–No conozco la palabra.
–Digamos que después de lo que le hicieron no le habría reconocido ni su propia familia. Y luego le cortaron las botas y le despellejaron las plantas de los pies, para que no pudiera seguirles su espíritu. Las botas las enterraron una a cada lado de los túmulos, como una especie de medida de seguridad para que su espíritu malvado quedara prisionero para siempre.
Pendergast guardó el libro en su sitio y sacó otro en estado todavía más deplorable, cuyo título era
Commerce of tbe Prairies.
Mientras lo hojeaba, dijo:
–Ya. ¿Y la maldición?
–Cada cual le contará una cosa. Hay quien dice que el fantasma de Beaumont sigue rondando por los túmulos, buscando las botas, y hay quien cuenta cosas todavía peores, que, si no le importa, prefiero no repetir con mujeres delante. Yo lo único que puedo asegurar es que, justo antes de morir, Beaumont echó una maldición eterna sobre la tierra donde estaba. Mi bisabuelo, que seguía escondido en el agujero, lo oyó con sus propios oídos. Fue el único testigo que sobrevivió.
–Ya. –Pendergast había cogido otro libro, muy alto y fino–. Gracias por la lección de historia, señor Draper. Ha sido muy interesante.
Brushy Jim se levantó.
–No se merecen.
Pendergast, sin embargo, no parecía haberlo oído, enfrascado como estaba en el librito. Corrie observó que la tapa era de tela barata, y que sus páginas, pautadas, parecían cubiertas de dibujos mal hechos.
–Ah, eso –dijo Brushy Jim–. Se lo compró mi padre hace la tira de años a la viuda de un soldado. De hecho le timó. Me da vergüenza que se dejara engañar por una falsificación tan tonta. Siempre he tenido ganas de tirarlo a la basura.
–No es ninguna falsificación. –Pendergast pasó unas cuantas páginas con algo rayano en la veneración–. Todo indica que se trata de un auténtico libro de contabilidad indio, intacto, para más señas.
–¿Libro de contabilidad indio? –repitió Corrie–. ¿Qué es eso?
–Los cheyenes cogían libros viejos de contabilidad del ejército y los llenaban con dibujos de batallas, cortejos, cacerías… Los dibujos formaban la crónica de la vida de un guerrero, una especie de biografía. Los indios creían que los libros de contabilidad dibujados tenían poderes sobrenaturales, y que el que se los ataba al cuerpo era invencible. El Museo de Historia Natural de Nueva York conserva un ejemplar dibujado por un indio cheyene que se llamaba Uña del Meñique. Por desgracia no era tan mágico como creía su dueño, porque conserva el agujero de la bala de soldado blanco que atravesó tanto el libro como a Uña del Meñique.
Brushy Jim tenía los ojos muy abiertos.
–O sea… –dijo con incredulidad–. O sea, que según usted siempre… ¿Es auténtico?
Pendergast asintió con la cabeza.
–No solo es auténtico, sino que, o mucho me equivoco, o es una obra de especial importancia. Esta escena parece representar la batalla de Little Bighorn, y esta, la del final del libro, la religión de la Danza de los Espíritus. –Cerró el volumen con cuidado y se lo tendió a Brushy Jim–. Lo hizo un jefe sioux. Esto de aquí podría ser su símbolo, que podría interpretarse como Joroba de Búfalo. Tendrían que confirmarlo los expertos.
Brushy Jim cogió el libro con el brazo extendido, como si tuviera miedo de que se le cayese.
–Supongo que se da cuenta de que vale varios cientos de miles de dólares –dijo Pendergast–. Si quisiera venderlo, quizá le dieran más aún. Aunque debería conservarse en condiciones, porque la pulpa del papel de los libros de contabilidad tiene mucha acidez.
Brushy Jim acercó lentamente el libro a su cuerpo y lo hojeó.
