–¡Señorita Swanson! –dijo–. Muy puntual; no como nosotros, que llevamos retraso. Reconozco que me cuesta un poco acostumbrarme a que en este pueblo se coma tan temprano.
Corrie le siguió al comedor, donde se distinguían los restos de una sofisticada comida a la luz de las velas. En la cabecera de la mesa, Winifred Kraus se limpiaba afectadamente la boca con una servilleta de encaje.
–Siéntese, por favor –dijo el agente–. ¿Un café? ¿Un té?
–No, gracias.
Pendergast fue a la cocina y volvió con una tetera de aspecto peculiar, cuyo verde contenido sirvió en dos tazas. Ofreció una a Winifred, y se quedó con la otra.
–Bueno, señorita Swanson, si no me equivoco ha entrevistado a Andy Cahill.
Corrie cambió incómodamente de postura y dejó la libreta encima de la mesa.
Pendergast arqueó las cejas.
–¿Qué es?
–Mi cuaderno de notas –dijo ella, a la defensiva pero sin saber por qué–. ¿No me pidió que entrevistara a Andy? Pues es lo que he hecho. En algún sitio tenía que apuntarlo.
–Magnífico. Infórmeme.
Pendergast se acomodó en la silla con las manos juntas. Corrie, nerviosa, abrió la libreta.
–¡Qué letra más bonita! –dijo Winifred, inclinándose más de la cuenta.
–Gracias.
Corrie apartó la libreta. Vieja cotilla…
–Anoche fui a casa de Andy. Había estado todo el día de excursión. Le conté lo de su perro, pero no cómo se había muerto. Di a entender que atropellado. Le sentó bastante mal. Quería mucho a Jiff.
Hizo una pausa. Los ojos de Pendergast estaban casi cerrados, como de costumbre. Esperó que no volviera a quedarse dormido.
–Me dijo que Jiff había tenido unos días un poco raros; no quería salir, se escondía por la casa, y para darle de comer había que sacarlo de debajo de la cama.
Pasó de página.
–Hasta que hace dos días…
–Fechas exactas, por favor.
–El 10 de agosto.
–Siga.
–El 10 de agosto, Jiff se… se cagó en la alfombra del salón. –Como nadie decía nada, miró hacia arriba, nerviosa–. Perdón, pero es lo que hizo.
–Querida –dijo Winifred–, deberías haber dicho que ensució la alfombra.
–Es que no es que la ensuciara, es que se cagó. Bueno, tuvo diarrea.
Además, ¿qué le importaba el informe a esa vieja entrometida? Corrie se preguntó cómo podía soportarla Pendergast.
–Siga, por favor, señorita Swanson.
–Bueno, pues resulta que la señora Cahill, que es un mal bicho, se cabreó, sacó a Jiff a patadas y le hizo limpiar la porquería a Andy. Andy quería llevarlo al veterinario, pero su madre no quería gastar. El caso es que fue la última vez que vio a su perro.
–¿A qué hora?
–A las siete de la tarde.
Pendergast asintió y juntó las yemas de los dedos.
–¿Dónde viven los Cahill?
–En la última casa de la carretera de Deeper, más o menos a dos kilómetros del pueblo. Cerca del cementerio y justo antes del puente.
Pendergast hizo un gesto de aquiescencia.
–¿Cómo sacaron de la casa a Jiff? ¿Con collar?
–Sí –dijo Corrie, disimulando lo orgullosa que estaba de haber hecho la pregunta.
–Muy buen trabajo. –Pendergast se levantó–. ¿Alguna novedad sobre la desaparición de William Stott?
–No –dijo Corrie–. Están haciendo una batida. He oído que han pedido una avioneta a Dodge City.
Pendergast asintió, se levantó de la mesa, se acercó tranquilamente a la ventana con las manos en la espalda y contempló el interminable maizal.
–¿Usted cree que lo han matado? –preguntó Corrie.
Pendergast siguió contemplando el maíz, con su traje negro recortado en el cielo de la tarde.
–Me he estado dedicando a observar la avifauna de Medicine Creek.
–Ya –dijo Corrie.
–Por ejemplo –dijo Pendergast–, ¿ve aquel buitre?
Corrie se acercó, pero no vio nada.
–Allá.
Lo vio. Era un pájaro volando solo en el cielo naranja.
–Sí, por aquí siempre hay buitres.
–Cierto, pero hace un minuto planeaba sobre una corriente de aire cálido, como desde hace una hora, mientras que ahora vuela contra el viento.
–¿Y qué?
–Que para los buitres supone un gran esfuerzo volar contra el viento. Solo lo hacen en un caso. –Esperó, mirando atentamente por la ventana–. Fíjese, ha cambiado de dirección. Ya ha visto lo que le interesa.
Se volvió rápidamente hacia Corrie.
–Deprisa –murmuró–. No hay tiempo que perder. Tenemos que llegar antes de que lo estropeen todo las hordas de la policía del estado. No sea que haya algo, y… –Se volvió hacia Winifred y dijo–: Perdone que nos vayamos tan de repente, señorita Kraus.
La anciana se levantó muy pálida.
