Resultaba molesto, la verdad. El hombre del FBI seguía sentado, más a sus anchas que nunca y con la mirada en el revestimiento de la pared del fondo. Una mirada penetrante. ¿Qué le interesaba tanto?
–Le quedan dos minutos, señor Pendergast –murmuró Boot.
Por fin el agente hizo un gesto con la mano, y dijo:
–Por mí no se preocupe. Ya hablaremos cuando haya acabado de trabajar y pueda prestarme toda su atención.
Boot lo miró de reojo.
–Más vale que diga lo que tiene que decir, agente Pendergast, porque le queda exactamente un minuto.
De pronto el agente lo miró, con una intensidad que lo sobresaltó.
–¿Verdad que la caja fuerte está detrás de la pared? –dijo.
A Boot le costó un enorme esfuerzo de voluntad no moverse. Pendergast sabía dónde estaba la caja fuerte de la empresa, algo que solo obraba en el conocimiento de tres directivos y del presidente. ¿Se notaría en el revestimiento? No, porque en diez años nadie se había dado cuenta de nada. ¿Estaría siendo vigilado por el FBI? Era un escándalo. Ninguno de esos pensamientos llegó a reflejarse en la expresión de Boot.
–La verdad, no sé de qué me habla.
Pendergast sonrió, pero con la condescendencia de un adulto que sigue la corriente a un niño.
–Trabaja usted en un sector donde hay que mantener en el mayor secreto una serie de documentos que constituyen la joya de la corona de su empresa. Naturalmente, me refiero a los mapas sísmicos de la formación de Anadarko, donde figuran los depósitos de petróleo y de gas, información que tanto dinero les ha costado reunir. De ahí que no les quede más remedio que disponer de una caja fuerte; y, teniendo en cuenta que usted no confía en nadie, lo lógico es que esté en su despacho, donde la pueda vigilar. Por otro lado, en tres paredes de su despacho hay obras caras de pintores clásicos, mientras que en aquella zona de la cuarta pared solo hay grabados baratos, que se pueden descolgar sin temor a rayarlos o estropearlos un poco. En consecuencia, su caja fuerte está detrás del revestimiento de la cuarta pared.
Boot se echó a reír.
–Ya veo que se considera un Sherlock Holmes.
Pendergast también se rió.
–Con todo respeto, señor Boot (y a título absolutamente voluntario, no faltaría más), solicito que abra la caja fuerte y me entregue el reconocimiento sísmico de Cry County, Kansas. El último, terminado en 1999.
Boot sintió que le costaba dominarse, pero al final lo consiguió, como siempre. Había aprendido tiempo atrás que hablar en voz baja tenía efectos amenazadores, por eso lo hizo en un tono casi inaudible.
–Como bien ha dicho, señor Pendergast, los documentos en cuestión, independientemente de dónde estén guardados, son la joya de la corona de ABX. La información geológica de la que hablamos es el fruto de treinta años de reconocimientos sísmicos y prospecciones, con un coste que podría ascender a quinientos millones de dólares. ¿Y pretende que se la dé así como así?
–A título, repito, estrictamente voluntario. Para datos de esas características no podría conseguir una orden judicial.
El propio agente reconocía no tener ninguna baza a su favor. Era una broma, o bien un truco. En todo aquello había algo que incomodaba a Kenneth Boot. Logró sonreír con amabilidad.
–Lamento no poder satisfacerlo, señor Pendergast. Si no tiene nada más que decirme, me despido hasta otra ocasión.
Reanudó la redacción del informe, pero el hombre de negro seguía sin moverse del rincón.
–Señor Pendergast –dijo Boot, mirando el ordenador–, dentro de diez segundos no estará autorizada su presencia en el despacho, y llamaré a seguridad.
Dejó pasar los diez segundos y se puso en contacto con su secretaria.
–Kathy, que suba una brigada de seguridad y acompañe al señor Pendergast a la salida.
Siguió trabajando en el informe financiero para el vicepresidente, no sin darse cuenta, a su pesar, de que el hijo de puta de Pendergast se quedaba sentado dando golpecitos con el dedo en el apoyabrazos, y mirándolo todo con la misma indolencia que si estuviera en la sala de espera del médico. Encima de cabrón, descarado.
Zumbó el intercomunicador.
–Ya están aquí los de seguridad, señor Boot.
Boot no tuvo tiempo de contestar. Con gran rapidez y agilidad de movimientos, Pendergast se levantó y se acercó al escritorio. Boot lo miró fijamente, y al ver la expresión de su cara blanca se le atragantó la réplica.
Pendergast se inclinó hacia él y le murmuró un número al oído:
–2300576700.
