Naturaleza muerta (21 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
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Hazen se estaba quedando alucinado. Aquello era igualito a un cerdo hervido.

–Pero oiga… Para hervir un cuerpo así harían falta varios días.

–Falso, sheriff. Una vez que la temperatura general alcanza los cien grados centígrados, se cuece tan deprisa un elefante como una gallina. Tenga en cuenta que el proceso de cocer consiste esencialmente en quebrar la estructura cuaternaria de la molécula de la proteína mediante la aplicación de calor…

–Ya, ya me hago una idea –dijo Hazen.

–Los dedos que faltan no se encontraron en la escena del crimen –dijo Pendergast–, lo cual nos lleva a suponer que se desprendieron en el momento del hervor.

–Una hipótesis sensata. Observarán, además, que tanto las muñecas como los tobillos presentan marcas muy profundas de cuerdas. Yo deduzco que el… hervor pudo haber empezado pre mórtem.

Coño, eso ya era demasiado. Hazen tuvo la sensación de que todo se salía de quicio. Arriba, en el hospital, habían ingresado a Gasparilla, un personaje excéntrico pero que no hacía daño a nadie. Le habían arrancado todo el pelo, y no solo de la cabeza, sino de la barbilla, el labio superior, las axilas y hasta la ingle; y allá abajo estaba la segunda víctima, ni más ni menos que hervida viva. Todo ello, obra de un asesino en serie que era del pueblo, se paseaba descalzo, despedazaba a sus víctimas, les arrancaba el cuero cabelludo y las ponía como en un belén.

–¿De dónde sale una olla tan grande como para hervir a una persona? –preguntó–. ¿No se habría notado el olor?

Vio que Pendergast lo miraba con sus ojos grises y serenos.

–Dos preguntas excelentes, sheriff, que abren otras tantas fructíferas líneas de investigación.

Fructíferas líneas de investigación. ¡Pero si tenían delante a Stott, el mismo Stott que más de una vez había sido compañero de copas de Hazen en el Wagon Wheel!

El forense reanudó su exposición.

–Huelga decir que verificaré la hipótesis con pruebas de tejido y exámenes bioquímicos. Existe la posibilidad de que averigüe el tiempo exacto de cocción. Pero fíjense en el corte de ocho centímetros en diagonal del muslo izquierdo: es un corte profundo, que cruza el vasto lateral, se interna por el intermedio y deja el fémur a la vista.

Hazen hizo de tripas corazón y se fijó en la marca de mordisco. Era muy irregular. La carne, que al hervir había quedado de color marrón oscuro, estaba arrancada del hueso.

–A simple vista ya se aprecian señales de dientes –dijo el forense–. Este cadáver está parcialmente devorado.

A Hazen casi se le atragantó la pregunta.

–¿Perros?

–No, no creo. La disposición de la dentadura es claramente humana, aunque está afectada por una caries muy avanzada.

Hazen volvió a apartar la vista. No se le ocurrían más preguntas.

–Hemos tomado medidas, fotografías y algunas muestras de tejidos. Quien se comió el cadáver lo hizo después de la cocción.

–Es probable que justo después –murmuró Pendergast– Observe que los primeros mordiscos son pequeños, como de exploración; quizá fueran hechos a la espera de que el cuerpo se enfriara lo suficiente.

–Pues… sí. En fin, es de esperar que hayamos obtenido el ADN de la… persona en cuestión a través de su saliva. A pesar del pésimo estado de la dentadura, hay pruebas de una acción masticatoria de fuerza superior a la normal.

El sheriff, mientras tanto, se dejaba fascinar por la disposición de las baldosas del suelo, mientras el «Jambalaya» de Hank Williams sonaba más fuerte en su cabeza que la monótona voz del forense. Devorado…

Dejó sonar la canción hasta el final, y al levantar la vista vio que era Pendergast, ahora, quien se inclinaba sobre el cadáver, con la cara a poco más de cinco centímetros de su piel abotargada y manchada. Lo oyó olfatear varias veces.

