Un pie, una mano, el otro pie, la otra mano… Corrie se arrastraba lentamente por la superficie de piedra. Todo estaba negro, tanto arriba como abajo, salvo el punto de luz de la linterna de Pendergast. El corazón de la joven latía cada vez más deprisa. Empezaban a temblarle los brazos y las piernas, poco acostumbradas al esfuerzo de escalar. Por un fenómeno perverso, cuanto más se acercaba al pasadizo más desesperada se sentía. Como ya no se atrevía a mirar hacia arriba, ignoraba si faltaban dos metros o diez.
–¡Hay algo abajo!–exclamó de pronto la aguda voz de Weeks–. ¡Se mueve algo!
–Agente Weeks, apóyese en la roca y cúbranos–ordenó Pendergast, antes de volverse hacia Corrie y decir–: Solo faltan tres metros, Corrie. Imagínese que sube por una escalera de mano.
Desdeñando los pinchazos de dolor de las muñecas y los dedos, Corrie se aferró al siguiente asidero, encontró otro punto de apoyó con el pie y subió.
–¡Es él!–oyó exclamar a Weeks–. ¡Dios mío! ¡Está aquí!
–Use el arma, agente–dijo Pendergast con calma.
Corrie se aferró desesperadamente a otro asidero y encontró una repisa más alta para el pie, pero resbaló y, con el corazón paralizado de miedo, sintió alejarse la pared. Por suerte Pendergast la sujetó una vez más, hizo que recuperara el equilibrio y dirigió su pie hacia un punto de apoyo más seguro. Corrie contuvo un sollozo. Tenía tanto miedo que casi no podía pensar.
–Se ha ido–dijo Weeks, con la voz tensa–. Al menos no lo veo.
–Sigue aquí–dijo Pendergast–. Trepe, Corrie. ¡Trepe!
Jadeando de cansancio y dolor, Corrie se levantó un poco más mientras captaba vagamente los movimientos de Pendergast, que en una maniobra de gran agilidad se había colocado de espaldas a la roca y con los pies en la repisa. Tenía la linterna en una mano y en la otra la pistola, con cuya mira láser barría la caverna.
–¡Allí!–chilló Weeks.
Corrie oyó una detonación ensordecedora, y luego otra.
–¡Es muy rápido!–exclamó Weeks–. ¡Demasiado!
–Lo cubro desde arriba–dijo Pendergast–. Mantenga la posición, y sobre todo apunte con cuidado.
La escopeta disparó dos veces más.
–¡Ay, mi madre! ¡Ay, mi madre!–repetía Weeks, entre jadeos y sollozos.
Corrie se atrevió a mirar hacia arriba. La tenue luz de la linterna de Pendergast le permitió comprobar que estaba a un metro y medio del saliente por donde se entraba al túnel, pero no le pareció que hubiera más asideros. Primero palpó la piedra con una mano, y después con las dos, pero la encontró completamente lisa.
Otro grito, y otro disparo atronador.
–¡Weeks!–dijo Pendergast con dureza–. ¡Está disparando a lo loco! ¡Apunte!
–¡No, no, no!
Después de otro disparo, Corrie oyó que Weeks, en un momento de pánico, soltaba el arma descargada y empezaba a trepar como un enajenado.
–¡Agente Weeks!–bramó Pendergast.
Corrie volvió a levantar las dos manos con los dedos separados, buscando un punto de apoyo. Como no lo encontraba, gimió de terror y buscó a Pendergast con la mirada para implorar ayuda, pero se quedó de piedra.
Algo, surgido de repente de la oscuridad, saltaba por la roca como una especie de araña. La pistola de Pendergast se disparó, pero la forma seguía trepando hacia ellos. Hubo un momento en que la luz de la linterna recayó directamente en el ser, que se apartó con un gruñido de rabia. Corrie, sin embargo, había tenido tiempo de volver a ver su cara grande de luna, inhumanamente blanca; su larga barbita de chivo; sus ojillos azules manchados de sangre, que miraban fijamente bajo unas pestañas largas y femeninas; y su extraña y constante sonrisa. Era una cara con la ingenuidad de la de un bebé, pero al mismo tiempo tan distinta a todo, atravesada por tan extraños pensamientos y emociones, que a duras penas parecía humana.
