Partiendo de aquella premisa, era relativamente fácil establecer la identidad del asesino. Pero establecerla también significaba comprender (o empezar a comprender) hasta qué punto era deforme y amoral el ser con el que se enfrentaban, un asesino extraordinariamente peligroso cuyos actos nadie podía prever, ni el propio Pendergast, con todos sus estudios sobre psicología criminal.
Llegó a otro estrecho pasadizo. El flujo de calcita del suelo se había recristalizado, formando un brillante río helado cuyo centro había sufrido un desgaste de centímetros por el paso de pies durante muchos, muchos años.
Al final del pasadizo, el túnel se abría en varios ramales, todos con indicios de haber sido recorridos a menudo. Los diversos orificios y grietas verticales también presentaban muestras de haber sido utilizados: el aplastamiento de un delicado cristal, una mancha en una estalagmita por lo demás blanquísima… La variedad de huellas que podía dejar un ser humano en una cueva era casi infinita.
Pendergast se perdió varias veces por el laberinto de pasadizos, aunque siempre lograba orientarse con la ayuda del mapa. Cuando, por segunda vez, volvió al tronco central, iluminó un objeto de color con la linterna. Era una colección de fetiches indios, abandonados siglos antes en una alta repisa. También había objetos de cosecha más reciente, compuestos de trozos de cordel, corteza, chicle y tiritas.
Se detuvo el tiempo justo para examinarlos. Eran extraños y toscos, pero hechos con amor.
Se obligó a seguir caminando, siempre (dentro de lo posible) por el camino más transitado. De vez en cuando hacía una parada para apuntar algo en el mapa, o simplemente para grabarse en la memoria el trazado tridimensional del sistema de cuevas, cada vez más extenso. Era un formidable laberinto de piedra con pasillos que partían en todas las direcciones imaginables, dividiéndose y volviendo a confluir tan solo para volver a dividirse. La cantidad de atajos, accesos secretos, túneles y desviaciones era tal que se habrían tardado muchos años en explorarlos y memorizarlos. Muchos años, sin duda.
Los fetiches se volvían más numerosos, con la adición de intrincados dibujos, de extraños grabados en la roca. Delante, pero a una distancia que el agente no podía calibrar, se hallaba la vivienda del asesino, donde estaba seguro de encontrar a Corrie. Viva o muerta.
Así como hasta entonces, en todas sus investigaciones, Pendergast se había esmerado en comprender y prever los pensamientos y actos de su adversario, en aquel caso la psicología del asesino estaba tan lejos de la curva de la campana (algo que hasta los asesinos tenían) que no había previsión posible. Aquella cueva sería el escenario donde se enfrentaría con el misterio forense más profundo de su carrera.
Y no era una sensación precisamente agradable.
Mientras trataba de alcanzar a Lefty y sus perros por el túnel (que al bajar se ensanchaba), Hazen oía los jadeos de Raskovich a sus espaldas, y más lejos aún el eco de los pasos y el tintineo del equipo del resto de los hombres. Frente a él, los ensordecedores rugidos de los perros. El factor sorpresa quedaba definitivamente descartado. Seguro que los ladridos se oían a varios kilómetros. La cueva tenía unas dimensiones que nadie imaginaba. El alambique ya quedaba a medio kilómetro. Parecía mentira que los perros hubieran arrastrado tan lejos a su cuidador.
La respuesta llegó poco después, cuando Lefty apareció con las correas muy tensas en la mano, y palabras muy duras en la boca. Por fin había conseguido frenar a las bestias.
Hazen redujo el paso, contento de poder respirar con mayor desahogo. Raskovich le dio alcance jadeando.
–Espera un poco, Lefty –dijo el sheriff–. Deja que lleguen los demás.
Demasiado tarde. Una salva de ladridos histéricos resonó en el pasadizo.
–¿Qué pasa? –exclamó Hazen.
–¡Que aquí hay algo! –contestó Lefty con su voz aguda.
Los perros gruñían y aullaban como desquiciados, mientras Lefty, entre protestas, se veía obligado a seguirlos de nuevo por el túnel.
–¡Coño, Lefty, frénalos un poco!
–¿Tienes ganas de meterte conmigo? Pues sácame a la superficie y te metes todo lo que quieras. A mí no me gustaban ni esta cueva ni estos perros. ¡Sturm! ¡Drang! ¡Al suelo!
Los perros ladraban y gruñían que era un auténtico horror, un infierno distorsionado por el eco. Cuando Lefty estiró violentamente la cadena, uno de los perros se volvió con un gruñido feroz que hizo encogerse al cuidador, casi hasta el punto de que soltó la correa. Hazen comprendió el miedo de Weeks. La atracción del rastro se había vuelto demasiado fuerte. Si los perros alcanzaban a McFelty, existía el riesgo de que lo mataran.
Lo cual sería un desastre.
Hazen y Raskovich apretaron el paso para alcanzar a Lefty.
–¡Oye –exclamó el sheriff–, o los controlas o te juro que les pego un par de tiros!
