Naturaleza muerta (56 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
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Al menos ya no tendría que preocuparse por el sheriff Hazen, quien, curiosamente, le había salvado la vida, y parecía haber tomado por ella un interés casi paternal. Había que reconocer que en su primer día de alta, al ir a verlo al hospital, lo había encontrado muy bien. Hasta se había disculpado (claro que no directamente, pero se entendía, y sorprendía). Ella, por su parte, le había dado las gracias por salvarla, y la reacción del sheriff había sido derramar algunas lágrimas y decir que no había hecho bastante, ni muchísimo menos. Pobre. Aún estaba muy afectado por lo de Tad.

Miró el dinero. El día siguiente, cuando saliera de casa, expondría sus planes a Pendergast.

La idea se había formado lentamente, en el hospital, y en cierto modo la sorprendía no haberla tenido antes. Aún le quedaban dos semanas para empezar las clases. Tenía dinero, y era libre (el sheriff había retirado todas las acusaciones). Nada la retenía, ni amigos dignos de ese nombre ni trabajo; y, si se quedaba en casa, tarde o temprano su madre le sacaría el dinero.

En realidad no se hacía ilusiones, ni siquiera en el momento de tener la idea. Sabía que, si lo encontraba, casi seguro que resultaría ser una de esas personas que nunca se deciden, un fracasado; alguien que, a fin de cuentas, se había casado y separado de su madre, dejándolas con el culo al aire. Nunca había pagado la manutención de su hija. Ni visitas, ni una mísera carta, al menos comprobada. No iba a salir precisamente el padre ideal.

Pero daba igual. Era su padre, y en lo más hondo de su alma Corrie tenía la sensación de dar el paso correcto, ahora que disponía de dinero y tiempo.

No sería difícil encontrarlo. Las quejas incesantes de su madre tenían el efecto involuntario de mantener a Corrie al día sobre sus movimientos. Tras mucho vagar por el Medio Oeste, su padre se había instalado en Allentown (Pensilvania), y trabajaba revisando frenos en un taller Pep Boys. ¿Cuántos Jesse Swanson podía haber en Allentown? El viaje en coche solo duraba un par de días. Lo que le había pagado Pendergast alcanzaría para la gasolina, los peajes, los moteles y un colchón más que suficiente para el caso (muy probable) de que tuviera que hacer frente a alguna avería inesperada.

Y aunque su padre resultara ser eso, un fracasado, le había dejado buenos recuerdos. Como mínimo no era un gilipollas. Antes de marcharse había sido un buen padre, que la llevaba al cine y al minigolf, y que sabía reírse y divertirse. Además, ¿qué era eso de ser un fracasado? A ella, en el instituto, también la tenían etiquetada así. De lo que estaba segura era de que la había querido… pese a dejarla en manos, todo había que reconocerlo, de una bruja borracha.

«No esperes demasiado, Corrie», se recordó.

Dobló los billetes y se los guardó en el bolsillo de los pantalones. Después sacó la maleta de plástico de debajo de la cama, la dejó sobre el colchón, la abrió y empezó a llenarla de ropa. Pensaba salir a primera hora, antes de que se despertara su madre, y ponerse en camino nada más despedirse de Pendergast. Tardó poco en hacer la maleta. Cuando la tuvo debajo de la cama, se acostó y se durmió en un periquete.

Se despertó en plena noche. Todo estaba oscuro. Se incorporó y miró alrededor, medio dormida. Algo la había despertado. No podía ser su madre, porque hacía turno de noche en el club, y…

Justo al otro lado de su ventana se oyó un borboteo, una serie de ruidos inarticulados y un golpe sordo. El miedo la despertó de golpe.

Lo siguiente fue una especie de chisporroteo, preludio de una serie de gotas que empezaron a caer ligeras en la chapa de la caravana.

Corrie miró el reloj: las dos. Al tumbarse, estuvo a punto de reír de alivio. Esta vez sí eran los aspersores del señor Dade.

