Naturaleza muerta (42 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
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Los pasos arrastrados se acercaron. De repente la oscuridad se llenó de olores nuevos, penetrantes: sangre fresca, bilis y vómito. Corrie seguía inmóvil. Con tanta oscuridad, quizá se hubiera olvidado de ella.

Oyó arrastrar algo, y sacudir unas llaves. Al menos por el ruido lo parecían. De repente algo pesado cayó en el suelo de la cueva, cerca de ella, y el hedor empeoró de golpe. Corrie frenó el grito que subía por su garganta. A continuación, su carcelero empezó a canturrear y hablar solo; y, justo después de un sonido metálico, y del de una cerilla al encenderse, apareció una luz. Era casi imperceptible, pero iluminaba un poco. Al principio Corrie se sintió tan atraída por el resplandor amarillo, atraída con toda su alma, que casi lo olvidó todo, incluido el dolor y lo desesperado de su situación. La luz parecía filtrarse por un antiguo y extraño portalámparas, compuesto de láminas oxidadas, y su posición hacía que él quedara a oscuras, como una simple silueta gris moviéndose sobre un fondo negro. Luego desapareció en un recodo de la cueva, donde, canturreando y murmurando, se ocupó en algo.

De modo que necesitaba luz, por poca que fuera.

Pero, si era capaz de hacer tantas cosas completamente a oscuras (empezando por llevarla allí y atarla), ¿para qué actividad necesitaba la luz?

Corrie no quiso llevar el razonamiento hasta el final. De hecho no le costó demasiado renunciar, porque el alivio instintivo de la luz la hacía sentirse entumecida, aletargada. Lo único que deseaba una parte de su ser era rendirse. Miró alrededor. Aunque la luz fuera tan escasa, descubrió que se reflejaba en infinitos puntos que lo invadían todo como cristales.

Esperó sin moverse a que se le acostumbrara la vista.

Se hallaba en una cueva bastante pequeña, con las paredes recubiertas de cristales blancos que reflejaban la pobre luz del portalámparas. El techo, por su parte, estaba sembrado de un sinfín de estalactitas, con un adorno pequeño y extraño (de palitos y huesos atados con cordel) en cada punta. Dedicó mucho tiempo a observarlos sin entender qué eran. Después se fijó en las paredes, lentamente, metro a metro. Lo último fue el suelo.

Tenía un cadáver al lado.

Reprimió un grito. Volvía a estar muerta de miedo. ¿Cómo era posible que el simple alivio de ver, de que ya no estuviera todo oscuro, la hubiera hecho olvidar, siquiera unos segundos…?

Cerró los ojos, pero el regreso a la oscuridad todavía fue peor. Tenía la necesidad de saberlo.

La cara estaba tan ensangrentada que al principio no la reconoció. Poco a poco, se fueron concretando las facciones: era el rostro destrozado de Tad Franklin, que la miraba fijamente con la boca abierta.

Volvió bruscamente la cabeza, y se oyó gritar dos veces.

En ese momento oyó un gruñido, y lo vio a él por primera vez. Salía del rincón con un cuchillo largo y ensangrentado en una mano, y algo rojo y mojado en la otra.

Sonreía, hablando solo.

Al verlo se le hizo un nudo en la garganta, que le impidió gritar.

¡Qué cara…!

Cincuenta y cuatro

Los agentes del orden se habían reunido para escuchar a Hazen, pero el sheriff no pensaba hacer grandes discursos. El equipo era bueno, y también el plan. McFelty estaba sentenciado.

Solo había un problema: que, como Tad aún no había vuelto del matadero, no funcionaban las comunicaciones por radio. Hazen habría preferido delegar personalmente el control antes de bajar a la caverna, pero no podía seguir esperando. Medicine Creek, por lo demás, estaba preparada para todo, gracias a los buenos oficios de Tad. Faltaban pocos minutos para las diez. El sheriff no quería que McFelty se les fuera de las manos aprovechando la tormenta. Había que ponerse en marcha. Tad ya sabría qué hacer.

–¿Dónde están los perros? –preguntó.

Le respondió Hank Larssen.

–Los llevan directamente a casa de los Kraus, que es donde hemos quedado.

–Pues espero que esta vez nos traigan perros de verdad. ¿Los has pedido de la raza especial que crían en Dodge? ¿Aquellos perros españoles que no sé cómo se llaman?

–Perros de presa canarios –dijo Larssen–. Sí, tranquilo. Me han dicho que aún no estaban entrenados del todo, pero yo he insistido.

–Perfecto. Ya estoy harto de hacer el tonto con perritos falderos. ¿Quién es el cuidador?

–El mismo de la última vez, Lefty Weeks. Es el mejor que tienen.

Hazen frunció el entrecejo, sacó un cigarrillo y, después de encenderlo, miró al grupo.

–Como ya sabéis lo que hay que hacer, seré breve. Primero bajan los perros, luego Lefty, el cuidador, y luego Raskovich y yo.

Señaló al jefe de seguridad de la universidad con el cigarrillo. Raskovich asintió, tensando la mandíbula por lo solemne de la situación.

–Raskovich, ¿sabes usar una escopeta de calibre doce?

