–Gracias.
Pendergast hizo una reverencia y volvió hacia la puerta.
–¡No me diga que sale!
–No tengo más remedio.
Regresó al aparcamiento con la cara muy seria. Su actitud no reflejaba la menor atención a la tormenta que se abatía sobre la zona. Al llegar a su coche, se volvió pensativo con la mano en la puerta. Detrás de la casa, y de la tenue luz de sus ventanas, el mar oscuro de maíz se mecía con brutalidad. El viento hacía chocar constantemente el letrero que anunciaba las cuevas de Kraus.
Retiró la mano de la puerta, y en un abrir y cerrar de ojos pasó junto a la casa y se plantó en la carretera. Cien metros más allá, llegó a una pista de tierra que se internaba en el maizal.
Dos minutos después, encontraba el coche de Corrie.
Dio media vuelta y regresó rápidamente a la carretera, pero se le adelantó una hilera de faros que cortaban la lluvia a gran velocidad. A medida que pasaban varios coches, y que encendían las luces de freno para entrar en el aparcamiento de las cuevas de Kraus, la inquietud de Pendergast dejó paso a la convicción. Comprendió que había ocurrido lo impensable.
Al parecer, por una terrible ironía del destino, todos (empezando por él, siguiendo por Corrie y terminando por Hazen) habían llegado a la misma conclusión: que el asesino se escondía en la cueva.
Atajó por el maíz. Si conseguía bajar a la cueva antes de…
Llegó con un minuto de retraso. Justo cuando salía del maizal, Hazen, que estaba al principio de la grieta que llevaba a la cueva, lo vio y se volvió con cara de pocos amigos.
–¡A quién tenemos aquí! ¡Al agente especial Pendergast! Y yo pensando que se había ido del pueblo…
El sheriff Hazen fijó su mirada en Pendergast. En el primer momento, de silencio y confusión, se puso hecho una fiera. Aquel tipo tenía la increíble facultad de aparecer como por arte de magia en el peor momento. Sí, ¿eh? Pues estaba decidido a plantarle cara de una vez por todas a ese cabrón. Sería la última vez que aquel capullo del FBI le hiciera perder el tiempo.
Se acercó y consiguió sonreír.
–¡Qué sorpresa, Pendergast!
El agente, siempre tan delgado, se detuvo. En la penumbra de la tormenta, su traje negro casi era invisible. Su cabeza parecía flotar en el vacío, blanca y fantasmal.
–¿Qué hace aquí, sheriff?
Lo dijo con calma, pero también con un matiz de agresividad que Hazen no le conocía.
–Que yo recuerde, esta mañana se le entregó una orden de cese de actividades. Por lo tanto, está infringiendo la ley y podría arrestarlo.
–Va a buscar al asesino –dijo Pendergast–. Ha deducido que está en la cueva.
Hazen cambió de postura, incomodado. Seguro que lo decía por decir. No podía haberse enterado tan pronto.
El agente siguió hablando.
–No se imagina en qué se mete, sheriff; ni el adversario con el que se enfrenta, ni el marco físico.
Todo tenía un límite.
–Ya está bien, Pendergast.
–Está al borde del abismo, sheriff.
–Al borde del abismo estará usted.
–El asesino tiene un rehén.
–Menos faroles y menos cachondeo, Pendergast.
–Si falla, sheriff, provocará la muerte del rehén.
Hazen no pudo reprimir un escalofrío. Era la pesadilla de cualquier policía.
–¿Ah, sí? ¿Y se puede saber quién es?
–Corrie Swanson.
–¿Cómo lo sabe?
–No la han visto en todo el día. Además, acabo de encontrar su coche escondido en el maizal, a unos cien metros al oeste.
Tras un silencio incómodo, Hazen sacudió asqueado la cabeza.
–Mire, Pendergast, desde que está aquí lo único que ha hecho es desbaratar la investigación con sus teorías. Sin usted, ya tendríamos al asesino. ¿Dice que el coche de la Swanson está aparcado en el maíz? Pues estará con algún tío por los campos.