–¿Me permite palpar? –preguntó el agente con un dedo en alto.

El forense asintió. Pendergast empezó a presionar (¡a presionar!) el cadáver con el dedo. Después pasó la punta por el brazo y la cara, se miró el índice, lo frotó con el pulgar y lo olió.

Eso ya era pasarse. Hazen volvió a mirar las baldosas y a poner mentalmente una canción, que esta vez era «Lovesick Blues»; por desgracia, justo cuando entraba la guitarra, oyó la voz de Pendergast.

–¿Me permite una sugerencia?

–Naturalmente –dijo el forense.

–La piel del cadáver parece untada con una sustancia oleaginosa que no es la misma que la grasa humana licuada por el hervor. Casi parece que lo hayan embadurnado adrede. Le aconsejo que haga pruebas químicas para determinar el tipo exacto de grasas o ácidos grasos.

–Lo tendremos en cuenta, agente Pendergast.

Pendergast, sin embargo, no pareció oírlo, absorto como estaba en el cadáver. La habitación quedó en silencio. Hazen se dio cuenta de que todos, él incluido, estaban pendientes de lo que dijera.

El agente levantó la vista de la mesa.

–También percibo otra sustancia en la piel –dijo, apartándose como si hubiera concluido su examen–. Le aconsejo que haga las pruebas pertinentes para verificar la presencia de C
12
H
22
O
11
.

–Pero…

El forense no llegó a completar la frase. Al mirarlo, Hazen reparó en su expresión de asombro. Pero ¿qué podía ser más impactante que lo que ya habían descubierto?

–Me temo que sí –dijo Pendergast–. Todo indica que el cadáver fue untado con mantequilla y azúcar.

Veinticuatro

El matadero de pavos de Gro-Bain se asentaba largo y bajo en el gran mar de maíz, que lamía sus muros de chapa. Era, además, del mismo color que el maíz, un marrón sucio que de lejos lo volvía casi invisible. Corrie Swanson dejó el Gremlin en el aparcamiento, grande y lleno de coches calientes y brillantes; tantos coches había que tuvo que aparcar bastante lejos de la entrada. Pendergast abrió la puerta, desdobló sus piernas enfundadas en negro y, mediante un movimiento de gran agilidad, salió y miró alrededor.

–¿Ha entrado alguna vez, señorita Swanson?

–No. Con todo lo que cuentan…

–Reconozco que tengo curiosidad por saber cómo lo hacen.

–¿Cómo hacen qué?

–Limpiar y congelar a diario cien mil kilos de pavos vivos.

Corrie hizo un ruido despectivo por la nariz.

–Yo no.

Un camión de grandes dimensiones se acercó en marcha atrás a la zona de descarga con una montaña de jaulas de pavos, haciendo rechinar los frenos de aire. Junto a la zona de descarga había una entrada gigantesca con tiras de goma como las que había visto Corrie en el túnel de lavado de Deeper. Vio que el camión depositaba en ella su cargamento, y que las jaulas de pavos desaparecían de cinco en cinco entre las tiras de goma hasta que quedó únicamente a la vista la cabina del conductor. Otro suspiro de frenos, y el vehículo dejó de moverse.

–Oiga, agente Pendergast, ¿podría decirme a qué hemos venido?

–Naturalmente que puedo. A saber más sobre William LaRue Stott.

–¿Y dónde está la relación?

Pendergast se volvió hacia su ayudante.

–La experiencia me ha enseñado, señorita Swanson, que todo está relacionado. Mi obligación es conocer a fondo este pueblo, sin olvidar nada ni a nadie. En este drama, Medicine Creek no es un personaje cualquiera, sino el protagonista; y aquí, ante nuestros ojos, tenemos una empresa (concretamente un matadero) de la que depende la economía de todo el pueblo. Es donde trabajaba nuestra segunda víctima. Esta fábrica es el corazón de Medicine Creek, si me permite la metáfora.

