Al llegar a los escalones de la iglesia, Ludwig respiró hondo. Y de repente abrió mucho los ojos.
La gente que lo rodeaba empezó a hacer lo mismo, y a quedar fascinada por lo que veía por la puerta de madera. Se oyeron varios gritos ahogados, y un grave murmullo que empezó a saltar de persona en persona como una corriente eléctrica, y a propagarse por la sala aumentando de volumen hasta amenazar la exégesis de Chauncy sobre las variedades de maíz.
–¿Qué pasa? –preguntó el doctor a media frase–. ¿Qué hay?
Nadie contestó. Todas las miradas convergían al otro lado de las Puertas abiertas de la sala, donde el cielo amarillo servía de telón a una columna de buitres que estrechaba su cerco sobre el interminable horizonte de maíz.
Cuando Corrie Swanson frenó ante la iglesia, había varios grupos murmurando inquietos por la explanada de césped. De vez en cuando, alguien se apartaba y oteaba el maizal. Aunque debía de haber un total de cincuenta personas, Corrie no vio a Pendergast; incomprensible ausencia, teniendo en cuenta que no solo le había pedido que acudiera lo antes posible, sino que había estado muy insistente. Casi fue un alivio. Tenía el presentimiento de que Pendergast la enemistaría aún más con el pueblo, donde ya era la paria número uno. Volvió a preguntarse en qué lío se había metido. El dinero aún estaba en la guantera, tentador. Después de meterla en un berenjenal, Pendergast se iría y la dejaría en Medicine Creek para que asumiera las consecuencias. Si fuera un poco inteligente le habría devuelto el dinero y se habría lavado las manos.
De repente la asustó una silueta negra junto al coche. Pendergast, aparecido como por ensalmo, abrió la puerta y se deslizó en su asiento con la elegancia de un gato. A veces su manera de moverse le ponía los pelos de punta.
Corrie acercó la mano al salpicadero para bajar un poco el volumen de «Starfuckers», de los Nine Inch Nails, e intentó preguntar con naturalidad:
–¿Qué, agente especial, adonde vamos?
Pendergast señaló el maizal con la cabeza.
–¿Ve los pájaros?
Corrie se protegió del sol poniente con la mano.
–¿Aquellos buitres? ¿Qué les pasa?
–Que es a donde vamos.
Al arrancar, el coche traqueteó y escupió humo negro.
–No hay carretera, y esto, por si no se ha fijado, es un Grem-lin, no un Hummer.
–Descuide, señorita Swanson, que mi intención no es que se le quede el coche atascado en un maizal. Por favor, vaya hacia el oeste por la carretera del condado.
–Usted sabrá.
Pisó el acelerador. El esfuerzo de apartarse de la acera hizo vibrar el Gremlin.
–¿Qué tal la Fiesta del Pavo? Aquí, en esta mierda de pueblo, es el gran acontecimiento del año.
–Muy instructivo desde el punto de vista antropológico.
–¿Antropológico? Ya: el agente especial Pendergast entre los salvajes. ¿Han presentado al de la universidad, el que quiere plantar maíz radiactivo por la zona?
–Maíz genéticamente modificado. Sí, estaba en la fiesta.
–¿Y qué pinta tiene? ¿Con tres cabezas?
–Si ese era el caso, debieron de operarlo con éxito en la infancia.
Corrie miró a Pendergast, que le ofreció su expresión plácida, comedida y seria de siempre. Imposible saber cuándo decía algo en broma. Nunca había visto a un adulto tan raro, y, teniendo en cuenta la cantidad de personajes que pululaban por Medicine Creek, no era poco decir.
–Esa velocidad, señorita Swanson…
–Perdón. –Frenó un poco–. Creía que los del FBI conducían a la velocidad que les daba la gana.
–Estoy de vacaciones.
–El sheriff nunca baja de los ciento sesenta, ni siquiera cuando no está de servicio. Y cuando hay bollitos frescos en el Wagón Wheel se nota enseguida, porque entonces va a ciento noventa.
Se deslizaron en silencio por el liso asfalto.
–Por favor, señorita Swanson, mire hacia delante. ¿Ve el coche del sheriff? Pues aparque detrás.
Como anochecía, Corrie tuvo que aguzar la vista para distinguir el coche patrulla, que estaba en el arcén incorrecto con lasluces puestas. Arriba, más o menos a medio kilómetro por el maizal, la columna de buitres se veía mejor que antes.
De repente lo entendió, y dijo:
–¡Madre mía! ¡No será otra vez lo mismo!
–Habrá que verlo.
Frenó detrás del coche patrulla y encendió el intermitente, mientras Pendergast salía.
–Es posible que tarde.
–¿No lo acompaño?
–Lo siento, pero no.
–Da igual, he traído un libro.
El agente se internó en el maizal. Al perderlo de vista, Corrie sintió una vaga desazón. Después miró el asiento trasero, donde siempre tenía cinco o seis libros desperdigados de ciencia ficción, terror o
splatterpunk,
más alguna novela romántica para adolescentes en cuya lectura nunca se dejaba sorprender por nadie. Quizá amenizase la espera con aquel
thriller
tecnológico que acababa de salir,
Mucho más allá del hielo.
