Naturaleza muerta (51 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
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La lámpara de propano parpadeaba. La examinó y frunció el entrecejo. Lo que temía: algún descerebrado se había olvidado de recargarla. Hizo un gesto de exasperación con la cabeza y se acercó a la chimenea. El fuego estaba preparado. Solo faltaba encenderlo. Vio una vieja caja de cerillas de cocina en la repisa de piedra.

Reflexionó un minuto, y decidió pasar de todo. Ya que no podía salir de aquel lugar tan tétrico, más le valía ponerse cómodo.

Tras asomarse a la chimenea para comprobar que tuviera el tiro abierto, cogió la caja de cerillas, encendió una y prendió el fuego. En cuanto vio que las llamas consumían el periódico, se sintió mejor. El calor de la lumbre, por alguna razón, tranquilizaba. Poco a poco, el fuego inundó el salón de una luz amarilla muy agradable, que se reflejaba en los bordados enmarcados y las figuritas de cristal y porcelana. Rheinbeck fue a apagar la lámpara de propano. Convenía reservar los últimos minutos de luz.

La vieja le daba un poco de lástima. Era duro tener que encerrarla en su propio sótano, pero había aviso de un tornado importante, y ella había estado poco dispuesta a colaborar (por decirlo de modo suave). Rheinbeck volvió a la mecedora. Para alguien de su edad, no debía de ser fácil recibir en plena noche (y en plena y cruda tormenta) a todo un grupo de desconocidos con escopetas y perros. Era para asustar a cualquiera, y más a una mujer como la señorita Kraus, entrada en años, y que nunca salía de casa.

Se arrellanó en la mecedora y, disfrutando del calor, pensó en los domingos por la tarde en que él y su mujer iban a visitar a su madre. En invierno les preparaba té, y se lo servía junto a una chimenea idéntica. El té siempre iba acompañado de galletas. La madre de Rheinbeck tenía una vieja receta familiar para las galletas de jengibre, que había prometido dar a su nuera, pero que entre pitos y flautas nunca le daba.

Cayó en la cuenta de que la anciana llevaba casi tres horas en el sótano sin comer nada. Ya que estaba más calmada, decidió llevarle algo. Así no lo podrían acusar de haberla matado de hambre, o de haber permitido que se deshidratase. También podía hacerle té. Aunque se hubiera ido la luz, podía calentar el agua en la chimenea. Lástima que no se le hubiera ocurrido antes.

Se levantó de la mecedora y fue a la cocina con la linterna de mano. La encontró bien surtida de provisiones, con extrañas cajas de conservas contra las paredes: hierbas y especias que no le sonaban de nada, vinagres exóticos, tarros de encurtidos… En el mármol había latas plateadas con caracteres que no supo si eran japoneses o chinos. Acabó encontrando la tetera cerca de los fogones, entre un aparato para hacer pasta y otro que parecía un embudo gigante de acero con manivela. Rebuscando en los armarios, encontró bolsas de té de las de toda la vida. Colgó la tetera dentro de la chimenea, en un gancho, y volvió a la cocina. La nevera también estaba bien surtida. Tardó unos minutos en preparar una bandejita con nata, azúcar, pastitas de té, mermelada y pan, y en rematar la faena con un tapete de encaje, una servilleta de hilo, una cuchara y un cuchillo. Pronto estuvo listo el té. Puso la tetera en la bandeja y bajó por la escalera.

Al llegar a la puerta del refugio, equilibró la bandeja en una mano y llamó con la otra. Oyó movimiento.

–¿Señorita Kraus?

Nada.

–Le he bajado té y pastas. Le sentará bien.

Oyó más movimiento, seguido por la voz de la anciana.

–Un momento, por favor, que tengo que arreglarme el pelo.

Esperó, aliviado por la serenidad del tono. Parecía mentira que los de la generación de la señorita Kraus fueran tan escrupulosos.

–Ya puede pasar –dijo la anciana con afectación, al cabo de un minuto.

Rheinbeck sonrió al sacarse del bolsillo la gran llave de metal, insertarla en la cerradura y empujar la puerta.

Setenta y dos

El sheriff Hazen sentía resbalar el sudor por sus manos, y por la culata de la escopeta antidisturbios. En los últimos diez minutos había oído un sinfín de ruidos: disparos, voces, gritos… Parecía un enfrentamiento en toda regla. Daba la impresión de que todos los sonidos tenían más o menos el mismo origen, hacia el que Hazen se dirigía lo más deprisa posible. A diferencia de otros, que huían como conejos, él estaba decidido a hacer salir al asesino.

Vio huellas de pies descalzos en el suelo de arena. Eran las mismas de antes.

Se irguió. Los pies descalzos del asesino.

Ya tenía asumido que lo de McFelty era un error. Un simple y rápido vistazo al asesino había bastado para convencerlo. Hasta podía estar equivocado sobre la implicación de Lavender, pero en una cosa tenía razón, y era la más importante: en que el asesino estaba escondido en la cueva. La cueva era su base de operaciones. Una vez establecido el vínculo, Hazen estaba resuelto a llegar hasta el final, y a sacar de la cueva a aquel hijo de puta.