–Quiero quedármelo, señor Pendergast. El dinero no lo necesito para nada. Pero ¿cómo lo… conservo?
–Conozco a alguien que hace maravillas con los libros, cuando están en tan mal estado y son tan frágiles como este. Estaré encantado de que se ocupe de él. Gratuitamente, claro.
Brushy Jim miró el libro, y se lo entregó al cabo de un minuto sin decir nada.
Se despidieron. Mientras Corrie conducía hacia el pueblo, Pendergast cerró los ojos y se enfrascó en sus pensamientos, con el libro de contabilidad cuidadosamente envuelto y suavemente apretado en una mano.
Willie Stott, con sus botas en el húmedo suelo de cemento, barría a ambos lados la mezcla caliente de lejía y agua, y empujaba mollejas, cabezas, crestas, visceras y otros despojos (englobados en el término «menudillos» por los trabajadores de la cadena) hacia el enorme desagüe de acero inoxidable situado bajo la zona de evisceración. Sus muchos años de experiencia le hacían mover con soltura la manguera, cuyo chorro, orientado a izquierda y derecha, hacía correr las ristras de despojos y las reunía en el centro. En manos de Stott, el chorro era como un pincel en las de un pintor; todo se convertía en una larga hilera ensangrentada, hasta la ráfaga final que, como la firma del artista, impulsaba el conjunto hasta el desagüe, que se lo tragaba con un gorgoteo de succión. Procedió a un último repaso general para limpiar las últimas barbas y picos, que saltaban y bailaban a merced de su manguera.
A los pocos días de entrar a trabajar en Gro-Bain, Stott había dejado de comer pavo, y, a los pocos meses, carne en general, como casi todos sus compañeros de trabajo, al menos los que conocía. El día de Acción de Gracias, Gro-Bain daba pavo a discreción a todos sus empleados, pero Stott aún no sabía de nadie que lo comiera.
Al terminar, cerró el agua y dejó el pitorro en su sitio. Eran las diez y cuarto. Hacía varias horas que se habían marchado los últimos trabajadores del segundo turno. En otros tiempos había existido un tercer turno, desde las ocho a las cuatro de la mañana, pero la situación había cambiado.
Sintió la presión reconfortante de la botellita de Od Grand-Dad en el bolsillo trasero. En recompensa a la faena terminada, la cogió, desenroscó el tapón y echó un trago. El whisky, tibio por el calor corporal, bajó a su estómago con un delicioso hormigueo, y se le subió enseguida a la cabeza.
La vida no estaba tan mal.
Vació la botellita, se la guardó en el bolsillo y cogió el escurridor de goma de la pared de azulejos. Adelante, atrás, adelante, atrás… En cinco minutos todo (el suelo, la plataforma de trabajo y la cinta transportadora) estaba tan limpio y seco que se podía comer encima. El tufo a mierda, miedo, sangre y visceras rancias de pavo había sido sustituido por el olor limpio y astringente de la lejía. Otro trabajo bien hecho. Stott sintió un legítimo orgullo.
Quiso coger la botellita, pero se acordó de que estaba vacía y miró su reloj. Faltaba media hora para que cerrara el Wagon Wheel. Si Jimmy, el vigilante nocturno, era puntual, le sobraría tiempo.
Qué maravillosa idea.
Mientras guardaba el resto del equipo de limpieza, oyó a Jimmy entrando en la fábrica. De hecho llegaba con cinco minutos de antelación. Seguro que tenía el reloj adelantado. Stott fue a esperar a la zona de descarga, y un minuto después oyó acercarse a Jimmy con un ruido como de camión de helados, debido a las llaves y el resto de chorradas que llevaba encima.
–¡Eh, Jimmy!
–Qué pasa, Willie.
–Aquí te lo dejo.
–Sí, hombre, sí.