Vio que subía por la roca a una velocidad escalofriante.
Pendergast disparó una vez más, pero Corrie vio que Weeks, en su loca escalada, se había interpuesto entre el monstruo y el agente del FBI, con el resultado de que este ya no tenía el blanco a tiro. Corrie se pegó a la roca con el corazón como un martillo, incapaz no solo de moverse sino de apartar la vista.
Al alcanzar a Weeks (que seguía escalando con todas sus fuerzas), el asesino echó un brazo hacia atrás y, golpeándolo en la espalda, lo aplastó como a un escarabajo. Weeks se desprendió de la roca con un grito de dolor, y empezó a resbalar. El poderoso brazo volvió a levantarse, y esta vez asestó un golpe lateral que lanzó la cabeza de su víctima contra la piedra. Hipnotizada de miedo, Corrie vio que Weeks caía roca abajo y desaparecía en la fisura, sin hacer ningún ruido al cruzar el velo de niebla y penetrar en la insondable sima.
Inmediatamente después se oyó otro disparo de la pistola de Pendergast, pero el asesino esquivó el proyectil con un salto simiesco y siguió deslizándose por la pared de roca con una agilidad casi increíble, tanto, que Corrie no tuvo tiempo de respirar y ya lo vio sobre Pendergast. Hubo un golpe, y la pistola del agente salió disparada hasta chocar con el suelo. El puño del ser, verdadera maza, se dispuso a asestar el golpe de gracia. Justo entonces, Corrie recuperó el aliento y gritó:
–¡No!
Pero el puño no cayó donde quería. También Pendergast había dado un salto. El agente levantó un puño y lo descargó por el canto en la nariz del asesino. Se oyó un fuerte crujido, acompañado por un chorro de sangre muy roja. El asesino gruñó de dolor y dio otro golpe que arrancó a Pendergast de la pared. El agente perdió el equilibrio y resbaló, pero logró frenar su caída y afianzarse unos metros más abajo.
Sin embargo, ya era demasiado tarde. El ser, ensangrentado y echando espumarajos por la boca, había adelantado a Pendergast y trepaba hacia Corrie, que, impotente, ni siquiera disponía de una mano libre para defenderse. La necesitaba para no soltar la pared.
Lo tuvo encima en un abrir y cerrar de ojos. Sus manos, grandes y callosas, volvieron a cerrarse alrededor de su cuello, pero esta vez sin la menor vacilación ni humanidad en sus ojos inertes, solo furia y deseo de matar. El ruido de asfixia de Corrie fue silenciado por un brutal rugido.
–¡Muuuuuuuhhhhhhhhhhhh!
Hacía más viento que nunca. Shurte y Williams se habían refugiado en la grieta de entrada a la cueva. Shurte era consciente de que el sheriff les había ordenado apostarse en otro sitio, pero eran más de la una de la noche, y ya llevaban tres horas aguantando el frío y la lluvia, conque…
Oyó un gemido y una palabrota, y miró a Williams. Estaba acurrucado en la hendidura, un poco más abajo, con la lámpara de propano. Shurte le había vendado el mordisco con el kit de primeros auxilios del coche patrulla. La herida tenía mal aspecto, pero no era para tanto. El verdadero problema era la situación de los dos. Las radios se habían quedado mudas, y el corte eléctrico era generalizado. Incluso las pocas emisoras comerciales que se recibían allí, en el quinto pino, habían dejado de emitir, y el resultado era que no tenían información, órdenes, noticias ni nada. Hazen y el resto del equipo llevaban tres horas en la cueva, y de momento lo único que había salido de ella era uno de los perros con media mandíbula arrancada.
Shurte tenía muy malos presentimientos.
