Naturaleza muerta (40 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
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–El sheriff dijo que tenía un plan, una manera de pillar al asesino y conseguir que nos devuelvan el campo experimental. Oye, Tad, quiero saber de qué va el plan, o si lo dijo por decir.

–No tengo autorización para comentar sus planes –dijo Tad–. Además, lo importante es que hay alerta de tornado, y que…

–¡Qué alerta ni qué niño muerto! –dijo Ridder–. Yo lo que quiero es ver que se hace algo con los asesinatos.

–El sheriff Hazen está progresando.

–¿Progresando? ¿Dónde ha estado? No le he visto el pelo en todo el día.

–En Deeper, investigando una pista…

Bruscamente bascularon las puertas de la cocina, y apareció Maisie al otro lado de la barra.

–Tú a callar –espetó a Ridder–. Deja a Tad en paz, que solo hace su trabajo.

–Oye, Maisie, que…

–Ni «oye, Maisie» ni nada, Art. Ya sé, ya sé cómo agobias a la gente, y aquí dentro no lo pienso consentir. Y tú, Mel, menos tonterías.

Se hizo un silencio culpable.

–Hay una alerta de tornado –continuó Maisie–. Ya sabéis lo que quiere decir, conque… en cinco minutos no quiero ver a nadie. Ya pagaréis en otro momento. Yo bajo la persiana y me voy al sótano; y, si queréis ver cómo amanece, os aconsejo lo mismo.

Se volvió y regresó a la cocina, sobresaltando a todos con el choque de las puertas.

–Buscad un refugio seguro –dijo Tad. Mientras los observaba, se acordó de la lista del manual–. Quedaos en el sótano, debajo de una mesa de trabajo, de una tina de cemento o de una escalera. Evitad las ventanas. Llevaos una linterna, agua potable y una radio portátil con pilas. El aviso es válido hasta medianoche, pero es posible que lo alarguen. Nunca se sabe. Es una tormenta de las gordas.

Cuando ya no quedó nadie, buscó a Maisie en la parte de atrás y le dijo:

–Gracias.

Maisie hizo el gesto de que no tenía importancia. Nunca la había visto con tan mala cara.

–Tad, no sé si comentártelo, pero Smit ha desaparecido.

–Sí, ya lo había pensado.

–Anoche un periodista lo esperó hasta la hora de cerrar. Hoy no ha venido ni a desayunar ni a comer. Siendo como es, me extraña que ni siquiera haya avisado. Lo he llamado a casa y al periódico, pero no contestan.

–A ver si lo encuentro –dijo Tad.

Maisie asintió con la cabeza.

–Será una tontería.

–Sí, seguramente. –Tad volvió al bar y cerró los postigos. Cuando ya tenía la mano en el tirador de la puerta, se giró–. Baja al sótano, ¿eh, Maisie?

–Sí, ya estoy bajando –oyó contestar por la escalera.

Justo cuando entraba en el despacho del sheriff, Tad recibió una llamada de la centralita del condado. Una tal señora Higgs había llamado para decir que su hijo había visto un monstruo en su habitación, y que lo había ahuyentado gritando y encendiendo la luz. Estaban histéricos, tanto el niño como ella.

Tad escuchó con incredulidad hasta el final.

–Es una broma, ¿no? –dijo.

–Ha pedido que vaya el sheriff –le respondieron sin mucha convicción.

Tad no se lo podía creer.

–¿Hay un asesino en serie suelto, un frente de tornados a punto de echársenos encima, y quieres que vaya a buscar monstruos?

Hubo un momento de silencio.

–Oye, que yo solo hago mi trabajo. Ya sabes que tengo que informar de todo. La señora Higgs dice que el monstruo ha dejado una huella.

Tad apartó el receptor. Santo Dios…

Miró su reloj. Las ocho y media. Podía ir y volver de casa de los Higgs en veinte minutos.

Levantó el receptor con un suspiro.