–Son propiedad del estado, y…
De pronto Hazen vio desaparecer por un recodo las formas de color rojo claro de Lefty y sus perros. Poco después oyó un grito, y los ladridos se volvieron todavía más frenéticos; ladridos brutales, carnosos, rematados por un aullido final.
–¡Aquí delante, sheriff! –Era la voz entrecortada de Lefty–. ¡Se mueve algo!
¿Algo? ¿Cómo que «algo»? Hazen llegó al otro lado de la curva, aspirando el aire húmedo de la cueva por la nariz y la boca, y se detuvo en seco.
Lefty y los perros habían desaparecido en lo que podía definirse como un bosque de columnas de caliza. Las paredes estaban cubiertas de extraños sedimentos, pliegues doblados sobre sí como cortinas, y no se veían más que bocas de túneles, grietas y grandes cavidades. El eco de los ladridos estaba tan distorsionado que no se podía adivinar su procedencia.
–¡Lefty!
También su voz reverberó por la cueva, y tardó una eternidad en apagarse. Jadeando, se apoyó en una columna rota sin saber adonde ir.
En ese momento llegó Raskovich, cansado, y Hazen vio que empezaba a tener una mirada de pánico.
–¿Adonde han ido?
El sheriff sacudió la cabeza.La acústica era diabólica.
Volvió a internarse en el laberinto de columnas, con los pies en una lámina de agua. Su objetivo era el punto donde el eco parecía más fuerte. Raskovich se quedó atrás. Los ladridos de los perros se habían amortiguado, como si se alejaran por un túnel, pero seguían siendo cada vez más feroces.
De pronto todo cambió. Los ladridos de uno de los animales se transformaron en una especie de chirrido, como de frenos, y el aullido lejano se mezcló con otro sonido, grave, gutural y furioso.
Incluso a la luz roja de las gafas de visión nocturna, la cara de Raskovich estaba cenicienta. El siguiente ruido en sumarse al horrible coro fue inconfundible: era el grito de un ser humano. Lefty.
–¡Madre de Dios! –dijo Raskovich, mirando a izquierda y derecha.
Estaba a punto de salir corriendo.
–Tranquilo, hombre –se apresuró a decir Hazen–. Eso es que los perros han acorralado a McFelty. Yo creo que han salido de esta cueva por algún túnel lateral. Venga, que tenemos que encontrarlos. ¡Larssen! –dijo a pleno pulmón–. ¡Cole! ¡Brast! ¡Estamos aquí!
Seguían oyéndose chillidos distorsionados. A Hazen le costaba pensar con claridad. Ya no temía por los perros, sino por McFelty.
–Tranquilo, Raskovich.
El jefe de seguridad de la universidad trastabilló con la cara flácida y una mano apretando la escopeta. Hazen se dio cuenta del peligro: Raskovich estaba a punto de perder el control, y tenía un arma cargada.
Los gritos, horribles, se mezclaron con ruidos guturales de asfixia, jadeos y toses.
–¡Raskovich, que no pasa nada! Tranquilo. Deja la escopeta en el suelo y…
La detonación fue ensordecedora, y provocó una lluvia de piedras que rebotaron por las columnas de caliza hasta hundirse en el agua.
Los alaridos lejanos de los perros… La cara fofa por el pánico de Raskovich… Hazen comprendió que se le estaba yendo la operación de las manos, y a toda prisa.
–¡Larssen! –bramó–. ¡Date prisa!
Raskovich dio media vuelta y se marchó corriendo. Había arrojado el arma al suelo, con el cañón humeante.
–¡Raskovich! –Hazen salió tras él a grito pelado–. ¡Eh! ¡Que no es por ahí, joder!
Corrió. Tras él, el interminable lamento canino y humano no cesaba. De pronto se hizo un silencio total, desasosegador.
Pendergast escuchó sin moverse. Las galerías de piedra distorsionaban tanto el eco que no se podía reconocer. Aguzó el oído, pero solo se oía un susurro tan alterado por las propiedades acústicas de las cavernas que casi parecía el ruido lejano de las olas, o del viento en los árboles.
Echó a caminar en lo que le pareció la dirección correcta, esquivando estalactitas enormes y torcidas. Al llegar a la bifurcación del fondo de la cueva, volvió a detenerse y a escuchar.
Seguía oyéndolo.
Una consulta al mapa le indicó su situación aproximada. Se hallaba en el centro de una parte especialmente laberíntica del sistema de cuevas, poblada, a múltiples niveles, de grietas, pasadizos y cavidades ciegas. En semejante dédalo sería difícil localizar el origen del eco. Sin embargo, sabía que en las cuevas de aquellas características el sonido solía seguir el flujo del aire. Sacó un fino mechero de oro de un bolsillo, lo encendió y tendió el brazo para observar atentamente la inclinación de la llama. Después volvió a guardárselo y tomó la dirección contraria, la del ruido.
Pero ya no lo oía. La cueva había recuperado su silencio, solo roto por las gotas.
