Pendergast contestó sin volverse.
–Haga el favor de seguirme, agente Weeks.
–Es que he oído algo…
Weeks sintió en un hombro la mano fina y blanca del agente. Estuvo a punto de añadir algo, pero el aumento de la presión le hizo callar.
–Por aquí, agente.
Era una voz suave y afable, pero que, por alguna razón, a Weeks le ponía los pelos de punta.
–Sí, sí.
Unos pasos más allá, lo oyó de nuevo. Parecía un ruido llegado de delante, un eco prolongado que reverberaba por el laberinto de cavernas. Imposible de identificar. ¿Un grito? ¿Un disparo de escopeta? De lo único que estaba seguro era de que Pendergast iría derechito hacia su origen.
Desistió de protestar y lo siguió.
Se hallaban en un estrecho laberinto de túneles, con un brillo de cristales en sus techos bajos. Al arañarse la cabeza con uno de los cristales, que estaban afiladísimos, Weeks soltó un taco y se agachó un poco más. Por ahí no había venido con los perros. El vaivén de la linterna de Pendergast descubría racimos de perlas de las cavernas en charcas calcáreas. Una vez apagados los últimos ecos del ruido, solo se oía el suave chapoteo de sus pies.
De pronto Pendergast dejó de caminar e iluminó algo. Al principio, Weeks no supo qué era: una composición de objetos en una repisa de piedra, rodeando algo más grande, como si el conjunto formara una especie de capilla. Al acercarse, abrió mucho los ojos y retrocedió. Era un osito de peluche viejo y enmohecido, con las manos unidas en posición orante e hilos de moho en su único ojo (una cuenta negra).
–Pero ¿qué…? –empezó a decir.
La linterna de Pendergast enfocó el objeto de las oraciones del oso, una simple montaña de moho sedoso bañado en luz amarilla. Weeks vio que el agente se agachaba y apartaba el moho con cuidado mediante un bolígrafo de oro, dejando a la vista un minúsculo esqueleto.
–
Rana amaratis
–dijo Pendergast.
-¿Qué?
–Una especie poco común de rana ciega de las cavernas. Observe que los huesos fueron rotos
peri
mórtem
. Esta rana murió aplastada dentro del puño de alguien.
Weeks tragó saliva y probó suerte por última vez:
–Mire, esto de seguir metiéndose en la cueva es una locura. Deberíamos salir a buscar ayuda.
Sin embargo, toda la atención de Pendergast estaba concentrada en los objetos que rodeaban al oso. Procedió a descubrir, con el mismo cuidado, algunos pequeños esqueletos más, y una serie de insectos parcialmente descompuestos. Después cogió el oso, le quitó el moho y lo examinó.
Weeks miraba alrededor con nerviosismo.
–¡Deprisa, deprisa!
La mirada del agente del FBI le hizo callar. Sus ojos claros lo miraban sin verlo, absortos en algún pensamiento.
–¿Qué pasa? –murmuró Weeks–. ¿Qué significa?
Pendergast dejó el oso en su sitio y solo contestó:
–Vamos.
Se puso en camino más deprisa que antes, con paradas infrecuentes para consultar el mapa. Cada vez se oía más ruido de agua; de hecho, casi todo el suelo estaba encharcado. El aire era tan frío y húmedo que sus respiraciones dejaban rastro. Weeks hizo el doble esfuerzo de seguir el ritmo de Pendergast y no pensar en lo que había visto. Era una insensatez. ¿Adonde iban? Cuando volviera (si volvía), lo primero que haría sería pedir la invalidez, porque suerte tendría si no le quedaban secuelas aparte del síndrome de estrés postraumático que…
Pendergast se había detenido de improviso. La luz de su linterna iluminaba un cadáver que había en el suelo de la cueva. Estaba boca arriba, con los ojos muy abiertos y las piernas separadas. Su cabeza era más alargada de lo normal, como si la hubieran aplastado, y el cogote estaba reventado como una calabaza demasiado madura. Cada ojo miraba en distinta dirección, salido de su órbita. La boca estaba muy abierta. Demasiado. Weeks apartó la vista.