Siguió las huellas en la arena. ¿Quién podía ser? La respuesta quedaría para más tarde. Lo primero era encentrarlo y hacerle salir. Así de sencillo. Cuando lo tuvieran en sus manos, todo se aclararía: si tenía alguna relación con Lavender, con el maíz transgénico… Con lo que fuera. No quedaría ni un cabo suelto.

Siguiendo las huellas, llegó al otro lado de una curva cerrada y casi perdió de vista las paredes y el techo con la luz infrarroja, tan grande era el espacio al que se abrían. El suelo estaba sembrado de cristales enormes y brillantes. El monocromatismo de las gafas no le impidió observar su gran diversidad de colores. La cueva era gigantesca, mucho mayor y espectacular que las míseras tres salas abiertas al turismo por el viejo Kraus. Con una buena gestión, podía convertirse en un atractivo turístico de primer orden. ¿Y los sepulcros indios que acababa de ver? Atraerían a los arqueólogos, y hasta podían convertirse en material para un museo. Incluso si Medicine Creek se quedaba sin cultivo experimental, la cueva era tan grande que vendría gente de todo el país a verla. Intuyó que el pueblo estaba salvado. Aquello era mejor que las cavernas de Carlsbad. Tanto tiempo con una mina de oro debajo, y sin saberlo…

Basta de reflexiones. Ya habría tiempo de soñar con el futuro, cuando tuviera entre rejas al cabrón del asesino. Cada cosa a su tiempo.

Vio un agujero en el suelo, bajo el que se oía correr agua. Lo rodeó con precaución, siempre tras el rastro de las huellas en la arena.

Eran nítidas. Y parecían recientes.

Presintió que se acercaba a su presa. El túnel se estrechaba y volvía a ensancharse. Hazen cada vez veía más indicios de presencia humana: extraños dibujos hechos en la roca con una piedra afilada, fetiches indios mohosos formando composiciones muy cuidadas en una serie de nichos, o sobre algunas columnas de caliza… Aferró la escopeta y siguió caminando. El asesino, en todo caso, llevaba mucho tiempo en la caverna.

El túnel se ensanchaba para dar paso a otra cueva. Hazen se asomó con cuidado al otro lado de la curva… y abrió unos ojos como platos.

La cueva era un espectáculo. Infinitas figuras de cordel y hueso colgaban atadas entre sí de mil estalactitas. Había pequeños montajes escenográficos compuestos por momias de animales cavernarios, así como huesos y calaveras humanas de todas las formas y dimensiones. Algunos estaban puestos en fila en la pared, y otros formaban insólitas composiciones en el suelo, sin contar los que aparecían apilados de cualquier modo, como material para futuras creaciones. En varias repisas se alineaban linternas antiguas, latas, chismes oxidados de finales del siglo anterior, objetos indios y toda suerte de detritos. Parecía la guarida de un demente. Y eso era, ni más ni menos.

Hazen se volvió con lentitud, iluminando el cuadro con su linterna de infrarrojos. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Tragó saliva, se humedeció los labios y retrocedió un paso. Irrumpir así, como una partida de un solo hombre, podía no ser lo más acertado. Quizá fuera cierto que se precipitaba. La salida no podía estar muy lejos. Tenía la posibilidad de volver a la superficie y conseguir refuerzos, o ayuda…

Fue entonces cuando se fijó en la pared del fondo de la cueva, donde el suelo de piedra, especialmente irregular, bajaba hacia una gran oscuridad.

En el suelo había alguien que no se movía.

Se acercó con la escopeta en alto. Cerca había una tosca mesa de piedra cubierta de objetos enmohecidos, a poca distancia de varios sacos de lona vacíos. Más allá todavía, un cuerpo en el suelo, que quizá durmiera.

Se aproximó a la mesa de piedra con pies de plomo, y el arma a punto para disparar. Entonces vio que no era cierto que los objetos de la mesa estuvieran cubiertos de moho. Se trataba, en realidad, de varias decenas de mechones de pelo negro: trozos de patilla, rizos que conservaban el cuero cabelludo, bolas de cabello muy rizado… A saber. Se acordó de la cabeza despellejada de Gasparilla, pero borró la imagen de su cerebro y volvió a concentrarse en la figura del suelo. Bien mirado, no parecía dormida, sino muerta.

Se aproximó centímetro a centímetro, hasta que, con el corazón en un puño, vio que el cadáver estaba destripado. En lugar de barriga había un hueco.

Santo Dios. Otra víctima.

Sus manos resbalaban en la culata, y tenía las piernas rígidas de espanto. El cadáver no estaba incólume. Le habían arrancado casi toda la ropa, menos algunas tiras de tela. Tenía la cara cubierta de sangre seca. Era el cuerpo desgarbado de un adolescente.

El sheriff se detuvo, sin poder controlar el temblor de su brazo. Cogió su pañuelo para limpiar de sangre y tierra la cara del cadáver.

De pronto dejó de deslizar el pañuelo por lapiel fría,mientras se sentía reventar de asco y pena. Era Tad Franklin.

Perdió el equilibrio, y sintió que se mareaba.