–No sé si esperar en el coche. Los pavos muertos no me molan.

–Me sorprende, porque lo veo muy ajustado a su
Weltanschauung.
–Pendergast señaló los accesorios góticos que llenaban el coche–. Además, no llegan muertos. En fin, haga lo que quiera.

Se fue por el aparcamiento. Después de un rato mirándolo, Corrie abrió la puerta del Gremlin y le dio alcance.

Pendergast se dirigía a una puerta de acero macizo con el siguiente rótulo:
ENTRADA DE EMPLEADOS - POR FAVOR, USE LA LLAVE
.

Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. Corrie vio que metía la mano en el bolsillo y la volvía a sacar, como si hubiera cambiado de idea.

–Por aquí –dijo el agente.

Siguieron la franja de asfalto hasta llegar a una escalera de cemento. Conducía directamente a la zona de descarga a la que se había arrimado el camión, con su cargamento de pavos, que ya no se veía porque estaba dentro de la planta. Pendergast se agachó para pasar por las tiras de goma de la entrada. Corrie tragó saliva, respiró hondo y lo siguió.

Al otro lado de la zona de descarga había un gran vestíbulo, donde un hombre con gruesos guantes de goma bajaba las jaulas de la plataforma del camión y las abría. Encima había una cinta transportadora con ganchos. Otros tres hombres sacaban los pavos de las jaulas abiertas y los colgaban por las patas en los ganchos de acero. Los animales, cuya condición de aves había que adivinar (tan sucios estaban por el viaje), chillaban y se resistían con pocas fuerzas en el momento de quedar colgados, dando picotazos al aire y cagándose de miedo. La cinta se movía lenta y ruidosamente hacia un agujero estrecho en la pared del fondo. El aire acondicionado estaba en niveles polares, y olía muy mal. Joder, apestaba.

–¡Oigan! –Era un guardia de seguridad adolescente, que había venido corriendo–. ¡Oigan!

Pendergast lo miró y dijo en voz muy alta, abriendo la cartera en sus narices:

–FBI.

–Bueno, pero no se puede entrar sin autorización. Al menos es lo que me han dicho. Son las reglas.

Calló, asustado.

–Lógico –dijo Pendergast, mientras se guardaba la cartera–. Vengo a hablar con James Breen.

–¿Jimmy? Antes hacía el turno de noche, pero desde el… asesinato ha pedido el de día.

–Sí, ya me lo han dicho. ¿Dónde trabaja?

–En la cadena. Oiga, que se tienen que poner casco y bata, y tengo que avisar al jefe de…

–¿La cadena?

–Sí, la cadena. –El muchacho parecía confuso–. La cinta, vaya.

Señaló la hilera de pavos que circulaban a cierta altura, forcejeando.

–Entonces solo tenemos que seguirla hasta encontrarlo.

–Pero está prohibido…

El guardia miró a Corrie como si le pidiera ayuda. Corrie lo conocía: era el tonto de Bart Bledsoe. Hacía un año que se había sacado el bachillerato por los pelos, y ahí estaba, todo un triunfador de Medicine Creek.

Pendergast se fue a buen paso por el resbaladizo suelo de cemento, haciendo aletear las solapas de la chaqueta. Bledsoe lo siguió entre protestas, y se metieron por una puertecita de la pared del fondo. Corrie se apresuró a seguirlos agachando la cabeza, tapándose la nariz y esquivando las cacas de pavo que llovían de la cinta transportadora.

La sala contigua era pequeña y solo contenía una piscina alargada, sobre la que varios rótulos amarillos advertían del peligro de electrocución. Los pavos cruzaban lentamente una zona de aspersores hasta llegar a la pequeña piscina. Corrie se quedó a una distancia prudencial y observó cómo les iban sumergiendo la cabeza en el agua. Tras un zumbido, y un ruido corto y crepitante, los animales dejaban de resistirse y salían fofos del agua.