El aire que salía de la cueva olía a humedad y piedra. Shurte se estremeció. No se le borraba de la cabeza la imagen del perro surgiendo de la oscuridad con un reguero de sangre. ¿Qué podía descuartizar así a semejante bestia? Volvió a mirar el reloj.
–Pero bueno, ¿se puede saber qué hacen?–preguntó Williams por décima vez.
Shurte negó con la cabeza.
–Yo debería estar en el hospital–dijo Williams–. ¿Y si tengo la rabia?
–Los perros policía no tienen la rabia.
–¿Cómo lo sabes? Fijo que pillo una infección.
–He puesto mucha pomada antibiótica.
–Entonces, ¿por qué me escuece tanto? Como se me infecte, me acordaré de quién me la ha vendado, «doctor» Shurte.
Shurte procuró no hacerle caso. Hasta los aullidos del viento por la boca de la cueva eran preferibles a los lamentos de Williams, y eso que parecían gritos de alma en pena.
–Que sí, tío, que necesito un médico. Me ha arrancado todo un trozo.
Shurte resopló.
–¡Williams, que es un mordisco de perro! Además, así podrás pedir que te condecoren por heridas en acto de servicio.
–Tendría que esperar a la semana que viene. Y esto me duele ahora.
Shurte miró a otra parte. ¡Vaya capullo! Era como para pedir un cambio de turno. Williams había resultado ser un gallina. Un mordisco de perro. ¡Qué risa!
Un relámpago desgarró el cielo y pintó brevemente la mansión de un color blanco fantasmal. Llovían gotas enormes, impulsadas como balas por el viento. El agua bajaba como un río por la rampa de la cueva.
–Coño, tío, yo paso.–Williams se levantó–. Me voy a la casa, a relevar a Rheinbeck. Que baje él, que yo me quedo vigilando a la vieja.
–No son las órdenes.
–A la puta mierda con las órdenes. ¿No tenían que salir en media hora? Estoy herido, cansado y calado hasta los huesos. Tú quédate, si quieres, pero yo me voy a la casa.
Al verle alejarse, Shurte escupió en el suelo. Qué gilipollas.
De pronto, un ruido seco se sobrepuso al rugido del monstruo y rebotó ensordecedor por los confines de la cueva. Corrie sintió que el peso horrible de la bestia se le venía encima y la aplastaba sin piedad contra la roca. El monstruo bramaba violentamente en su oído, como si le doliera algo; un bramido que llenó su nariz de pestazo a huevo podrido. La zarpa que la estrangulaba se abrió lentamente y dejó que moviera la cabeza para respirar. Entrevio una cara a pocos centímetros de la suya: ancha, más tersa de lo normal, de un blanco pastoso, con los ojos pequeños y la frente bulbosa.
Al segundo estallido, oyó el impacto de una bala en la superficie de piedra. Aspiró una bocanada de aire y se aferró a la roca resbaladiza. Alguien disparaba al monstruo desde abajo.
El monstruo perdió pie, pero lo recuperó enseguida y manoteó frenéticamente, bramando como un oso hacia el origen de las detonaciones.
Corrie oyó vagamente la voz de Pendergast:
–¡Ahora, Corrie!
En un esfuerzo de lucidez, soltó una mano, tendió desesperadamente el brazo a las alturas y encontró por fin el asidero. Llorosa, jadeante, se levantó a pulso, movió el pie… y sintió que le aferraban el tobillo.
Chilló y sacudió la pierna, pero la bestia se la estiraba con ferocidad para arrancarla de la pared de roca; y de nada servía resistirse, porque era un adversario demasiado fuerte. El dolor de sus dedos, que ya estaban hinchados y ensangrentados por haber intentado salir del pozo, se volvió insoportable. Sintió que perdía el agarre, y, arañando la piedra con las uñas, gritó de miedo y frustración.
De repente sonó otro disparo, y la presión en el tobillo se aflojó. Un aguijonazo en la pantorrilla informó a Corrie de que había recibido uno o varios balines.