–Ha bajado a la cueva.
–Claro, claro, brillante deducción. La puerta de la cueva es de hierro macizo. ¿Como ha entrado? ¿Forzándola?
–Compruébelo usted mismo.
Hazen miró en la dirección que le indicaba Pendergast, al fondo del corte en la tierra, y en efecto, la puerta de hierro no estaba cerrada. En la base había un candado, medio enterrado en el polvo y las hojas.
–Si se cree que el candado lo ha forzado la Swanson es que es más tonto de lo que pensaba, Pendergast. Esto no lo ha hecho ninguna cría, sino un delincuente curtido. Precisamente el que buscamos. Lo cual es más de lo que le conviene saber.
–Si no recuerdo mal, sheriff, fue usted quien acusó a la señorita Swanson de…
Hazen negó con la cabeza.
–Bueno, basta. Pendergast, entregúeme su arma. Queda arrestado. Espóselo, Cole.
Cole dio un paso.
–¿Sheriff?
–Ha desobedecido a conciencia una orden de cese de actividades. Está entorpeciendo una investigación policial, y entrando sin permiso en una propiedad privada. Asumo toda la responsabilidad, pero quítemelo de delante de una puñetera vez.
Un segundo después de acercarse al agente, Cole se vio en el suelo, sin respiración. Pendergast se había esfumado.
Hazen estaba atónito.
–¡Ay! –dijo Cole, rodando hasta sentarse con las manos en la barriga–. ¡Me ha dado un puñetazo, el muy hijo de puta!
–Joder –murmuró Hazen.
Buscó con la linterna, pero Pendergast no estaba. Poco después, oyó el ruido de un potente motor, y de unos neumáticos alejándose a gran velocidad por la gravilla.
Cole se levantó con la cara roja y se quitó el polvo.
–Lo detendremos por resistencia y agresión a un agente de policía.
–Déjalo, Cole, que tenemos cosas más importantes. Nosotros a lo nuestro. Ya habrá tiempo mañana.
–Hijo de puta –volvió a murmurar Cole.
Hazen le dio una palmada en la espalda, burlón.
–La próxima vez que vayas a detener a alguien, no le pierdas ojo, ¿eh, Cole?
Oyeron un portazo lejano, seguido por una voz aguda que aumentaba y disminuía en función del viento. Poco después, Winifred Kraus apareció corriendo en el camino de la vieja casa. Las ráfagas huracanadas enredaban su blanco camisón, dando a Hazen la impresión de estar viendo un fantasma que volaba en la noche. Rheinbeck la seguía, protestando.
–¿Qué hacen? –chilló la anciana al llegar, con el pelo mojado y gotas de lluvia en la cara–. ¿Qué pasa? ¿Qué hacen ustedes en mi propiedad?
–Pero bueno –dijo Hazen a Rheinbeck–, ¿no te había dicho que…?
–He intentado explicárselo, sheriff, pero está histérica. Winifred miraba desorbitadamente a los policías.
–¡Sheriff Hazen! ¡Exijo una explicación!
–Rheinbeck, llévatela de…
–¡Esto es una atracción turística respetable!
Hazen suspiró y se encaró con ella.
–Mire, Winifred, es que creemos que el asesino se esconde en su cueva.
–¡Imposible! –gritó ella–. ¡Bajo dos veces por semana!
–Vamos a entrar a buscarlo. Usted quédese en su casa con el agente Rheinbeck, y no moleste. El agente Rheinbeck…
–De eso nada. ¡No se atrevan a entrar en mi cueva! No tienen derecho. ¡Aquí no hay ningún asesino!
–Lo siento, señorita Kraus, pero tenemos una orden judicial. ¿Rheinbeck?
–Ya se la he enseñado, sheriff…
–Pues se la vuelves a enseñar y te la llevas de aquí.
–Es que no escucha…
–Oye, si no hay más remedio te la llevas a la fuerza. ¿No ves que estamos perdiendo el tiempo?
–A la orden. Disculpe, señora…
–¡No se atreva a tocarme!