Lo cogió, pero no empezó su lectura. Por alguna razón, la idea de leer a solas en el coche le resultaba menos atractiva que de costumbre. Se le fue la vista hacia los buitres, que volaban más alto. Aunque empezara a ser de noche, vio que estaban alborotados. Quizá los hubiera ahuyentado el sheriff. Sintió una punzada de curiosidad. En el maíz podía haber algo mucho más interesante que el argumento de sus fantasiosas novelas.
Tiró el libro al asiento trasero con un resoplido de impaciencia. No pensaba dejarse gobernar por Pendergast. Tenía el mismo derecho que cualquiera a ver qué pasaba.
Abrió la puerta del coche, y al meterse en el maizal reconoció las huellas del sheriff en el polvo. Había otra hilera más estrecha que seguían y desandaban la de los zapatos de payaso de Hazen. Debían de ser las de su ayudante Tad, un chico bienintencionado pero de pocas luces. Cerca de ellas, discurrían ligeras las de Pendergast.
Dentro del maizal hacía mucho calor, y la sensación era de claustrofobia. Las mazorcas, que a Corrie le quedaban bastante por encima de la cabeza, se balanceaban a su paso con un ruido de farfolla, y la recibían con una lluvia de polvo y polen. El cielo aún atesoraba un poco de luz, pero dentro del maizal parecía que ya fuese de noche. Empezó a respirar más deprisa, y a dudar de que hubiera sido buena idea. Ella nunca se metía en los maizales. Los odiaba desde pequeña. Primero, en primavera, eran puro polvo; máquinas gigantes levantando la tierra, y unas columnas de humo que dejaban todo el pueblo perdido (incluida su cama, llena de granitos). Después salía el maíz, y durante cuatro meses el único tema de conversación era el tiempo. Lentamente, las carreteras quedaban encerradas por altas paredes de maíz, hasta que se tenía la sensación de conducir por un túnel verde. En esos momentos el maíz ya amarilleaba; pronto habrían vuelto las máquinas gigantes, y dejarían la tierra desnuda y fea como un caniche afeitado.
Era horrible. Por
si
no fuera bastante grave tener la nariz llena de polvo, y los ojos llorosos, el olor a moho y papel le daba náuseas. Kilómetros y kilómetros de maíz, que seguramente no creciera para alimentar a las personas o a los animales, sino a los coches… Maíz de coche. Qué asco. Qué asco.
De improviso salió a un claro pequeño y muy pisado, donde encontró al sheriff y Tad con sendas linternas, inclinados sobre algo. Pendergast se mantenía aparte. La irrupción de Corrie hizo que la mirara con sus ojos claros, que en el crepúsculo casi eran luminosos.
Sintió un vuelco muy desagradable en el estómago. En el centro del claro había algo muerto, pero cuando hizo el esfuerzo de mirar se dio cuenta de que solo era un perro, marrón y tan hinchado por los gases de la putrefacción que se le habían puesto los pelos de punta. El resultado era horrible y extraño, como un pez globo con cuatro patas. El aire inmóvil, cargado de moscas, tenía un olor repugnante y dulzón.
El sheriff se volvió y dijo con tono campechano:
–Bueno, Pendergast, parece que nos hemos molestado por nada.
Al mirar por encima del hombro del agente, y ver a Corrie, la observó durante unos segundos cargados de tensión. Después volvió a mirar a Pendergast, que no decía nada.
El agente también había sacado una pequeña linterna del bolsillo, con la que iluminaba al perro muerto e hinchado. Corrie se mareó al reconocer el labrador de color chocolate del hijo de Swede Cahill un niño de doce años, simpático y con pecas.
–Bueno, Tad –dijo el sheriff, dando una palmada en el hombro a su larguirucho ayudante–, ya hemos visto todo lo que había que ver. Vamonos.
Mientras tanto, Pendergast se había acercado al perro y lo examinaba de rodillas, molestando a las moscas que formaban una nube en constante movimiento por encima del animal.
El sheriff pasó al lado de Corrie como si no existiera, y al llegar al borde del claro se volvió y dijo:
–¿No viene, Pendergast?
–Aún no he terminado mi examen.
–¿Ha encontrado algo interesante?
Tras unos instantes de silencio, Pendergast respondió:
–Es otro asesinato.
–¿Otro asesinato? Aquí lo que hay es un perro muerto, y estamos a tres kilómetros de donde apareció el cadáver de Sheila Swegg.
Corrie, vagamente horrorizada, vio que el agente del FBI cogía la cabeza del perro, la desplazaba suavemente hacia ambos lados, la dejaba en el suelo y enfocaba la linterna en la boca, las orejas y el flanco. El zumbido furibundo de las moscas se volvió más intenso.
–¿Qué? –preguntó el sheriff, con más dureza que antes.
–A este perro le han partido el cuello –dijo Pendergast.
–Lo atrepellaron, y se arrastró hasta aquí para morir. Es habitual.