Tad…

Se desahogó de golpe. Con un furioso alarido de dolor, empezó a dar vueltas disparando, y a volcar toda su rabia contra la oscuridad, mientras las ráfagas del arma se mezclaban con un ruido de estalactitas rotas, como una lluvia de cristal.

Setenta y tres

–¿Qué ha sido eso?–preguntó Weeks con una mueca, parpadeando en la oscuridad.

–Alguien disparando una escopeta de calibre doce.–Pendergast prestó atención. Después miró el arma de Weeks–. ¿Está usted formado en el uso correcto de esa arma, agente?

–¡Pues claro!–dijo Weeks, ofendido–. Tengo una mención al mejor tirador de mi unidad de la academia de Dodge.

En realidad, se la habían dado cuando solo había tres cadetes en la unidad K-9, pero Pendergast no tenía por qué saberlo todo.

–Pues cargúela y manténgala preparada. Quédese siempre a mi derecha, y no se despegue de mí.

Weeks se rascó la nuca. La humedad siempre le producía picores.

–Mi opinión, fundada, es que antes de seguir deberíamos buscar refuerzos.

Pendergast contestó sin molestarse en volverse.

–Agente Weeks–dijo–, la persona que ha gritado podría ser la siguiente víctima del asesino. Acabamos de oír disparar. ¿Insiste en considerar fundada la opinión de que tenemos tiempo para esperar refuerzos?

La pregunta quedó flotando en el aire frío, mientras Weeks se ponía colorado. Entonces llegó por las cavernas el eco tenue de otro grito (agudo, e indiscutiblemente femenino), y Pendergast reanudó su camino por el túnel. Weeks se apresuró a seguirlo, mientras manipulaba la escopeta con dedos torpes.

La intensidad del grito subía y bajaba. Tanto se alejaba como, de pronto, volvía a cobrar intensidad. Habían accedido a una parte más seca y espaciosa de la cueva. El suelo, nivelado, tenía partes de arena, con huellas de pies descalzos.

–¿Usted sabe quién es el asesino?–preguntó Weeks, sin poder disimular del todo su tono lastimero.

–Un hombre, pero solo de forma.

–¿Qué quiere decir?

A Weeks no le gustaba que el agente del FBI se expresase con acertijos.

Pendergast se agachó para examinar las huellas.

–Lo único que tiene que saber es lo siguiente: identifique el blanco, y si es el asesino (porque le aseguro que lo sabrá) dispare a matar. En este caso, sobran las sutilezas.

–Tampoco hay que ponerse desagradable.

La mirada de Pendergast hizo callar a Weeks.

«Un hombre, pero solo de forma.» La imagen, la de la cosa (porque a Weeks no le había parecido muy humana) levantando a uno de los perros y arrancándole las patas, acudió involuntariamente a su cerebro, y le provocó escalofríos. Pendergast no le prestó mayor atención. Seguía caminando muy deprisa con la pistola en la mano, menos cuando se paraba a escuchar. Los ruidos parecían haber cesado.

Minutos después, tras otra consulta al mapa, volvieron sobre sus pasos. Los ruidos volvieron a oírse brevemente. Pendergast, que iba en cabeza, se arrodilló y empezó a examinar las huellas. Las observó durante una eternidad, con la nariz a pocos centímetros de la arena, mientras Weeks se iba poniendo nervioso.

–Abajo–dijo.

Se metió en una grieta, al pie de una pared, y bajó a un espacio muy estrecho e inclinado. Weeks lo siguió. Después de avanzar muy lentamente, llegaron a un auténtico hormiguero de orificios naturales en la pared de la cueva, algunos de ellos con ríos inmóviles de lava brotando de sus bocas. Pendergast movió la linterna por el panal, eligió uno de los agujeros y, para consternación de Weeks, se internó por él a gatas. La cavidad era húmeda, y parecía mojada. Weeks pensó en protestar, pero la brusca desaparición de la linterna de Pendergast le hizo desistir y lanzarse por la fuerte pendiente del pasadizo. El túnel había sido recorrido tantas veces que el lecho de caliza blanda estaba desgastado.

Se levantó, se limpió la ropa de barro y comprobó el estado de su arma.

–¿Desde cuándo vive aquí abajo el asesino?–preguntó, con una mirada incrédula al camino.

–En septiembre hará cincuenta y un años–dijo Pendergast, que ya volvía a caminar por la senda de la estrecha galería.

–O sea, que sabe quién es.

–Sí.

–¿Y se puede saber cómo lo ha averiguado?

–¿Le molesta que dejemos la conversación para más tarde, agente Weeks ?

Pendergast se movía muy deprisa. Ya no oían los gritos, pero parecía muy seguro del camino.

De repente fue imposible seguir. Una enorme cortina de yeso cristalizado, que fluía de un agujero del techo, cerraba completamente el túnel. Cuando Pendergast iluminó el suelo, Weeks observó que el camino se había borrado.

–No hay tiempo–murmuró Pendergast, hablando solo, mientras iluminaba el trecho de túnel recorrido, las paredes y la bóveda–. No hay tiempo.

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