Winifred empujó a Rheinbeck, haciéndole caer, y se acercó a Hazen con los puños apretados.
–¡Fuera de mi propiedad! ¡Siempre ha sido un abusón! ¡Vayase!
Hazen la cogió por las muñecas. Winifred se resistió y le escupió, sorprendiéndolo con su fuerza y rabia.
–Señorita Kraus –dijo el sheriff con un esfuerzo de paciencia, adoptando un tono más sereno–, le ruego que se tranquilice. Estamos cumpliendo una misión importante.
–¡Fuera de mis tierras!
Al sujetarla, Hazen sintió una patada en la espinilla. Los demás miraban, como espectadores civiles.
–¿Y si me ayudara alguien? –rugió.
Rheinbeck cogió a Winifred por la cintura, mientras Cole lograba apoderarse de uno de sus brazos en movimiento.
–Cuidado –dijo Hazen–. Cuidado, que no deja de ser una ancianita.
Los berridos de Winifred se volvieron histéricos. Los tres policías la inmovilizaron, esperando a que Hazen se soltara. Entonces Rheinbeck la levantó del suelo con la ayuda de Cole, y Winifred empezó a patalear.
–¡Demonios! –chilló–. ¡No tenéis ningún derecho!
Rheinbeck desapareció en la tormenta, llevándose a la vieja con sus pataleos y gritos.
–¡Pero bueno! ¿Qué le pasa? –preguntó Cole, jadeando.
Hazen se quitó el polvo de los pantalones.
–Siempre ha estado como una cabra, pero no me lo esperaba. –Aún le dolía la espinilla. Dio una palmada y se irguió–. Vamos a la cueva antes de que venga alguien más a fastidiar. –Se volvió hacia Shurte y Williams–. Si vuelve el hijo de puta de Pendergast, os autorizo a usar todos los medios para que no entre en la cueva.
–A la orden.
El resto del equipo siguió al sheriff por la oscuridad de la grieta. A medida que bajaban, el ruido de la tormenta se amortiguó y alejó. Abrieron la puerta (que no estaba cerrada con candado), encendieron las luces infrarrojas y las gafas de visión nocturna y empezaron a bajar por la escalera. El silencio no tardó en ser total. Solo lo rompía el goteo del agua. Estaban entrando en otro mundo.
El Rolls rodaba por los baches de la pista de tierra, con la luz de sus faros perforando apenas la cortina de lluvia huracanada, mientras el granizo acribillaba sus planchas de metal. Cuando vio que era imposible seguir con el vehículo, Pendergast frenó, apagó el motor, se guardó el mapa enrollado en la chaqueta y salió a la tempestad.
Se hallaba en el punto más alto del condado, donde el mesociclón había alcanzado su máxima intensidad. Parecía un campo de batalla sembrado de escombros, acumulados por vientos devastadores: ramas, trozos de plantas, grumos de tierra que habían viajado muchos kilómetros desde sus campos de origen… Delante, la corona de árboles de los túmulos se zarandeaba y quejaba invisiblemente. El choque de sus hojas y sus ramas era como el de las olas en un acantilado. El mundo de los Túmulos Fantasmas había sido invadido por el caos.
Volvió la cabeza y avanzó contra el viento por el camino que llevaba a los túmulos. Cuanto más se acercaba, más crecía el fragor de la tormenta, al que de vez en cuando se sobreponía un ensordecedor chasquido de madera, y el impacto de una rama al caer.
Cuando estuvo al amparo (relativo) de los árboles, tuvo ocasión de ver con algo más de claridad. El viento y la lluvia lo barrían todo, dejando un rastro acribillado por las piedras y el granizo. Alrededor, los grandes álamos gemían y crujían. Pendergast sabía que el máximo peligro, en aquel momento, no era ni la lluvia ni el granizo, sino la posibilidad de tornados de alta intensidad,quepodían formarse en cualquier instante en los flancos de la tormenta.