–Bueno, vale, ya me ocupo.

Cincuenta y uno

Tad llegó al domicilio de los Higgs después del padre, que en el ínterin ya le había dado una paliza a su hijo. El crío rabiaba en un rincón, con los ojos secos y los pequeños puños apretados. La señora Higgs se paseaba inquieta al fondo, retorciéndose las manos y apretando los labios. En cuanto al señor Higgs, estaba sentado en la cocina comiendo muy serio una patata.

–Vengo por la… llamada –dijo Tad al entrar, quitándose el sombrero.

–Era una tontería –dijo el padre–. Perdone que le hayamos hecho venir.

Tad se acercó al niño y se puso de rodillas.

–¿Estás bien?

El niño asintió con la cabeza, rojísimo de cara. Era rubio, con los ojos muy azules.

–Oye, Hillis, que no te vuelva a oír la palabra «monstruo», ¿eh? –dijo el granjero.

La señora Higgs se sentó y volvió a levantarse.

–Perdone, ayudante Tad, ¿quiere un poco de café?

–No, gracias.

Tad volvió a mirar al niño y le dijo en voz baja:

–¿Qué has visto?

El niño no contestó.

–No empieces a hablar de monstruos –gruñó el granjero.

Tad se agachó un poco más.

–Pues yo lo he visto –dijo el pequeño, desafiante.

–¿Visto el qué? –rugió el granjero.

Tad se dirigió a la señora Higgs.

–¿Me enseña la huella, por favor?

La señora Higgs se levantó nerviosa.

–¡No habrá vuelto a hablar de monstruos! –dijo el granjero–. Porque le doy otra paliza. ¡Anda, que llamar a la policía por un monstruo!

La señora Higgs llevó a Tad al fondo de la casa, cruzando el saloncito, y al entrar en la habitación de su hijo señaló la ventana.

–Estoy segura de haber cerrado la ventana antes de acostar a Hill, pero después, cuando le he oído gritar y he entrado, estaba abierta. Y al ir a cerrarla he visto la huella de un pie entrelasflores.

Tad abrió la ventana de guillotina, dejando entrar al viento,quehinchó silbando las cortinas y las sacudió. Asomó la cabeza y miró hacia abajo.

La escasa luz de la habitación le permitió distinguir un parterre de zinnias muy cuidadas. Varias de ellas estaban aplastadasporuna marca grande y alargada. Podía ser una huella como podía no serlo.

Volvió al salón, salió por la puerta lateral y rodeó la casa, pegado a la pared para protegerse de la tormenta. Cuando llegó alaaltura de la ventana del niño, encendió la linterna y se arrodilló junto a las flores.

La marca era poco definida; la tormenta la había borradoamedias, pero no se podía negar que guardaba un fuerte parecido con la huella de un pie.

Se levantó y enfocó la linterna más lejos de la casa. Habíaotramarca. Varias. Las siguió con la linterna. Aproximadamente a medio kilómetro, más allá del mar de maíz que el viento sacudía en-loquecidamente, se adivinaban las luces de la planta de Gro-Bain; vacía, ya que había cerrado temprano por el aviso de tormenta.

Justo cuando la miraba, se apagaron las luces.

Se volvió. En casa de los Higgs tampoco había luz. En cambio seguía viéndose el resplandor de Medicine Creek.

Un apagón.

Volvió sobre sus pasos y entró por la puerta.

–Parece que sí, que puede haber habido alguien –dijo.

El granjero se limitó a proferir un hosco murmullo. La señora Higgs ya había empezado a encender velas.

–No sé si saben que hay un aviso de tornado. Tengo que pedirles que cierren todos los postigos y las puertas. En cuanto el viento empeore, bajen al sótano. Si tienen una radio con pilas, sintonicen el canal de emergencia.

El granjero asintió con un gruñido. A él no le tenían que explicar lo que se hacía en caso de tornado.