Superada la sorpresa inicial, a Boot le sonó el número. Identificarlo del todo despertó un hormigueo en su cuero cabelludo. En ese momento llamaron a la puerta, y aparecieron tres guardias de seguridad que se quedaron en el umbral con las manos en las armas.
–¿Es este hombre, señor Boot?
Boot los miró sin poder pensar, por culpa del pánico. Pendergast sonrió y les hizo señas de que se marcharan.
–El señor Boot no va a necesitarlos. Les pide disculpas por la molestia.
Los guardias miraron a Boot, que al cabo de un rato asintió con rigidez.
–Es verdad, no los necesito.
–Tengan la amabilidad de cerrar con llave al salir –dijo Pendergast–. Ah, y díganle a la secretaria, por favor, que en diez minutos no pase ninguna llamada ni deje entrar a nadie. Queremos estar solos.
Los guardias volvieron a mirar a Boot para que se lo confirmara.
–Sí –dijo Boot–, queremos estar solos.
Cuando salieron, se oyó el ruido de la cerradura y el despacho quedó en silencio. Pendergast se volvió hacia el presidente de ABX y dijo alegremente:
–Bueno, señor Boot, ¿seguimos hablando de las joyas de la corona?
Pendergast salió y se dirigió a su Rolls-Royce con un largo tubo bajo el brazo. Abrió la puerta, dejó el tubo en el asiento del copiloto y subió al vehículo, que estaba muy caliente. Después de arrancar, dejó que se enfriara un poco y aprovechó la espera para sacar los planos del tubo y echarles un vistazo, por si no eran lo que necesitaba.
Lo eran, y con creces. Aquello hacía que encajaran todas las piezas: los túmulos, la leyenda de los Guerreros Fantasmas, la matanza de los Cuarenta y Cinco… y los inexplicables movimientos del asesino en serie. Explicaba incluso la calidad del agua de Medicine Creek, que había resultado ser la clave de todo. Pendergast veía confirmadas sus esperanzas de encontrarlo impreso, azul sobre blanco, en los planos de prospección petrolera.
Pero cada cosa a su tiempo. Cogió el teléfono, pulsó la opción de secrafonía y marcó un número con prefijo de Cleveland. Dejó de sonar a la primera, pero tuvieron que pasar unos segundos para que se oyera un hilo de voz tenue:
–¿Qué tal?
–Gracias, Mime. El número de las islas Caimán ha funcionado. Calculo que el receptor sufrirá de insomnio durante bastantes noches.
–Me alegro de haberte ayudado.
Al oír un clic, Pendergast colgó el auricular y volvió a mirar el mapa, fijándose con mayor atención en el complejo laberinto subterráneo que figuraba en él.
–Excelente –murmuró.
No, el viaje por la memoria no había fallado. Al contrario: el mapa confirmaba que su éxito superaba cualquier expectativa. En lo único que había fallado Pendergast era en interpretarlo correctamente. Enrolló el plano y volvió a meterlo en el tubo, con su correspondiente tapón.
Ya sabía con exactitud de dónde habían llegado los Guerreros Fantasmas… y adonde habían ido.
En Nueva York hacía una tarde despejada y calurosa, pero en los sótanos de la mansión de Riverside Drive, llenos de extraños olores, siempre era medianoche.
Por ellos caminaba un hombre delgado y espectral que respondía al nombre de Wren. La luz amarilla de su casco de minero perforaba una oscuridad de terciopelo, iluminando ora una vitrina de madera, ora un alto archivador metálico. Alrededor todo eran brillos apagados de cobre y bronce, e insinuaciones de cristal emplomado.
Era la primera vez en muchos días que no llevaba la tablilla bajo el brazo. La había dejado junto al ordenador portátil, media docena de salas atrás, para llevársela al piso de arriba; pues, tras ocho semanas de trabajo agotador y fascinante, Wren ya disponía del catálogo completo del gabinete de curiosidades encargado por Pendergast.
La colección había resultado ser notable, hasta extremos que superaban lo insinuado por Pendergast. Su contenido era el más heterogéneo y escogido que cupiera imaginar: piedras preciosas, fósiles, metales de valor, mariposas, plantas, venenos, animales extinguidos, monedas, armas, meteoritos… Cada sala, cada nuevo cajón o nuevo estante, deparaba algún descubrimiento, maravilloso y turbador. Era, sin ningún género de dudas, el mayor gabinete de curiosidades jamás reunido.
Tanto más lamentable que existieran pocas o nulas posibilidades de que viera la luz pública, por lo menos aquel siglo. Wren sintió cómo le crecía la envidia al pensar que todo aquello pertenecía a Pendergast, y que él se quedaría con las manos vacías.