–No será otro…
–Puede ser cualquier cosa.
Winifred volvió a tomar asiento y se retorció las manos.
–¡Válgame Dios!
–Podríamos ir por el camino de la línea de alta tensión –dijo Corrie al salir de la casa, con Pendergast en cabeza–. Pero el último medio kilómetro tendremos que hacerlo a pie.
–Entendido –contestó él lacónicamente, mientras subía al coche y cerraba la puerta–. Como excepción, señorita Swanson, puede saltarse el límite de velocidad.
Cinco minutos después, el Gremlin penetró en la pista estrecha y llena de baches que se conocía en el pueblo como «el camino de la línea de alta tensión». Corrie conocía aquel tramo solitario y polvoriento como la palma de su mano; era donde iba a leer, soñar despierta o, sencillamente, huir de su madre y los cretinos del instituto. La idea de que en aquel remoto maizal pudiera haber acechado (o seguir acechando) un asesino le dio escalofríos.
Vio el buitre, pero ya no estaba solo; ahora había toda una bandada trazando lentos círculos sobre el maíz. Los baches eran tan hondos que hacían saltar el coche y lo rascaban por debajo. Los resplandores finales del crepúsculo morían al oeste, en una orgía de sangrientos nubarrones velozmente borrada por la oscuridad.
–Aquí –dijo Pendergast, como si hablara solo.
Corrie frenó, y bajaron. Su presencia hizo que los buitres se elevaran. Pendergast se internó por el maíz dando zancadas. Corrie lo seguía de cerca. De improviso, el agente se detuvo.
–Le recuerdo mi anterior advertencia, señorita Swanson. Es muy posible que encontremos algo bastante más desagradable que un perro muerto.
Corrie asintió con la cabeza.
–Si quiere esperar en el coche…
Corrie hizo un esfuerzo para no delatar su nerviosismo.
–¿Ya no se acuerda de que soy su ayudante?
Tras una mirada larga e inquisitiva, el agente movió la cabeza.
–De acuerdo. Considero que está a la altura del reto, pero recuerde, por favor, que su autorización para acceder al lugar del crimen es limitada. No toque nada, siga mis pasos y acate mis instrucciones al pie de la letra.
–Muy bien.
Pendergast empezó a andar por las hileras de maíz, deprisa, en silencio y sin mover apenas las espigas. A Corrie le costaba no rezagarse, pero agradeció el esfuerzo, porque le impedía pensar en lo que pudiera estar esperándolos. De todos modos, fuera lo que fuese, la idea de quedarse a solas en el Gremlin con la noche a punto de caer aún era menos seductora. Ya he visto un escenario del crimen, pensó, y también vi el perro. Sea lo que sea, no me afectará tanto.
Pendergast hizo otra parada brusca. Frente a ellos, las hileras estaban rotas y apartadas, formando un pequeño claro. Corrie quedó paralizada al lado del agente. El susto la había clavado al suelo. Aunque hubiera poca luz, era bastante para no ahorrarle ni un detalle de la horrible visión.
Seguía sin poder mover un solo músculo. El aire pesaba inmóvil sobre el atroz espectáculo. La nariz se le impregnó de un olor como de jamón rancio, y de repente sintió una contracción en la garganta, acompañada de un ardor y un espasmo de los músculos abdominales.
«Mierda,–pensó–. Ahora no. Delante de Pendergast no».
Se inclinó bruscamente y vomitó en el maíz. Nada más levantarse, se volvió a doblar por la cintura. Tras la segunda arcada, se irguió con esfuerzo y entre toses. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Sentía una mezcla de vergüenza y miedo.
Por suerte, Pendergast no parecía haberse dado cuenta. Estaba unos metros por delante, arrodillado y absorto en el centro del claro. Corrie tuvo la impresión de que el acto puramente físico de vomitar la había sacado de su parálisis, y hasta era posible que la hubiera preparado un poco para la horrible imagen. Volvió a limpiarse la boca, avanzó con precaución y se quedó al borde del claro.
El cadáver estaba boca arriba, desnudo, con los brazos en cruz y las piernas separadas. Su piel tenía un color irreal, entre gris y blanco. Todo él estaba cubierto de una pátina pegajosa. Por alguna razón, parecía fofo, como si la piel y la carne se estuviera licuando y separando de los huesos. Corrie comprendió con un escalofrío que era la pura verdad: la piel de la cara estaba suelta, separada de la mandíbula. La carne pendía flácida en los hombros, donde se veía asomar el color blanco del hueso. En el suelo había una oreja deforme y viscosa, totalmente separada del cuerpo. La otra no estaba. Corrie volvió a sentir la misma contracción en la garganta, y se volvió con los ojos cerrados. Cuando se recuperó volvió a mirar.
El cadáver no tenía ni un solo pelo. También los órganos sexuales masculinos estaban desgajados, aunque se apreciaba un esfuerzo por incorporarlos, o como mínimo dejarlos en su sitio. Corrie conocía a Stott de haberlo visto por el pueblo, pero aquel cadáver era imposible de identificar como el del borracho flacucho que se ocupaba de la limpieza de la planta de Gro-Bain. Ni siquiera parecía humano. Estaba hinchado como un cerdo muerto.