Se levantó para cerrar la ventana, y aprovechó para respirar una ráfaga de aire fresco que olía a hierba mojada.

Justo cuando se disponía a cerrar, una mano salió de la oscuridad y sujetó el filo del cristal. Estaba ensangrentada, y tenía las uñas rotas.

Corrie soltó la ventana y retrocedió en silencio.

Había visto aparecer una cara blanca y redonda, llena de morados, cortes, suciedad y sangre, con una barbita de chivo y una carnosidad anómala, infantil. La horrible mano abrió la ventana lentamente, hasta que no dio más de sí. Un mal olor espantoso (y más por los recuerdos que avivaba) penetró en la habitación y llegó a la nariz de Corrie.

Retrocedió hacia la puerta, mientras sus dedos embotados buscaban el móvil en el bolsillo. Al encontrarlo pulsó dos veces el botón de llamada, dando la orden de marcar el último número. El de Pendergast.

De un tirón, la enorme mano arrancó el marco de aluminio barato de la ventana, rompiendo el cristal.

Corrie se volvió, salió corriendo de la habitación, cruzó el pasillo descalza, se lanzó por el salón…

Y en ese momento se abrió de par en par la puerta principal. Era Job, vivo pero con un ojo reventado, supurando líquido amarillo. Su ropa extragrande de niño estaba sucia, hecha jirones. Era Job, con costras de sangre, el pelo apelmazado y un color enfermizo de piel. Uno de sus brazos colgaba roto e inservible, pero el otro buscaba a Corrie.

–¡Muuuh!

El brazo quería apresarla con sus garras. Job dio un paso con la cara deformada por la rabia, apestando toda la habitación.

–¡No!–chilló Corrie–. ¡No, no! ¡Vete!

Job avanzaba, dando golpes al aire y rugiendo incoherentemente.

Corrie se volvió y corrió por el pasillo hacia su habitación. Job la perseguía tropezando.

Dio un portazo y echó el pestillo, pero Job irrumpió con un ruido estremecedor, estampando la puerta contra la pared. Corrie se lanzó por la ventana sin pensárselo, de cabeza, y tras rodar por la hierba mojada, llena de cristales, se levantó y echó a correr en dirección al pueblo. Oyó el ruido de algo roto, un rugido de contrariedad y de nuevo algo roto.

Habían empezado a encenderse luces en las otras caravanas. Al volver la cabeza, vio que Job salía danzo zarpazos por la ventana, rugiendo y rompiendo cuanto encontraba a su paso.

Si conseguía llegar hasta la carretera, quizá no estuviera todo perdido. Corrió entre las caravanas. Tenía la verja a un centenar de metros.

Al oír un rugido, y mirar de reojo, vio que Job, encorvado y malherido, corría como un cangrejo por el césped, a una velocidad escalofriante, y le cerraba el paso hacia el pueblo.

Corrió con todas sus fuerzas, respirando a bocanadas, pero Job ya iba hacia ella y no le dejaba otra alternativa que volver hacia el fondo del parque de caravanas y salir a los campos oscuros, despojados. Metió una mano en el bolsillo, sacó el teléfono y se lo acercó al oído sin dejar de correr. Al hacerlo, oyó la voz tranquila de Pendergast.

–Ya voy, Corrie. Voy ahora mismo.

–Por favor, que va a matarme…

–Llegaré en cuanto pueda con la policía. Usted corra. ¡Corra!

Y corrió, corrió al límite de sus fuerzas hasta saltar por encima de la valla del fondo y lanzarse por los campos, erizados de rastrojos que se le clavaban en los pies descalzos.

–¡Muh! ¡Muh! ¡Muuuuuh!

Job estaba detrás, acortando distancias con su extraño y brutal paso de mono, que le hacía dar saltos apoyado en los nudillos de su brazo sano. Corrie siguió adelante con la esperanza de que se cansara y se rindiera de dolor, pero no, no se cansaba, la seguía entre rugidos de agonía.