Stott salió al aparcamiento de empleados, donde solo quedaba su coche bajo la farola del fondo. Como llegaba en medio del segundo turno, siempre lo dejaba al final. Hacía una noche calurosa y silenciosa. Se acercó a su coche, de círculo de luz en círculo de luz. Al fondo, los maizales se perdían en la oscuridad. Los tallos más próximos (los que se distinguían a simple vista) parecían escuchar, tiesos e inmóviles. Con el cielo nublado, no se podía saber dónde acababa el maíz y empezaba la noche. Parecía un enorme desagüe negro. Stott caminó más deprisa. No era normal estar rodeado de tanto maíz. La gente se volvía rara.
Quitó el seguro del coche, entró y cerró de un portazo. La sacudida desprendió la capita de polvo y polen de maíz que se había acumulado en el techo, e hizo que cayera por las ventanillas. Al poner el seguro, se ensució con más polvo. ¡Qué asco! Estaba en todas partes. Menos mal que ya notaba el sabor del whisky de Swede haciendo arder el fondo de su garganta y aclarándosela.
Arrancó, pero después de unas revoluciones el motor de su viejo AMC Hornet se caló.
Soltó un taco, miró por las ventanillas. A la derecha, oscuridad. A la izquierda, el aparcamiento vacío, con sus intervalos regulares de luz.
Esperó un poco y volvió a accionar la llave de contacto, esta vez con éxito. Después de unas revoluciones, metió la marcha, y el coche se puso en movimiento con las protestas metálicas de rigor.
«Allá voy, Wagon Wheel.» Solo de pensarlo ya se le calentaba el cuerpo. Una botellita, o un simple trago; lo necesario para volver a Elmwood Acres, la triste y minúscula urbanización donde vivía, al otro lado del pueblo. Bien pensado, quizá las botellitas fueran dos. Una noche era una noche.
Las luces de la planta de Gro-Bain se alejaron. Stott, tarareando una canción, se internó a oscuras entre dos paredes borrosas de maíz, iluminando con los faros un corto tramo de carretera polvorienta. La siguiente curva iniciaba el lento giro hacia Medicine Creek. Las luces del pueblo quedaban a la izquierda, iluminando un trozo de cielo por encima del maíz.
Al tomar la curva, el motor volvió a protestar. Era un ruido más inquietante que el de antes. De repente se caló y se apagó traqueteando.
–Mierda.
El Hornet rodó unos metros con el motor apagado. Stott lo dejó en el arcén e hizo girar la llave de contacto, pero no consiguió que respondiera. Estaba como muerto.
–¡Mierda! –Aporreó el volante–. ¡Mierda, mierda y mierda!
Su voz se apagó dentro del coche. Estaba rodeado de silencio y oscuridad. A juzgar por el ruido, la cosa no tenía remedio. De hecho tampoco tenía una linterna para mirar debajo del capó.
Sacó la petaca, la desenroscó y la empinó para aprovechar laúltima gota. Después le dio unas vueltas, relamiéndose y mirándola. En casa no tenía más.
La tiró al maizal por la ventanilla, y miró su reloj. Faltaban veinte minutos para que cerrara el Wagón Wheel. Veinte minutos y casi dos kilómetros. Caminando deprisa, llegaría.
Al coger la manecilla de la puerta, pensó en el asesinato de unos días atrás, y en los detalles truculentos que había insinuado el periódico.
«Sí, claro; dos mil millones de hectáreas de maíz y va a haber un chalado esperando justo entre aquí y el Wagon Wheel.»
Al abrir la puerta, el bochorno nocturno entró en el coche. ¡Joder! ¡Las once menos veinte y aún hacía un calor de mil demonios! Reconoció el olor a maíz y humedad. Los grillos cantaban en la oscuridad. Lejos, en el horizonte, se veían relámpagos de calor.
Se preguntó si convenía dejar puesto el intermitente, pero decidió no agravar el problema gastando la batería. Por ahí no pasaba nadie hasta las siete, cuando empezaba el preturno.
Si quería encontrar abierto el Wagón Wheel, no había tiempo que perder.