Cuando empezó a superar el susto y la impresión, observó otros detalles, como la peculiar disposición geométrica de las espigas por el claro, y la presencia de algunos objetos hechos de farfolla pero sin gran habilidad. Podían ser cuencos, vasos o cualquier otra cosa. Imposible saberlo.
De repente oyó un zumbido justo encima de ellos, un zumbido muy fuerte, y miró hacia arriba. Era una avioneta dando vueltas sobre el claro a poca altura. Ni siquiera la había oído acercarse. El aparato se inclinó, giró y se alejó hacia el norte a gran velocidad.
Corrie descubrió que Pendergast la estaba mirando.
–La avioneta de Dodge City. Dentro de diez minutos llegará el sheriff, y poco después la policía del estado.
–Ah…
Corrie casi no podía articular.
–¿Se encuentra bien? –preguntó Pendergast, con su pequeña linterna en una mano–. ¿Se siente capaz de sostener esta linterna?
–Creo que sí.
–Magnífico.
Corrie se tapó la nariz, respiró hondo y dirigió la luz a donde le indicaba Pendergast. Oscurecía por momentos. El agente había sacado una probeta del bolsillo de su chaqueta. Con unas pinzas metió en ella una serie de cosas invisibles. Después aparecieron otras dos probetas, que fueron diestramente usadas para el mismo fin. Pendergast trabajaba deprisa, moviéndose cada vez más cerca del cadáver, en círculos. De vez en cuando murmuraba instrucciones sobre la dirección de la luz.
Corrie reconoció a lo lejos la sirena del coche patrulla del sheriff.
Pendergast repasó el cadáver con detenimiento, pero más deprisa que antes; usaba las pinzas para extraer pequeñas muestras, con la cara a pocos centímetros de aquella piel. El tufo a jamón podrido no remitía. Corrie tuvo otro ataque de náuseas.
El ruido de la sirena aumentó gradualmente de volumen hasta apagarse de golpe. Corrie oyó dos portazos seguidos al otro lado del muro de maíz.
Pendergast se levantó. Todo había desaparecido como por arte de magia entre los pliegues de su traje negro perfectamente planchado.
–Apártese, por favor –dijo.
Retrocedieron hasta el borde del claro, justo cuando llegaban el sheriff y su ayudante. Las sirenas se habían multiplicado. Ahora se les sumaban varias radios a todo volumen.
–¡Ah, es usted, Pendergast! –dijo el sheriff, acercándose–. ¿Cuándo ha llegado?
–Solicito permiso para examinar el lugar del crimen.
–No se haga el tonto, que seguro que ya lo ha hecho. Permiso denegado hasta que hayamos concluido nuestra inspección.
Llegaron más hombres a través del maíz: policías del estado y una serie de individuos muy serios vestidos de azul que debían de ser, dedujo Corrie, de la brigada de homicidios de Dodge City.
–¡Acordonen la zona! –exclamó el sheriff–. ¡Tad, pon un poco de cinta! –Se volvió hacia Pendergast–. Póngase al otro lado como los demás y espere su turno.
La reacción de Pendergast sorprendió a Corrie. Parecía haber perdido cualquier interés. Inició un itinerario errático por la periferia del claro, sin buscar nada en especial, como si diera un simple paseo por el maizal. Corrie lo siguió, pero al segundo tropiezo se dio cuenta de que aún estaba muy afectada.
De pronto Pendergast se detuvo entre dos hileras de maíz e iluminó el suelo con la linterna, que había cogido suavemente de las manos de Corrie. Ella no veía nada.
–¿Ve estas marcas? –murmuró el agente.
–Más o menos.
–Son huellas de pies descalzos, y parece que bajen al río.
Corrie retrocedió un paso. Pendergast apagó la linterna.
–Bueno, señorita Swanson, por hoy ya ha hecho y visto más que suficiente. Le agradezco mucho su ayuda. –Consultó rápidamente su reloj–. Las ocho y media. Es pronto. Aún puede irse a casa sin peligro. Coja el coche y vaya a descansar. Seguiré solo.
–Pero ¿no era su chófer?
–Me llevará uno de estos policías tan jóvenes y entusiastas.
–¿Seguro?
–Sí.
Corrie vaciló, con una renuencia a marcharse que no se explicaba.
–Esto… Perdone que haya vomitado.
La oscuridad hizo que la sonrisa de Pendergast fuera casi imperceptible.
–No tiene la menor importancia. Hace unos años, un conocido mío, un teniente veterano de la policía de Nueva York, tuvo la misma reacción al ver un cadáver. Lo único que demuestra es que es humana.
Corrie dio media vuelta, pero Pendergast no había terminado.
–Otra cosa, señorita Swanson. La última.
Se volvió.
–¿Qué?
–Cuando llegue a casa, acuérdese de cerrar con llave y corra todos los pestillos. Todos, ¿entendido?
Corrie asintió y se marchó deprisa por el maizal, guiándose por las franjas de las luces rojas de la policía. Pensaba en las palabras de Pendergast: «Aún puede irse a casa sin peligro».