–Si lo hubieran atropellado no tendría la cola así.
–¿Qué cola?
–A eso me refiero.
El sheriff y Tad dirigieron sus respectivas linternas hacia los cuartos traseros del perro. No había cola, sino un muñón rosado con un hueso blanco en medio.
El sheriff no dijo nada.
–Y aquí… –Pendergast iluminó el maíz–. Preveo que encontrarán las huellas de la persona que lo ha matado; huellas descalzas del cuarenta y seis volviendo hacia el río, idénticas a las que aparecieron con el primer cadáver.
–Pues mire, Pendergast –dijo el sheriff, después de otro silencio–, lo único que se me ocurre es que es un alivio. Usted lo atribuía a un asesino en serie, pero ahora sabemos que es un enfermo. Porque matar un perro y cortarle la cola… Manda cojones.
–Sí, pero se habrá fijado en la diferencia: en este caso no hay ceremonial, ni la sensación de que el cadáver está integrado en una composición.
–¿Y qué?
–Que no cuadra. Claro que solo se puede concluir una cosa: que se trata de otro patrón, o mejor dicho de una clase completamente nueva.
–¿Clase? ¿Clase de qué?
–De asesino en serie.
Hazen miró teatralmente al cielo.
–Por lo que a mí respecta, sigue habiendo un único asesinato. Un perro no cuenta. –Se volvió hacia Tad–. Llama al forense, y que se lleven el perro a Garden City para hacerle la autopsia. Luego avisas a los del departamento para que analicen el claro, con especial atención a las huellas, si las hay. Ah, y que la policía del estado ponga vigilancia. Quiero que lo precinten, y que no entre nadie sin autorización. ¿Lo has entendido?
–Sí, sheriff.
–Muy bien. Bueno, Pendergast, espero que a partir de este momento se lleve a cualquier persona no autorizada del lugar del crimen.
Corrie se asustó cuando Hazen la iluminó con la linterna.
–¡No se referirá a mi ayudante, sheriff!
El silencio se podía cortar. Corrie miró al agente de reojo, preguntándose a qué jugaba. ¿Ayudante? Se le reavivaron antiguos temores: pronto Pendergast querría ayudarla a bajarse los pantalones.
El sheriff tardó un poco en hablar.
–¿Ayudante? ¿Se refiere a la delincuente que tiene al lado? ¿La que tiene pendiente un juicio por robo de segundo grado? Lo cual, dicho sea de paso, en Kansas constituye un delito grave.
–En efecto, a ella.
El sheriff asintió con la cabeza. Sus siguientes palabras fueron de una suavidad inhabitual.
–Mire, señor Pendergast, yo soy una persona paciente. Solo se lo diré una vez: todo tiene su límite.
Pendergast rompió el silencio contestando:
–Señorita Swanson, ¿tendría la amabilidad de sostener la linterna mientras examino la parte posterior de este perro?
Corrie se tapó la nariz con una mano, cogió la linterna con la otra y la enfocó en el lugar indicado. Notaba al sheriff detrás, mirándole la nuca con tanta insistencia que se le erizó el vello.
Pendergast se levantó y puso una mano en el hombro de Ha-zen, que la miró con ganas de apartarla.
–Sheriff Hazen –dijo el agente del FBI, con repentina deferencia–, quizá tenga la impresión de que he venido expresamente a molestarlo, pero le aseguro que tengo buenos motivos para todo lo que hago. Tengo la esperanza de que no renuncie a esa paciencia que ya ha demostrado tener, y que admiro. Solo le pido, por lo tanto, que me tolere un poco más, a mí y a mis métodos poco ortodoxos; y también a mi poco ortodoxa ayudante.
El sheriff puso cara de pensárselo, y su tono se volvió menos crispado.
–Sinceramente, no puedo decir que me guste su manera de llevar el caso. Siempre tengo la impresión de que los del FBI se olvidan de que después de pillar al culpable hay que condenarlo. Ya sabe que, hoy en día, a la mínima sospecha de manipulación de pruebas el sospechoso queda libre. –Miró a Corrie de reojo–. Más vale que tenga autorización para entrar en el lugar del crimen.
–La tendrá.
–Imagínese la impresión del jurado al verla con el pelo violeta y un collar de perro. Y con antecedentes penales, por si fuera poco.
–Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos.
El sheriff lo miró fijamente.
–Pues nada, lo dejo con Bobby, pero acuérdese de lo que le he dicho. Ven, Tad, vamos a hacer las llamadas de turno.
Dio media vuelta y, encendiendo un cigarrillo, desapareció al otro lado del muro de maíz, seguido por Tad. Las últimas pisadas en las farfollas devolvieron el silencio al claro.
Corrie se apartó unos pasos del olor a podrido.
–Agente Pendergast…
–Dígame, señorita Swanson.
–¿Qué ha sido esa chorrada de «ayudante»?
–He deducido su disposición a aceptar el cargo del hecho de que haya venido aquí desobedeciendo mis órdenes, señal de un interés por los aspectos forenses del crimen.