–¡No dispare!–dijo Pendergast con todas sus fuerzas hacia abajo.
Pero el monstruo ya no hacía ruido. El eco de las detonaciones, y de los gritos de dolor y rabia, se apagó lentamente. Corrie esperó pegada a la roca, paralizada por el miedo, hasta que obedeció al impulso casi involuntario de mirar hacia abajo.
Seguía allí, pero su cara de luna se había cubierto de sangre. Al principio la observó con una mueca atroz, parpadeando. Después sus manos sufrieron un espasmo y soltaron la pared. Mientras se despegaba de la roca, como a cámara lenta, su mirada se mantuvo igual de fija. Empezó a inclinarse gradualmente hacia atrás, y su cuerpo de gigante a caer al vacío, pero sin que su rostro perdiera la serenidad. Corrie, enferma de miedo, le vio chocar con la pared aproximadamente a cuatro metros, rebotar con un crujido entre chorros de sangre, girar y, por último, caer pesadamente en la boca de la fisura. Al principio no se movía. Luego otro disparo lo alcanzó en un hombro y le hizo estremecerse, de forma que quedó con medio cuerpo en el abismo. Entonces apareció un hombre con una escopeta. Era el sheriff Hazen, apuntando directamente a su cabeza.
Una de las grandes manos del monstruo quedó aferrada al borde de la grieta, pero poco después se relajó, y el monstruo se perdió lentamente de vista, cayendo como una piedra en el abismo. Corrie escuchó, pero no oyó ningún ruido (impacto, o grito postrero de dolor) que marcara el final de aquel ser. Se lo habían tragado las negras entrañas de la tierra. El sheriff, que no había llegado a hacer el último disparo, se quedó donde estaba sin moverse.
El primero en hablar fue Pendergast.
–Ahora, mucho cuidado–dijo a Corrie con su voz grave y firme–. Una mano después de la otra. Desde aquí veo el resto del camino. Hay buenos asideros, y faltan menos de dos metros.
Corrie sollozó, con todo el cuerpo temblando.
–Ya llorará al llegar arriba, señorita Swanson. Ahora tiene que escalar.
El tono categórico, de eficiencia, despertó a Corrie del miedo que la mantenía pegada a la roca. Tragó saliva, movió una mano, encontró un asidero, lo cogió, movió un pie… y, al levantar la otra mano, encontró el borde del precipicio. Había llegado. Subirse a él fue cuestión de segundos. Se tumbó boca abajo en el suelo frío del túnel, y lloró a lágrima suelta. Estaba viva.
Al principio estaba sola. Tras uno o dos minutos, Pendergast se arrodilló junto a ella y la rodeó con un brazo, mientras la consolaba así:
–Está perfectamente, Corrie. Ya se ha ido. Ya ha pasado el peligro.
Corrie no podía hablar. Solo podía llorar de alivio.
–Ya se ha ido. Ya ha pasado el peligro–repitió Pendergast, mientras su mano tibia y blanca le acariciaba la frente; y por unos instantes la imagen de su padre regresó, con tal intensidad que casi era una presencia física. También él la había consolado así, un día en que se había hecho daño jugando. El recuerdo era tan nítido que Corrie dejó de sollozar, hipó y, con gran esfuerzo, se sentó.
Pendergast se alejó unos pasos.
–Tengo que bajar a buscar al sheriff Hazen, que está malherido. Volvemos enseguida.
–¿El sheriff…?–dijo Corrie a duras penas.
–Sí. Le ha salvado la vida. Y a mí también.
Pendergast asintió con la cabeza y se marchó.
Corrie volvió a tumbarse en el suelo de piedra, y entonces se desencadenó el verdadero alud de emociones: miedo, dolor, alivio, terror y conmoción. Una brisa surgida de la oscuridad le alborotó el pelo. Traía un olor conocido y horrible: el del caldero de la sala donde la había capturado el asesino por primera vez. Sin embargo, también trajo el leve olor de algo que casi había olvidado: el aire fresco.