–Sí.

–Pues te dejo una. Nos cubrirán Cole, Brast y el sheriff Larssen. –Señaló con la cabeza a dos policías del estado que llevaban uniforme completo de asalto: pantalones negros BDU con botas Hi-Tec por debajo y chalecos antibalas. Después volvió a mirar a Larssen–. ¿Te parece bien, Hank?

El sheriff de Deeper asintió.

Hazen sabía lo importante que era ser diplomático y mantener a Hank bien integrado en el equipo; y, aunque saltara a la vista que el propio Larssen no estaba muy contento, tenía las manos atadas. Estaba en los dominios de Hazen. Hasta el final de la operación, y el restablecimiento de las comunicaciones, el protagonista absoluto era el sheriff de Medicine Creek.

De todos modos, Hazen estaba decidido a hacerlo quedar bien. Se repartirían el mérito entre los dos y Raskovich, y a la hora del juicio no habría zancadillas.

–Las reglas son muy simples. Todos lleváis escopetas antidisturbios, pero no las uséis si no es en peligro de muerte. ¿Está claro? ¿Lo entendéis?

Todos asintieron.

–Lo cogeremos vivo. Entraremos tranquilamente, lo desarmaremos y lo sacaremos esposado, pero con guantes de seda. Es nuestro testigo estrella. Si le entra el pánico y empieza a pegar tiros, quedaos donde estéis y dejad que se encarguen los perros. Pensad que son capaces de seguir trabajando con uno o dos balazos en el cuerpo.

Silencio y gestos de aquiescencia.

–Si hay alguien con ganas de hacerse el héroe, que se lo quite de la cabeza, porque me encargaré personalmente de arrestarlo. Trabajaremos en equipo.

Miró todas las caras, extremadamente serio. Quien más le preocupaba era Raskovich, pero de momento no lo había visto perder la serenidad. Valía la pena arriesgarse. ¡Coño, como si se llevaba Raskovich todo el mérito! Mientras el campo experimental acabara en Medicine Creek…

–Shurte, Williams, vosotros dos vigilaréis la entrada de la cueva. Quiero que dispongáis de un buen radio de acción, o sea, que nada de cruzarse de brazos en la entrada, porque os podría pillar por sorpresa. Tenéis que estar preparados para coger a McFelty a la que intente escapar. Rheinbeck, tú entrarás en casa de los Kraus para entregar la orden judicial y tomar el té con Winifred, pero estáte listo para cubrir a Shurte y Williams en caso de necesidad.

El único cambio en las facciones de Rheinbeck fue un pequeño tic en la mandíbula.

–Sí, Rheinbeck, ya sé que es una misión dura, pero seguro que la vieja se asusta, y no queremos que a nadie le dé un infarto. ¿Vale?

Rheinbeck asintió.

–Acordaos de que en la cueva no tendremos comunicación con el exterior, y de que, si nos separamos, tampoco podremos hablar entre nosotros, o sea, que a quedarse bien juntitos, ¿eh? ¿Lo habéis captado?

Los miró. Lo habían captado.

–Pues ahora Cole nos explicará cómo funcionan las gafas de visión nocturna.

Cole se adelantó. Era la viva imagen del policía del estado: alto, musculoso, con el pelo muy corto y la cara inexpresiva. ¡Qué raro que en la policía nunca estuvieran gordos! Quizá fuera una norma del cuerpo. Cole tenía en la mano un casco gris, con unas gafas muy grandes debajo.

–En las cuevas –dijo– no hay nada de luz. Cero. Por eso no funcionan las gafas de visión nocturna normales, y por eso nosotros bajamos con iluminación infrarroja. La luz infrarroja funciona igual que una linterna. Lo de aquí, en la parte delantera del casco, es la bombilla, y lo de aquí el botón. Para que funcione tiene que estar encendida, como una linterna normal. A simple vista parece todo oscuro, pero cuando os pongáis las gafas veréis una iluminación rojiza. Si se apaga la lámpara de infrarrojos, se queda todo negro. ¿Me he explicado bien?

Todos asintieron.

–Las gafas de visión nocturna sirven para no llevar linternas, y para que no nos puedan disparar. McFelty no nos verá. Entraremos en silencio, con las luces apagadas. Así no sabrá cuántos somos.

–¿Hay algún mapa de la cueva?

La pregunta procedía de Raskovich.

–Buena pregunta –dijo Hazen–. No, no hay mapa. Lo que hay es una pasarela de madera que la cruza casi hasta el fondo. Detrás hay unas cuantas salas más, como máximo dos o tres. Una es donde está el alambique, que seguramente será donde encontraremos a nuestro hombre. No son precisamente las cavernas de Carlsbad. Vosotros tened sentido común, quedaos juntos y no os pasará nada.

El jefe de seguridad asintió. Hazen se acercó al armario de las armas, cogió una escopeta, la abrió, la cargó, la cerró de un golpe de muñeca y se la ofreció.

–¿Ya habéis verificado las armas?