–¿Qué ha pasado? –logró decir, a pesar del miedo.
Pendergast iluminó el techo. Había un agujero negro. Volvió a enfocar la luz de la linterna en el cadáver.
–¿Puede identificarlo, agente?
–Raskovich, el de seguridad de la Universidad de Kansas.
Pendergast asintió con la cabeza y contempló el agujero del techo.
–Parece que el señor Raskovich ha sufrido una fuerte caída –murmuró como si hablara solo.
Weeks cerró los ojos.
–Dios mío…
Pendergast le hizo señas para que siguiera caminando.
–Tenemos que continuar.
Weeks, sin embargo, estaba harto.
–Yo no doy ni un paso más. ¿Se puede saber qué pretende? –El pánico le hizo levantar la voz–. Ya van dos muertos. Primero el perro, y ahora Raskovich. Ya los ha visto, ¿no? Aquí abajo hay un monstruo. ¿Qué más quiere? Yo aún no estoy muerto. Debería preocuparse por mí. Soy yo el que…
Pendergast dio media vuelta, y la fijeza y el desdén de su mirada cortaron en seco, involuntariamente, la perorata de Weeks, que tardó poco en apartar la vista.
–Lo que quiero decir es que estamos perdiendo el tiempo. –Se le quebró la voz–. ¿Por qué tiene tan claro que la chica aún está viva, a ver?
Justo entonces oyó algo, como si fuera la respuesta a su pregunta: el sonido (muy lejano, distorsionado pero inconfundible) de alguien pidiendo ayuda.
Larssen corría como loco, seguido por Brast, que no soltaba la cuerda y, pese a no ver nada y chocar con las paredes, lograba no quedarse rezagado. Aunque los gritos hubieran dejado de oírse hacía unos minutos, seguían encadenándose en el cerebro de Larssen como una grabación infernal: el último alarido de Cole, y el brusco crujido de huesos en que había terminado. El culpable (lo que ahora los estaba persiguiendo) no era completamente humano. Era un monstruo de verdad.
No podía ser cierto. Pero lo había visto. Lo había visto.
Corría sin saber adonde, ni en qué túnel estaba, ni tampoco si el camino llevaba hacia la superficie o a las entrañas de la cueva. Le daba igual. Solo quería interponer la máxima distancia entre él y la cosa.
Llegaron a un estanque, de brillos claros y rojos a la luz de las gafas. Larssen se metió en él sin vacilar, hasta que el agua gélida le llegó al pecho. Brast lo seguía a ciegas. A partir de un punto, el nivel del agua volvía a descender. Al otro lado, el techo de la cueva descendía mucho. Larssen caminó más despacio, mientras hacía un barrido con la escopeta para despejar las estalactitas, que estaban muy afiladas. La altura de la cueva seguía disminuyendo. Oyó un ruido desagradable, seguido por una palabrota. Era Brast, que se había dado un golpe en la cabeza.
Cuando el túnel volvió a hacerse más alto, apareció una sala extraña e irregular llena de grietas que partían en todas las direcciones imaginables. Mientras Larssen la miraba, Brast tropezó con él.
–¿Larssen? ¿Larssen?
Se aferraba a él como si quisiera comprobar que existía.
–Calla.
Larssen escuchó con atención. No se oía ningún chapoteo. La cosa no les seguía. ¿Podían haberla despistado? Consultó su reloj. Casi era medianoche. A saber cuánto tiempo habían corrido.
–Brast, escucha –susurró–: tenemos que escondernos hasta que nos rescaten. Es imposible encontrar la salida, y así, caminando por caminar, seguro que volvemos a encontrarnos a esa cosa.