–Veo que le impresiona –dijo Pendergast–. Es muy humano.

Corrie volvió a tragar saliva. Ya se imaginaba lo siguiente.

La cinta atravesaba otra hendidura en la pared contraria, con una ventana de cristal grueso en cada lado. Pendergast se acercó para mirar por una de ellas, mientras Corrie se asomaba a la otra con el corazón en vilo.

La tercera sala era grande y circular. Cuando entraban los pavos (que ya no se movían), se acercaba una máquina y les seccionaba limpiamente el cuello con un pequeño cuchillo. Enseguida saltaban chorros de sangre que rociaban las paredes, a cuyo pie había algo que a Corrie le pareció un lago rojo. En un lado de la sala, un hombre con algo parecido a un machete esperaba el momento de administrar el golpe de gracia a cualquier pavo que se salvara de la máquina. Corrie apartó la vista.

–¿Cómo se llama esta sala? –preguntó Pendergast.

–Sala de sangrado –respondió Bledsoe, que había renunciado a sus protestas y que, con los hombros bajos, ofrecía una imagen de derrota.

–Muy indicado. Y ¿qué se hace con la sangre?

–La meten en cubas y se la llevan en camiones, pero no sé adonde.

–Imagino que a deshidratarla. El charco del suelo se ve bastante profundo.

–Sí, a estas horas tendrá más de medio metro.

Corrie se estremeció. No era mucho mejor que lo de Stott en el maizal.

–¿Y después? ¿Adonde van los pavos?

–A la escaldadora.

–Ah. Y usted, ¿cómo se llama?

–Bart Bledsoe, señor.

Pendergast dio al joven y perplejo guardia una palmada en el hombro.

–Muy bien, señor Bledsoe. Ahora, si hace el favor de llevarnos…

Rodearon la sala de sangrado por una pasarela (el olor a sangre mareaba), y al cruzar la pared se hallaron de repente en un espacio enorme, una sala de dimensiones gigantescas, sin divisiones, por donde la correa transportadora trazaba un itinerario sinuoso, entrando y saliendo por compartimientos de acero muy grandes. Parecía un invento infernal de los dibujos de Rube Goldberg. El ruido era agobiante, y la humedad superior al punto de saturación. Corrie notó que se le condensaban gotas en los brazos, la nariz y la barbilla. Olía a plumas mojadas y caca de pavo, y a algo todavía peor que no identificó. Empezaba a arrepentirse de no haber esperado en el coche.

Los pavos muertos y desangrados salían del fondo de la sala de sangrado y volvían a desaparecer en una caja enorme de acero inoxidable, que emitía una especie de silbido ensordecedor.

–¿Qué pasa dentro de esa caja? –preguntó Pendergast con todas sus fuerzas, señalándola.

–Es la escaldadora. Se les echa un chorro de vapor a los pavos.

La interminable cinta resurgía al otro lado de la escaldadora, pero las aves que colgaban de ella desprendían humo, estaban limpias y blancas y les quedaban pocas plumas.

–¿Y después? –preguntó Pendergast.

–Después, a la desplumadora.

–Claro, a la desplumadora.

Bledsoe titubeó un poco y dio señas de haber tomado una decisión.

–Espere aquí, por favor.

Se fue. Sin embargo, Pendergast no esperó, sino que caminó deprisa con Corrie detrás. Cruzaron la mampara de la desplumadora, compuesta en realidad de cuatro máquinas en serie, cada una con varias decenas de extraños dedos de goma que se movían enloquecidamente arrancando las plumas. Los pavos muertos que salían colgando al otro lado estaban pelados y tenían un color entre rosado y amarillo. A partir de ese punto, la cinta transportadora subía, se curvaba y desaparecía. Hasta entonces todo había sido automático. Los únicos trabajadores que habían visto Pendergast y Corrie (aparte del de la sala de sangrado) eran los que vigilaban las máquinas.

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