Redobló sus esfuerzos, con los pulmones ardiendo, pero no servía de nada. Job se aproximaba por momentos. Estaba a punto de alcanzarla. Por muy deprisa que corriera, acabaría en sus manos. No…

¿Qué podía hacer? Llegar al río, además de imposible, era inútil. Se estaba alejando en línea recta del pueblo, de todo. Pendergast no podría llegar a tiempo.

–¡Muuuh! ¡Muuuh!

Oyó una sirena, confirmación de que Pendergast estaba demasiado lejos. Job estaba a punto de atraparla, echársele encima por detrás y matarla.

Ya oía retumbar sus pies, como acompañamiento frenético a sus gritos de agonía. No podía estar a más de diez metros. Corrie recurrió a todas sus reservas de energía, pero ya se sentía vacilar, ya sentía aflojársele las piernas, ya se notaba los pulmones a punto de reventar por el esfuerzo; y Job… Job cada vez más cerca. Lo tendría encima en un segundo. Tenía que hacer algo. Tenía que haber una manera de explicárselo, de disuadirlo…

Se volvió y gritó:

-¡Job!

Seguía rugiendo sin hacerle caso.

–¡Espera, Job!

Nada más decirlo sintió un golpe terrible que la tumbó de espaldas en la tierra blanda; y enseguida después era Job quien bramaba encima de ella, salpicándole la cara de baba, con el puño de gigante a punto de aplastarle el cráneo.

–¡Amiga!–exclamó.

Volvió la cabeza con los ojos cerrados, para esquivar el mazazo, y repitió:

–¡Amiga! Quiero ser amiga tuya, amiga tuya…

No pasó nada. Esperó, tragó saliva y abrió los ojos.

El puño seguía en alto, pero el rostro que la miraba había sufrido un cambio radical. Nada quedaba de la rabia de antes. Una nueva, poderosa e insondable emoción contraía las facciones.

–Tú y yo–graznó Corrie–. Amigos.

La mueca del rostro seguía siendo horrible, pero Corrie creyó ver un brillo de esperanza, e incluso de entusiasmo, en el ojo que quedaba.

Lentamente, el gran puño se abrió.

–¿Amiga?–preguntó Job con voz aguda.

–Sí, amigos–dijo ella sin aliento.

–¿Hugá con Job?

–Sí, Job, si quieres jugamos. Somos amigos. Jugaremos–farfulló Corrie, con un nudo en la garganta por el terror, mientras hacía esfuerzos por dominarse.

El brazo volvió a descender. Corrie entendió que la espantosa mueca de la boca debía de ser una sonrisa. Una sonrisa de esperanza.

Job bajó torpemente de encima de ella y a duras penas logró ponerse en pie, con una mueca de dolor pero la misma sonrisa grotesca.

–Hugá. Job hugá.

Corrie se incorporó entre jadeos. Sus movimientos eran lentos, para no asustarlo.

–Sí, ahora somos amigos. Corrie y Job, amigos.

–Amigoz–repitió Job con lentitud, como si tuviera muy olvidada la palabra.

Las sirenas se habían acercado. Corrie oyó frenazos y portazos.

Intentó levantarse, pero le fallaron las piernas.

–Exacto. Tranquilo, que no me voy. No hace falta que me hagas daño. Voy a quedarme aquí, para jugar contigo.

–¡A hugá!

Y Job dio un grito de alegría en la oscuridad del campo despoblado.

2

El Rolls-Royce aparcado frente al bar de Maisie tenía una capa de polvo, y su carrocería se había vuelto mate por la tormenta. Había alguien apoyado en él: Pendergast, con un traje negro limpio, las manos en los bolsillos y el cuerpo inmóvil bajo la luz de una mañana despejada.

Corrie se acercó a la acera, frenó el Gremlin a la altura del agente y aparcó. El motor se apagó con un eructo de humo negro.