Hubo movimiento entre el equipo, y murmullos de que sí. Hazen comprobó por última vez que lo llevara todo encima. Su cinturón contenía (en el sentido contrario a las agujas del reloj) cargadores de repuesto, porra telescópica, esposas, spray de pimienta y el arma reglamentaria. Todo estaba en su lugar. Respiró hondo y se subió la cremallera del chaleco antibalas hasta la barbilla.

En ese momento, las luces del despacho parpadearon, y después de un segundo brillando con más fuerza se apagaron. La reacción fue un coro de gemidos y murmullos.

Hazen miró por la ventana. No había luz, ni en la calle principal ni en ninguna otra parte. El apagón afectaba al conjunto de Medicine Creek. En el fondo no era ninguna sorpresa.

–Esto no cambia nada –dijo–. Venga, vamos.

Abrió la puerta, y salieron a la noche huracanada.

Cincuenta y cinco

Cuando el agente especial Pendergast llegó a Medicine Creek a bordo de su Rolls, frenó un poco, sacó el teléfono móvil del bolsillo y llamó a Corrie Swanson por enésima vez. La respuesta ya no fue un mensaje grabado, sino un simple pitido. Los repetidores habían dejado de funcionar.

Guardó el móvil. Tampoco funcionaba la radio de la policía, y el pueblo tenía todas las luces apagadas. Medicine Creek se había quedado aislado del resto del mundo a todos los efectos.

Condujo por la calle principal. El viento sacudía ferozmente los árboles. La lluvia barría las calles, formando charcos turbios en las alcantarillas (las mismas que horas antes habían estado atascadas por el polvo). El pueblo estaba cerrado a cal y canto, con todas sus persianas y postigos. La única actividad parecía desarrollarse en la oficina del sheriff, donde había varios coches de la policía del estado. El sheriff y los policías estaban en la calle, cargando una furgoneta y subiendo a los coches. Debía de haber una operación en marcha, algo que no se explicaba por una simple tormenta.

Siguió hasta la verja de Wyndham Parke Estates. Las ventanas de las caravanas estaban cubiertas de cinta aislante, y en muchos techos había grandes piedras. Todo estaba oscuro, con la excepción de alguna vela o linterna entrevistas por alguna ventana. El viento silbaba por las calles estrechas sin asfaltar, y no solo hacía oscilar las caravanas, sino que levantaba piedras y las arrojaba contra las planchas de aluminio. Cerca, en un patio, se balanceaba febrilmente un columpio infantil. Parecía que lo empujaran fantasmas locos.

Entró por el camino de la familia Swanson. El coche de Corrie no estaba. Salió del Rolls, se acercó rápidamente a la puerta y llamó.

No contestaban. La casa estaba oscura.

Llamó más fuerte.

Dentro se oyó un golpe, y apareció la luz de una linterna.

–¿Corrie? –dijo alguien–. ¿Eres tú? Se te va a caer el pelo.

Pendergast empujó la puerta, que se abrió cinco centímetros hasta que la retuvo una cadena.

–¿Corrie? –chilló la misma voz.

Apareció una cara de mujer.

–FBI –dijo Pendergast, enseñando la identificación.

La mujer lo miró con los párpados caídos. Tenía la boca embadurnada de carmín, con medio cigarrillo colgando. Enfocó la linterna por la rendija, directamente a los ojos de Pendergast.

–Busco a la señorita Swanson –dijo él.

El rostro ajado lo observaba. Por la rendija salió una nube de humo de cigarrillo.

–Ha salido.

–Soy el agente especial Pendergast.

–Ya, ya sé quién es, el crápula del FBI que necesitaba una «ayudante». –La mujer resopló por la nariz, sacando humo–. Menos cuento, que a mí no me engaña. Aunque supiera dónde está, no se lo diría. Ayudante… ¡Ja!

–¿Sabe a qué hora salió la señorita Swanson?

–Ni idea.

–Gracias.

Pendergast dio media vuelta y volvió rápidamente al coche. En ese momento, la puerta de la caravana se abrió de par en par y la mujer salió a la entrada, que estaba que se caía.

–Seguro que ha ido a buscarlo. ¿Qué se cree, tío listo, que me engaña con ese traje negro?

Pendergast subió al coche.

–¡Anda, pero mira lo que tenemos aquí! ¡Un Rolls-Roype. ¡Joder con el agente del FBI!

Cerró la puerta y puso el coche en marcha. La mujer cruzó el trocito de césped bajo el chaparrón, sujetándose la bata, y el viento le arrancó las palabras de la boca.

–¿Sabe qué le digo? Que me da asco. Lo tengo clichado, y me da asco.

Pendergast volvió hacia la calle principal.

Cinco minutos después entró en el aparcamiento de la mansión de los Kraus. El coche de Corrie no estaba.

Winifred hacía punto de cruz en su sillón de siempre, a la luz de una vela. Al verlo entrar, una pálida sonrisa arrugó la piel de pergamino de su cara.

–Señor Pendergast, ya estaba preocupada por usted. Con esta tormenta… ¿Verdad que es increíble? Me alegro de que haya vuelto sano y salvo.

–¿Ha pasado la señorita Swanson en algún momento del día?

Winifred bajó el punto de cruz.

–Pues… no, me parece que no.

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