado lentamente por el polvo. Las huellas del asesino estaban al fondo del campamento, en la arena mojada; huellas bien definidas, que bajaban al río.
El asesino, llevando sus trofeos.
Todo estaba escrito en la arena.
Volvió sobre sus pasos y, al estudiar los ojos desquiciados y agitados de la víctima, no vio nada, ni intelecto, ni memoria, ni siquiera humanidad. Solo miedo en estado puro.
No sería Gasparilla quien les diera respuestas, al menos de momento. Tal vez nunca.
El sheriff Hazen entró en el laboratorio subterráneo, y no tuvo más remedio que mirar. Olía peor que en su primera visita, por culpa de los desinfectantes y los productos químicos. Por lo demás, estaba todo igual: las paredes de bloques de hormigón pintadas de color diarrea y los fluorescentes zumbando. De nada servía respirar por la boca, porque el único efecto de la mascarilla era añadir a la mezcla un matiz de papel antiséptico. Lo que hacía falta era una puta máscara antigás.
Evocó sonidos e imágenes agradables: las baladas de Hank Williams, el sabor del primer Grain Belt de la noche, una antigua excursión al Festival de la Cosecha con su padre y su hermano mayor… Todo era inútil. Se estremeció, y no solo por el olor a muerto.
Se dirigió a la parte más iluminada del laboratorio, haciendo crujir la bata. El forense iba enteramente de azul, como él. Oyó murmullos. El forense tenía compañía. Aunque hablara tan bajo, reconoció la cadencia sureña.
Era Pendergast, y tenía razón: se trataba de un asesino en serie. Probablemente también la tuviera cuando decía que era alguien del pueblo. Hasta entonces a Hazen le había parecido imposible. No había querido creérselo. Al enterarse de las largas reuniones de Pendergast con Marge Tealander, se había reído a carcajada limpia, seguro de que la muy cotilla le haría perder el tiempo con pistas falsas; pero, desde el segundo asesinato, ya no tenía más remedio que admitir que todo apuntaba a que el culpable era del pueblo. Eradificilísimo entrar y salir de Medicine Creek sin ser visto, sobre todo de noche, cuando bastaban dos faros a lo lejos para que la gente se asomara a la ventana. No, todo aquello no podía ser obra de un criminal itinerante, que dejara un rastro de víctimas en su camino. Todo indicaba que se trataba de alguien con domicilio en Medicine Creek. Increíble, pero irrefutable. Alguien del pueblo.
En conclusión, Hazen conocía al asesino.
–Ah, sheriff Hazen, me alegro de verlo.
McHyde lo saludó con la cabeza, educada y hasta respetuosamente. Su actitud había cambiado mucho. Ya no era tan soberbio. Aquel caso era un billete de salida de Kansas para cualquiera con ganas de subir al tren.
–Sheriff Hazen… –dijo Pendergast, con un pequeño gesto de la cabeza.
–Buenos días, Pendergast.
No dijeron nada más. El cadáver estaba tapado, en la camilla. El forense, por lo visto, aún no había empezado a trabajar. Hazen lamentó amargamente haber llegado tan temprano.
McHyde carraspeó.
–¿Enfermera Malone?
Le respondió una voz.
–Sí, doctor.
–¿Ya está todo listo?
–Sí, doctor.
–Perfecto. Ponga el vídeo en marcha.
–Sí, doctor.
Antes de empezar, como era de rigor, cada cual dijo su nombre y cargo. Hazen no dejaba de mirar el cadáver envuelto. Naturalmente que lo había visto en el lugar del crimen, pero no era lo mismo que encontrárselo en aquel entorno esterilizado y artificial. Por alguna razón, era peor.
El forense cogió la sábana y la levantó con lentitud y cuidado, descubriendo a un Stott hinchado y con la carne cayéndole literalmente de los huesos.
Hazen apartó rápidamente la vista, pero le dio vergüenza e hizo el esfuerzo de volver a mirar la camilla.
Ya tenía experiencia en ver cadáveres, pero ninguno era ni de lejos comparable a aquel. La piel del pecho se había retirado de la carne grasa como si se hubiese encogido. También se había contraído en las caderas y la cara. En varios puntos del cuerpo, la grasa licuada se había derramado, formando charquitos en la superficie de la camilla hasta cuajar y quedar blanca por la refrigeración. Lo que no había era gusanos. Qué raro. Por otro lado, parecía que faltara un trozo de cuerpo. En efecto: un pedazo del muslo izquierdo, donde aún se veían marcas de dientes. Parecían de perro. El mejor amigo del hombre. Hazen tragó saliva.
El forense tomó la palabra.
–Tenemos un cadáver identificado como William LaRue Stott, varón de raza blanca y treinta y dos años de edad.
Siguió pegando el rollo a la cámara, sin que nadie se apartara del cadáver. Por suerte, el discurso introductorio fue breve. McHyde miró a Pendergast y le preguntó solícito:
–¿Tiene algún comentario o sugerencia antes de que empecemos, agente especial Pendergast?
–No, gracias, de momento no.
–Muy bien. Esta mañana hemos realizado un examen preliminar del cadáver, y hemos observado varias anomalías importantes. Empezaré por el estado general.
Hizo una pausa para carraspear, y Hazen vio que miraba de reojo a la cámara de vídeo, situada encima de la camilla. Que sí, doctor, que estás muy guapo.
–Lo primero que he advertido ha sido la ausencia de invertebrados en el cuerpo, y el hecho de que apenas se hubiera iniciado la descomposición, a pesar de que la víctima llevaba muerta como mínimo dieciocho horas a temperaturas no inferiores a treinta y cinco grados, y a pleno sol durante un mínimo de doce horas.
Volvió a carraspear.
–La segunda anomalía es más evidente. Como puede apreciarse, la carne de las extremidades ha empezado a separarse del hueso. El fenómeno es más pronunciado en esta zona, alrededor de la cara, las manos y los pies. La nariz y los labios casi parecen haberse derretido. Faltan las dos orejas. Una de ellas fue encontrada en el lugar del crimen. Aquí, en las caderas y los hombros, la piel se ha contraído, retirándose del tejido graso que cubría. La preponderancia de sustancia sebácea es coherente con la hipótesis del derretimiento y posterior enfriamiento. No hay pelo ni cuero cabelludo; evidentemente, fueron arrancados post mórtem y después del… mmm… proceso. Se observa que el tejido graso se ha licuado parcialmente. Todo ello, junto con una serie de características anómalas, solo admite una explicación.
Hizo una pausa para respirar.
–El cadáver fue hervido.
Pendergast asintió.
–En efecto.
Hazen tardó un minuto en comprenderlo.
–¿Hervido?
–Todo indica que el cadáver fue sumergido en agua hirviendo y permaneció en ella como mínimo tres horas. A través de la autopsia, y de algunas pruebas bioquímicas, se podrá establecer el tiempo de inmersión con algo más de exactitud. Baste decir que el hervor fue suficiente para provocar las separaciones que se observan en los maxilares, la mandíbula… –Tocó la boca abierta con un dedo, y apartó la mejilla del hueso de debajo–. Observen que aquí, en el pie, se han desprendido casi todas las uñas. Lo mismo ocurre con las de esta mano; no solo faltan las uñas, sino los dedos segundo y tercero de la izquierda hasta los metacarpos mediales. Fíjense en que la cápsula de la articulación interfalángica proximal se ha desprendido aquí y aquí.