Recorrió galerías y túneles. A falta de sonidos por los que guiarse, seguía el mapa hacia lo que parecía ser la parte central del sistema de cuevas. Al llegar al fondo de una galería más estrecha que las demás, se detuvo y, al iluminar una pared, descubrió una grieta estrecha y vertical que no figuraba en el mapa, pero que por su aspecto parecía dar acceso a otra cueva. De confirmarse, supondría un gran ahorro de tiempo. Se acercó y escuchó.
Volvía a oírse un murmullo casi imperceptible: agua, y por encima una voz humana. Al menos parecía humana, aunque tan distorsionada que no se reconocían las palabras (suponiendo que las hubiera).
Al enfocar la linterna en el suelo, vio que no era la única persona que había tomado aquel atajo.
Se deslizó por la hendidura, que poco después se ensanchaba bastante para caminar con normalidad. Al mismo tiempo, la base del túnel se iba abriendo al vacío, pero las paredes se mantenían bastante cerca la una de la otra para poder seguir con un pie a cada lado y el tronco embutido en una angosta ranura. Curiosamente, las sensaciones que despertaba la postura eran al mismo tiempo de claustrofobia y de acrofobia.
Frente a la grieta se abría un gran espacio de oscuridad total. Pendergast se hallaba en una estrecha repisa, casi a treinta metros de altura, arrimado a una de las paredes de una cavidad cubierta por una especie de bóveda. Un chorro de agua caía hacia la base, situada muy por debajo de sus pies. El eco del agua llenaba la caverna, poblada por millones de destellos similares a luciérnagas, que resultaron ser reflejos en la superficie de los cristales de yeso.
La linterna de Pendergast iluminaba a duras penas el fondo de la cavidad.
Había visto huellas en la entrada de la grieta, señal de que tenía que haber un camino de bajada.
Gracias a la luz de la linterna, vio asideros por debajo del saliente, mientras su oído captaba ecos que llegaban intermitentemente de abajo, y ya no eran tan vagos como antes.
¿Eran Hazen y sus hombres, que habían encontrado al asesino y Corrie? Era una idea casi demasiado ingrata para tenerla en cuenta.
Se acuclilló en la exigua superficie de la repisa e iluminó la oscuridad, pero solo había montañas de estalactitas arrancadas del techo por un antiguo terremoto.
Se quitó los zapatos y los calcetines, anudó los cordones entre sí y se los colgó al cuello. Después apagó la linterna y se la guardó en un bolsillo, puesto que ya no le servía de nada. Acto seguido, palpó la base de la repisa, puso la mano en el primer asidero y se deslizó por el vacío, resbalando un poco con los pies descalzos. En cinco minutos de prudente descenso, llegó al fondo. Entonces se puso los zapatos a oscuras y escuchó.
El ruido llegaba del fondo de la cueva, sumida en la negrura. Su emisor no disponía de ninguna luz. Se trataba de una especie de balbuceo irregular, pero inconfundiblemente humano. Parecía una persona herida.
Volvió a encender la linterna, y avanzó deprisa con la pistola en la mano.
Algo brilló en el cono de luz tenue, algo de color. Al mover la linterna, el agente vio un bulto amarillo en el suelo, tras una roca partida.
Saltó sobre la roca como un gato, dirigiendo al suelo tanto el cañón del arma como la linterna, y escudriñó la cavidad. Tras unos momentos de observación, enfundó la pistola, bajó por el otro lado y tocó al hombre que había al pie de la roca, en posición fetal. Era bajo, estaba empapado y hablaba, o farfullaba, solo. Junto a él había unas gafas de visión nocturna, y un casco de infrarrojos.
Al sentir la mano de Pendergast, se encogió más y chilló tapándose la cabeza.
–FBI –dijo Pendergast con calma–. ¿Dónde está herido?
El hombre alzó la vista, convulso: dos ojos rojos llenos de incomprensión, en una cara completamente ensangrentada. Su chaqueta negra llevaba la insignia amarilla de la brigada K-9 de la policía del estado de Kansas. Tenía una barbita de chivo, bajo unos labios temblorosos, pero lo único que salió de su boca fueron sollozos incoherentes. Sus pestañas rubias también temblaban.
Pendergast lo sometió a un rápido examen.
–Parece que no está herido –dijo.
El balbuceo de respuesta apenas fue comprensible.
Estaban perdiendo el tiempo. Pendergast cogió el cuello de su uniforme del K-9 y lo levantó.
–Contrólese, agente. ¿Cómo se llama?
Lo brusco del tono debió de devolverle la sensibilidad.
–Weeks, Lefty Weeks. Robert Weeks.
Le castañeteaban los dientes. Pendergast lo soltó. Weeks se tambaleó, pero no se cayó.
–¿De dónde sale la sangre, agente Weeks?
–No lo sé.
–Agente –dijo Pendergast–, no tengo mucho tiempo. Aquí dentro hay un asesino que ha raptado a una chica, y es fundamental que la encuentre antes de que muera por culpa de sus amigos.