Caminó deprisa por la carretera, dando zancadas con sus largas piernas. En la fábrica le pagaban siete cincuenta por hora. ¿Cómo coño iba a llevar el coche al taller con siete cincuenta por hora? Seguro que Ernie le habría hecho un favor, pero las piezas de repuesto, de por sí, valían una fortuna. Un estárter nuevo ya podía costar entre trescientos cincuenta y cuatrocientos dólares. Dos semanas de trabajo. En fin, siempre podía ir al trabajo con Rip. Para volver tendría que pedirle prestado el coche a Jimmy, como la última vez, y volver a recogerlo a las siete. La pega era que Jimmy quería que pagara toda la gasolina, y con lo cara que estaba…
Qué injusticia. Un trabajador tan bueno como él se merecía como mínimo nueve billetes por hora.
Caminó más deprisa. La cálida luz amarilla del Wagon Wheel, su larga barra de madera, los lamentos de la máquina de discos, el brillo de las botellas y los vasos delante del espejo… Eran imágenes que le oprimían el corazón y le impulsaban las piernas.
Se detuvo de repente. Creía haber oído algo a la derecha, en el maíz.
Prestó atención, pero el silencio era total. No soplaba la menor brisa. Los relámpagos de calor eran constantes.
Siguió caminando, pero por el centro de la carretera. Todo estaba en silencio. Habría sido algún animal. Un mapache, quizá. O su imaginación.
Volvió a pensar en el Wagón Wheel. Ya veía moverse el cuerpo robusto de Swede al otro lado de la barra, con sus mejillas rojas y su bigote con guías; el bueno de Swede, que siempre tenía palabras amables para todos. Lo imaginó llenando hasta el borde el vasito de whisky. Se imaginó a sí mismo acercándolo a los labios. Se imaginó el ardiente líquido corriendo por su garganta. En vez de comprar una botellita, pagaría un poco más y bebería en el bar. Ya lo llevaría Swede en coche, que para algo trataba tan bien a los clientes; la otra opción era dormir en la sala del fondo y pasar a ver a Ernie a primera hora. No sería la primera noche que pasara en el Wagon Wheel. Siempre era mejor que irse con la parienta. La llamaría desde el bar y le daría alguna excu…
Volvió a oír el mismo ruido en el maizal.
Titubeó un poco y reemprendió su camino, pisando asfalto caliente y blando con las zapatillas de trabajo. De repente volvió a oír el ruido, pero más cerca, lo bastante para ser reconocible.
Era alguien apartando tallos de maíz seco.
Miró a la derecha, pero solo se veían las espigas recortadas en la poca luz del cielo. El resto era una pared de oscuridad.
De repente, al fijarse, vio temblar un tallo.
¿Qué era? ¿Un ciervo? ¿Un coyote?
–¡Eh! –gritó, moviendo las manos en la dirección del ruido.
La respuesta le heló la sangre. Era un gruñido al mismo tiempo humano e inhumano:
–Muh.
–¿Quién va?
Ya no se oía nada.
–A la puta mierda –dijo, yendo más deprisa por el lado opuesto de la carretera–. No sé quién eres, pero a la puta mierda.
Se oyó ruido en el maizal, de pasos más veloces a su misma altura.
–Muh.
Stott inició un trote ligero por el otro arcén.
No lograba dejar atrás el ruido de tallos. La voz, extraña y entrecortada, aumentó en volumen e insistencia.
–¡Muh! ¡Muh!
Stott echó a correr. En respuesta, los tallos de maíz de la derecha se movieron con más intensidad. La tenue luz del cielo permitía ver el balanceo de las puntas de las espigas más cercanas a la carretera, acompañado por un ruido de tallos rotos. Al cabo de un rato, Stott vio algo oscuro saliendo muy deprisa del maizal, algo que primero se movía paralelamente a él, pero que a partir de un momento se empezó a acercar.