Al verla bajar, Pendergast se irguió.

–Señorita Swanson, Allentown queda de camino a Nueva York. ¿Seguro que no quiere que la lleve?

Corrie negó con la cabeza.

–No, esto lo quiero hacer sola.

–¿Y si busco el nombre de su padre en la base de datos, y la informo de antemano sobre cualquier aspecto… digamos que inusual de su actual situación?

–No. Prefiero no saber nada. No espero milagros.

Pendergast la miró fijamente sin hablar.

–Me irá bien–dijo ella.

El agente tardó un poco en asentir.

–Sí, ya lo sé. De todos modos, ya que no quiere que la lleve, como mínimo tendrá que aceptar esto.

Dio un paso hacia ella, se sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó.

–¿Qué es?–preguntó ella.

–Considérelo un regalo anticipado de graduación.

Al abrirlo salió una libreta de ahorros, con un depósito de veinticinco mil dólares en un fondo de educación a nombre de Corrie.

–No–dijo enseguida–. No puedo.

Pendergast sonrió.

–No solo puede, sino que debe.

–Perdone, pero no puedo aceptarlo.

Pendergast pareció titubear durante unos segundos, hasta que dijo con una voz muy grave:

–Entonces, permítame explicarle por qué tiene que aceptar. El otoño pasado, por causalidad y en circunstancias en las que prefiero no ahondar, recibí una considerable herencia de un pariente lejano y muy rico. Me limitaré a decir que no se había enriquecido por sus buenas obras. Ahora, dentro de mis posibilidades, estoy intentando rectificar la mancha que dejó en la familia Pendergast gastando el dinero en buenas causas. Discretamente, como comprenderá. Usted, Corrie, es una de esas buenas causas; no solo buena, sino excelente.

Corrie miró el suelo sin saber qué contestar. Nunca le habían dado nada en toda su vida. Que la cuidaran era algo nuevo, extraño, sobre todo tratándose de una persona tan distante, y distinta, como Pendergast. Sin embargo, ahí estaba la libreta, como prueba física en sus manos.

Volvió a mirarla, y la guardó en el sobre.

–¿Lo de fondo para educación qué significa?–preguntó.

–Todavía le queda un año de instituto.

Asintió. Los ojos de Pendergast brillaron.

–¿Le suena la Academia Phillips Exeter?

–No.

–Es un internado privado de New Hampshire, donde tengo reservada una plaza.

Corrie lo miró fijamente.

–¿Qué quiere decir, que el dinero no es para la universidad?

–Lo importante es que salga de aquí cuanto antes. Este pueblo la está matando.

–Pero ¿un internado? ¿En Nueva Inglaterra? No me adaptaré.

–Mi querida Corrie, ¿por qué es tan importante adaptarse? Yo nunca me he adaptado. Además, estoy seguro de que le gustará. Encontrará a otros marginados como usted; marginados inteligentes, curiosos y creativos. Yo pasaré por ahí a principios de noviembre, de camino a Maine, y le haré una visita para ver cómo le va.

Tosió educadamente en su mano.

Para su propia sorpresa, Corrie se acercó impulsivamente y lo abrazó. Sintió que se ponía tenso, y que al cabo de un rato se relajaba y se desprendía amablemente de su abrazo. Lo miró con curiosidad: no cabía duda, estaba violento.

Pendergast carraspeó.

–Disculpe que no esté acostumbrado a las muestras físicas de afecto–dijo–. No he crecido en una familia que…

Calló, ruborizándose un poco.

Corrie se apartó de él, presa de un maremágnum de emociones entre las que destacaba la vergüenza. Al principio Pendergast siguió mirándola, mientras volvía a dibujarse en sus labios una tenue y críptica sonrisa. Después se inclinó, le cogió la mano, se la llevó casi a los labios y, a continuación, se dio la vuelta y entró en el coche.

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