Tad volvió al coche patrulla y reflexionó. Las ráfagas de viento balanceaban el vehículo, grande y pesado. Eran las nueve de la noche. A esas horas, Hazen y sus hombres ya debían de haber llegado al pueblo. Descolgó el receptor.

«¿Eres tú, Tad?»

–Sí. ¿Ya está en la oficina, sheriff?

«Todavía no. En la carretera de Deeper se ha caído un árbol por culpa de la tormenta, y se ha cargado un par de repetidores.»

Tad explicó la situación en pocas palabras.

«Conque monstruos…»

Hazen rió entre dientes. Había mucho ruido de fondo.

–Bueno, ya sabe que los del 911 informan de todo. Perdone si…

«No, no te disculpes, que has hecho lo que había que hacer. ¿En qué ha quedado?»

–No sé, es posible que alguien quisiera entrar en la casa, y le haya asustado el grito del niño. Parece que se ha ido hacia la planta de Gro-Bain. Ah, y hablando de la fábrica, acaba de haber un apagón.

«Seguro que ha vuelto a ser el hijo de los Cahill con sus amiguetes. ¿Te acuerdas de hace un mes, cuando tiraron huevos? En una noche así no conviene que anden sueltos. Si aprovechan el apagón para alborotar, acabará aplastándolos un árbol. Oye, ya que estás cerca, ¿por qué no te pasas por el matadero? Aún queda tiempo. Ve llamándome.»

–Muy bien.

«Ah, oye, Tad…»

–¿Qué?

«Tú no habrás visto a Pendergast…»

–No.

«Mejor. Se habrá ido del pueblo nada más recibir la orden.»

–Seguro.

«Nosotros entraremos en la cueva a las diez. Para entonces, quiero que hayas vuelto a la oficina.»

–Allá estaré.

Tad apagó el receptor y puso el coche en marcha. Sentía cierto alivio. Ya tenía otra excusa para no ir a la cueva a perseguir al asesino. La planta de Gro-Bain estaba sin vigilar desde que el guardián de noche se había cambiado de turno. Bastaría con echar un vistazo a los accesos. Si estaban todos bien cerrados, y no había señal de actividad, misión cumplida.

Puso rumbo al sur, a la silueta oscura y baja del matadero.

Cincuenta y dos

Tad entró en el aparcamiento vacío de la planta al volante de su coche patrulla. Las ráfagas de viento hacían correr trochos de paja y de farfolla por el suelo. La lluvia entraba a rachas, en forma de cascadas intermitentes. Una hilera de goterones golpeó el coche patrulla de punta a punta con un ritmo de ametralladora. Tad oyó las oleadas de viento que asolaban los maizales alrededor del edificio, al fondo de la zona de estacionamiento. Miró por encima del maíz con la vaga esperanza (no exenta de temor) de reconocer la forma de cuchillo de un embudo en el cielo negro, pero no vio nada.

Si, como había dicho, el sheriff sospechaba que Andy Cahill y sus amigos se habían dedicado a amedrentar a los Higgs, en su fuero interno Tad veía como principales sospechosos a Brad Hazen y los de su pandilla. Asustar a niños y tirar huevos a las casas era más propio de su estilo. En el caso de Brad, no podía decirse «de tal palo tal astilla». Se preguntó qué haría si encontraba al hijo del sheriff dentro de la planta. Podía ser una situación bastante violenta. Bastante.

Se acercó lentamente al perfil bajo de la fábrica, y dejó el motor en marcha. Ni con las ventanillas cerradas dejaba de oírse el silbido del viento, y sus gemidos de animal herido. La planta casi no resaltaba en la noche; hundida en el maíz, estaba oscura y desierta.

Al contemplar el siniestro edificio, Tad empezó a considerar menos apetecible la presunta comprobación de rutina. ¿A quién se le ocurría no contratar a otro vigilante nocturno? Era injusto que el departamento del sheriff tuviera que ejercer funciones de seguridad privada.