Brast asintió. Tenía arañazos en la cara, manchas de barro en la ropa y una mirada atónita de miedo, además de un corte en el cuero cabelludo, bajo el pelo cortado a cepillo, que sangraba mucho.
Larssen volvió a mirar hacia delante, y a mover la luz de infrarrojos. Muy arriba, en la pared, había una grieta mayor que las demás que vomitaba un río inmóvil de caliza. Parecía bastante grande para que pasara una persona.
–Voy a investigar. Súbeme.
–¡No me dejes solo!
–No hables tan alto. Vuelvo en un minuto.
Brast tendió su mano a tientas, y poco después Larssen se vio en el interior de la grieta. Primero miró alrededor, con la piel de gallina en los brazos por el frío. Después se desató la cuerda de la cintura, echó un cabo a Brast y le susurró que trepara.
Brast escaló con gran dificultad por la pared resbaladiza de piedra.
Penetraron en la grieta, con Larssen en cabeza. El suelo era irregular, sembrado de rocas. Después de unos metros, la hendidura se convertía en un túnel cuyas dimensiones les permitían ir en cuclillas.
–Vamos a ver adonde lleva –susurró Larssen.
Tras otro minuto a rastras, llegaron al final del túnel. Terminaba en caída libre.
Larssen tocó a Brast para que no se moviera.
–Quédate aquí.
Miró atentamente por el borde de la sima, pero no se veía el fondo. Cogió una piedra, la tiró y contó. Se rindió al llegar a treinta.
Arriba había una chimenea vertical por donde caía un hilillo de agua. Por esa dirección, la cosa no podía venir. Solo podía llegar por el mismo camino que ellos, por la grieta.
Perfecto.
–Quédate aquí –susurró a Brast–. No sigas, que hay un pozo.
–¿Un pozo? ¿Muy profundo?
–Por nosotros, como si no tuviera fondo. La cuestión es que no te muevas. Vuelvo enseguida.
Cuando llegó a la entrada de la grieta, se echó de bruces y empezó a arrastrarse por las rocas. Luego apiló unas cuantas a la entrada. En cinco minutos las había amontonado hasta una altura que sellaba completamente la grieta. En el caso de que el asesino llegara a la cueva irregular de abajo, solo vería piedras, sin ninguna abertura. Habían encontrado el escondrijo ideal.
Se volvió hacia Brast y le dijo en voz muy baja:
–Escúchame: prohibido hacer ruido y moverse. Que no se note que estamos aquí. Esperaremos a que baje un equipo de las fuerzas especiales y saque de la cueva al hijo de puta ese. Mientras tanto, nosotros quietecitos.
Brast asintió.
–Pero ¿estamos a salvo? ¿Estás seguro de que estamos a salvo?
–Sí, pero solo si te callas.
A lo largo de la espera, el silencio y la oscuridad se les hicieron cada vez más agobiantes. Larssen apoyó la espalda en la pared, cerró los ojos y escuchó su propia respiración, procurando no pensar en el loco que merodeaba por la cueva.
Oyó moverse a Brast, y se enfadó. Cualquier ruido podía delatarlos. Abrió los ojos y se ajustó las gafas.
–¡Brast! ¡No!
Demasiado tarde. Tras un ruido de fricción, apareció la llama de una cerilla. Larssen la apagó de un manotazo. La cerilla cayó al suelo con un siseo, y su olor sulfúrico flotó en la oscuridad.
–Pero ¿se puede saber qué coño…?
–¡Imbécil! –dijo Larssen entre dientes–. ¿Qué coño te crees que estás haciendo?
–He encontrado cerillas. –Brast lloraba sin disimular–. Las tenía en el bolsillo. Acabas de decir que estamos a salvo, y que no nos puede encontrar. Yo esta oscuridad ya no la aguanto. No puedo más.
Otro ruidito de fricción, y otra cerilla encendiéndose. Brast, con los ojos muy abiertos, sollozó de alivio.