Por desgracia no había tiempo para precauciones. Ni el momento ni las circunstancias eran los que había previsto para enfrentarse con el asesino, pero ya no tenía alternativa.
Iluminó el suelo oscuro más allá de la arboleda. El acto de encender la linterna coincidió con un estrépito brutal. Saltó para esquivar el tronco de un álamo gigante que se vino abajo surgido de la oscuridad, haciendo temblar el suelo y levantando un remolino de hojas, ramas astilladas y tierra húmeda.
Salió del bosquecillo y, apartando la cara, se metió en las fauces de la tormenta, hasta alcanzar la base del primer túmulo. Entonces dio la espalda al viento y movió con cuidado la luz por la ladera hasta identificar un punto de referencia. A continuación (en plena noche, y con una tempestad atronadora) se irguió y cruzó de brazos. Fue en esa postura, tras borrar cualquier sonido y sensación de su conciencia, como tomó la imagen de los Guerreros Fantasmas de un sótano de mármol de la gótica mansión de su memoria y reprodujo no menos de tres veces la secuencia reconstruida de su viaje por la memoria (la de la aparición, y desaparición, de los jinetes entre el polvo), superponiéndola al paisaje real que lo rodeaba.
Abrió los ojos, dejó caer las manos y, con pasos lentos y precisos, recorrió el claro central hacia el extremo opuesto del segundo túmulo. Poco después se detuvo ante un afloramiento de caliza de grandes dimensiones, lo rodeó lentamente y, sin prestar atención ni al viento ni a la lluvia, inspeccionó a fondo varias rocas. A base de palparlas, encontró lo que buscaba: media docena de simples rocas en una grieta. Cuando las hubo examinado un poco, las hizo rodar y destapó una abertura. Siguió moviendo rocas a mayor velocidad. Era una grieta irregular, por la que salía aire fresco y húmedo.
La vía por donde habían aparecido y desaparecido los Guerreros Fantasmas. Y, salvo que cometiera un lamentable error, la puerta trasera de las cuevas de Kraus.
Se deslizó por el hueco e iluminó las rocas, encima y detrás de él. Era lo que sospechaba: el orificio más pequeño estaba comprendido en lo que antiguamente había sido una abertura natural de mayor tamaño.
Se volvió e iluminó un pasadizo. Un ruido de piedras rodando turbó la oscuridad. Durante el descenso, la furia estremecedora de la tormenta se amortiguó tan deprisa que poco después era un simple recuerdo. En el entorno inmutable de la cueva, todo dejaba de existir: el tiempo, la tempestad y el resto del mundo. Era necesario llegar hasta Corrie antes que el sheriff y su pequeño e improvisado equipo de élite.
Primero el pasadizo se ensanchaba; después se nivelaba, y sufría un brusco cambio de dirección. Pendergast se acercó prudentemente a la curva y esperó con los oídos muy abiertos y la pistola en la mano. Silencio absoluto. Entonces, a la velocidad de un hurón, se plantó en el otro lado e iluminó el espacio con su potente linterna.
Era una cueva enorme; treinta metros, como mínimo, de punta a punta. La visión era asombrosa, pero no inesperada. Lo único que se movía en toda la caverna eran los ojos claros de Pendergast, y el haz de la linterna al recorrer con insistencia el extraño espectáculo.
Treinta caballos muertos en posición arrodillada, con todos sus arreos indios de combate, formaban un anillo en el espacio central. El aire de la cueva los había secado y momificado: se les marcaba la osamenta por debajo de la piel, y sus labios resecos mostraban dentaduras amarillas. Cada caballo estaba adornado al estilo de los cheyenes del sur, con franjas de un vivo color ocre en las cabezas, huellas de manos blancas y rojas en los cuellos y la cruz, y plumas de águila en las crines y colas. Algunos tenían sillas cheyenes de cuero sin curtir, de borrén alto y con cuentas; en otros, la silla se reducía a una manta, o no existía. La mayoría habían sido sacrificados de un golpe en la cabeza, un golpe de garrote con púas que había dejado un agujero limpio justo entre los ojos.