Se pasó una mano por el pelo muy corto. A lo hecho, pecho. Se contentaría con un rápido vistazo, lo justo para asegurarse de que no hubiera ninguna puerta forzada. Luego pasaría por casa de Smit Ludwig y volvería a la oficina.

Abrió un poco la puerta del coche, pero el viento la cerró enseguida con un aullido rabioso. Antes de intentarlo por segunda vez, se caló el sombrero y se levantó el cuello. Al salir, lo hizo agachado, con la tormenta de cara. Mientras corría hacia la zona de descarga, oyó que el viento hacía chocar algo. Cuando estuvo protegido por el edificio, se desencasquetó el sombrero, encendió la linterna y caminó pegado a la pared de bloques de hormigón. Los impactos eran cada vez más fuertes.

Al llegar al último peldaño de la escalera de la zona de descarga cuando su linterna iluminó una puerta que se abría y cerraba con las bisagras rotas.

«Mierda.»

Se quedó donde estaba, iluminando el candado roto y las bisagras torcidas. ¡Cómo la habían dejado! En circunstancias normales habría pedido refuerzos, pero ¿de dónde los sacaba en una noche así, si todos los agentes que no bajaran a la cueva a cazar al asesino estarían ocupados con el aviso de tornado? Quizá lo preferible fuera dejarlo para la mañana siguiente.

Se imaginó la cara del sheriff Hazen cuando se lo explicase, y llegó a la conclusión que no era una opción aceptable. Hazen siempre lo machacaba con que necesitaba más agallas y más iniciativa.

En el fondo no era preocupante. El asesino estaba acorralado en la cueva. En la planta, por otro lado, siempre entraban crios como Brad Hazen, incluso cuando aún trabajaba el vigilante nocturno. Era una manera de divertirse, con precedentes tan señalados como el del último Halloween (cuando a media docena de gamberros de Deeper les había parecido divertido sabotear la principal fuente de empleo del pueblo rival).

Tad se indignó. ¡Vaya noche habían elegido para sus trastadas! Cruzó la puerta rota haciendo todo el ruido que pudo, y paseó la luz de la linterna por el vestíbulo.

–¡Policía! –exclamó con su tono más severo–. Identifiqúense, por favor.

La única respuesta fue el eco de su voz en la oscuridad.

Caminó con precaución, precedido por la luz de la linterna, hasta abandonar la zona de descarga y recorrer la pasarela que llevaba a la planta propiamente dicha. Todo estaba muy oscuro, y olía fuertemente a cloro. Al atravesar una mampara, sintió –sin verlo– que el techo había subido mucho. La luz de la linterna alumbró la cinta transportadora que cruzaba la planta sinuosamente, como una interminable carretera de metal repartida como mínimo por tres niveles. La cinta salía de un cuartito con azulejos contiguo al recinto de aturdimiento y atravesaba una serie de instalaciones exentas, verdaderos edificios dentro del edificio principal: la escaldadura, la desplumadora… Tad recordaba los nombres por sus anteriores visitas. Ciertamente, era para no olvidarlos.

Volvió a iluminar el cuartito de azulejos, primera estructura exenta de la fábrica. Se llamaba «sala de sangrado», y tenía la puerta abierta.

–Policía –repitió con contundencia, mientras daba unos pasos. Le respondieron desde fuera los gritos en sordina del viento.

Cambió de mano la linterna y, tras abrir la solapa de cuero de la funda de la pistola, apoyó un poco la palma derecha en la culata; no, naturalmente, porque fuera a necesitarla, sino para estar más tranquilo.

Se volvió y movió arriba y abajo la linterna, iluminando la cadena y los tubos y mangueras a presión que subían en zigzag por los muros pintados de gris. Tan enorme era la planta que la luz de la linterna no llegaba más allá de un tercio de su espacio. De todos modos, estaba en completo silencio, y no había rastro de presencia humana.

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