Entonces Larssen (que estaba medio desnudo, y temblando) se dio cuenta de que ya no tenía voluntad para apagar aquella luz amarilla tan consoladora. Por otro lado, había dejado las rocas muy bien amontonadas. Seguro que la lucecita de una simple cerilla no se filtraba hasta la cueva.
Se subió las gafas a la frente y miró alrededor, parpadeando. Era la primera vez que lo veía todo con detalle y nitidez. Aunque la llama fuera tan pequeña, cualquier asomo de calor era más que bienvenido en un lugar tan espantoso como aquel.
Estaban refugiados en una pequeña cavidad, una especie de cubículo a uno o dos metros del precipicio. Detrás, más allá de donde bajaba el techo, el acceso había quedado tapiado por las rocas. Estaban fuera de peligro.
–Quizá pueda encontrar algo para quemar –dijo Brast–. Algo que dé un poco de calor.
Larssen le vio meter las manos en los bolsillos. Así al menos no hablaba.
Brast murmuró un taco, porque se había quemado los dedos con la cerilla. Justo cuando encendía la tercera, oyeron un ruidito detrás de Larssen. Era una roca moviéndose. Cayó y rodó. Después cayó otra.
–¡Apágala, Brast! –susurró Larssen.
Pero Brast se había dado la vuelta con la cerilla en la mano, y estaba desencajado de miedo, con la mirada fija en lo que había detrás de Larssen. Durante un momento espeluznante, Brast no se movió. Luego, bruscamente, se volvió y corrió a ciegas hasta lanzarse por el precipicio.
–¡Noooo…! –exclamó Larssen.
Pero Brast ya había caído al abismo. La última cerilla que había encendido flotó a merced de la corriente de aire, hasta apagarse.
Larssen, completamente a oscuras, esperó con el corazón desbocado, una espera que se le hizo eterna, y en la que oía repetida su respiración por otra más ronca. Después, con los dedos insensibles, se puso las gafas y se volvió inexorablemente para enfrentarse también él con el rostro de la pesadilla.
Rheinbeck se balanceaba en la penumbra del salón, en una vieja mecedora de respaldo recto. Adelante, atrás, adelante, atrás… Casi se alegraba de que la casa estuviera tan oscura, porque se sentía ridículo: él, con su uniforme negro de asalto, su chaleco Kevlar vest y sus pantalones BDU, rodeado de antimacasares de encaje, labores de ganchillo y ornamentados tapetes. Misión: Viejecita.
Mierda.
La mansión seguía crujiendo bajo los aullidos de la tormenta, pero al menos ya no se oían los gritos de la vieja en el refugio del sótano. Rheinbeck había cerrado con llave la pesada puerta; por lo tanto, difícilmente saldría. Abajo estaba fuera de peligro. Más que él, si llegaba un tornado.
Pasaba de la medianoche. Pero ¿qué hacían los de abajo? Contempló la tenue luz de la lámpara de propano, barajando posibilidades. Lo más probable era que McFelty estuviera acorralado y negociando. Rheinbeck ya había asistido a un par de negociaciones con secuestradores, y sabía que podían eternizarse. Las comunicaciones no funcionaban. La mayoría de las carreteras estaban cortadas por árboles. Aunque llamara a una ambulancia y un médico para la vieja, con todo Deeper patas arriba, y el condado en alerta de tornado de fuerza tres, seguro que no venía nadie. El problema era médico, no policial. Y peliagudo.
¡Dios mío, pero qué mierda de misión!
Oyó un grito, y un ruido de cristales rotos. Su primera reacción fue saltar como un resorte y derribar la mecedora, hasta que comprendió que solo eran las ramas de los árboles, y otra ventana reventada por el viento. ¡Lo que faltaba, más aire! Desde que había pasado el frente frío, parecía mentira que hubiera refrescado tanto. Ya había una ventana rota por donde entraba lluvia, y charcos en el suelo. Recogió la mecedora y se sentó. En el cuartel le harían la vida imposible.