Recorrió lentamente las salas en penumbra, mirando a ambos lados para asegurarse de que todo estuviera en orden y no quedara nada por clasificar.
Cuando llegó al final del recorrido, detuvo sus pasos y paseó la luz del casco por un bosque de cristal: vasos de precipitados, retortas, pipetas y probetas que reflejaban la luz desde los largos y oscuros rectángulos de una docena de mesas de laboratorio. La luz se detuvo al fondo del laboratorio, en una puerta. Detrás estaban las últimas salas, en las que Pendergast le había prohibido terminantemente entrar.
Dio media vuelta y contempló las salas oscuras y llenas de tapices que acababa de cruzar. Sin saber por qué, el itinerario trajo a su memoria un relato de Poe:
La máscara de la muerte roja,
en que el príncipe Próspero organiza un baile de máscaras en una serie de salas, cada una más fantástica y macabra que su antecesora. En el relato, la última sala (la de la Muerte) es negra, con las ventanas del color de la sangre.
Volvió a fijarse en el laboratorio, y a iluminar la puertecita del fondo. Durante el trabajo de catalogación se había preguntado muchas veces por lo que había detrás, aunque, visto en perspectiva, quizá fuera preferible no saberlo. Además, tenía tantas ganas de seguir disfrutando con el magnífico diario que le esperaba en la biblioteca… Trabajar en él era una manera de olvidarse –cuando menos un rato– de aquella colección tan singular e inquietante.
Pero atención, que ahí estaba de nuevo: un roce de tela, y un eco de pasos sigilosos.
Wren llevaba casi toda la vida trabajando en salas oscuras y silenciosas, y gracias a ello gozaba de una agudeza auditiva fuera de lo normal. Pues bien, durante su trabajo en el sótano había detectado varias veces el mismo roce y las mismas pisadas furtivas. Sí, había tenido varias veces la sensación de que lo observaban mientras inspeccionaba cajones o tomaba notas; demasiadas veces para atribuirlo, simplemente, a su imaginación.
Mientras daba media vuelta, y se alejaba por las salas en penumbra, introdujo la mano en la bata de laboratorio y aferró un cortapapeles de hoja estrecha, pero nueva y muy afilada.
Las pisadas lo seguían, sigilosas.
Afectando naturalidad, volvió la cabeza hacia el origen del ruido. Parecía salir del otro lado de una larga hilera de vitrinas de roble, en la pared derecha.
El sótano era grande, y su distribución compleja, pero dos meses de trabajo habían familiarizado a Wren con ella. Sabía, además, que esas vitrinas lindaban con un muro transversal. No había salida.
Siguió caminando casi hasta el final de la sala. Tenía delante un cortinaje lleno de brocados que escondía el paso a la siguiente sala. De repente, con la rapidez de un hurón, dio un paso a la derecha y se metió entre las vitrinas y el muro. Al mismo tiempo que sacaba el cuchillo del bolsillo y lo empuñaba, iluminó la oscuridad de detrás de las vitrinas.
Nada. Estaba vacío.
Sin embargo, al guardarse el cortapapeles y salir de detrás de las vitrinas, Wren oyó alejarse, nítidos y claros, pasos que eran demasiado ligeros y veloces para no ser de niño.
Al llegar a la altura de la vieja y fea casa de los Kraus, Corrie condujo lentamente para verla bien. Parecía la mansión de la familia Addams. De la cotilla de Winifred no se veía ni rastro. Seguro que volvía a guardar cama. El Rolls de Pendergast aún no había vuelto. Todo parecía abandonado, sumido en un calor asfixiante, y rodeado de maíz cada vez más amarillo. Arriba, la tormenta amasaba grandes nubes como yunques que se acercaban peligrosamente al sol. La radio ya avisaba de tornados, desde Dodge City hasta la frontera con Colorado. Al mirar al oeste, Corrie vio que el cielo estaba tan negro, y tan cerrado, que parecía de pizarra.
Daba igual. Solo tardaría un cuarto de hora en entrar y salir de la cueva. Un simple vistazo y a casa.
Medio kilómetro más lejos, se internó en una pista de acceso a los maizales y dejó el coche en un sitio invisible desde la carretera. Lo único que despuntaba de la mansión de los Kraus era el torreón. Cortando por el maizal no la vería nadie.
Tuvo breves dudas sobre la conveniencia de ir por allí, pero se acordó de que Pendergast estaba convencido de que el asesino solo atacaba de noche.
Salió del coche con la linterna en el bolsillo y cerró la puerta. Una vez que estuvo dentro del maizal, tomó una hilera en dirección a la caverna.
El calor del maíz era tan pesado que casi la asfixiaba. Al ver tan secas las mazorcas (así se cosechaba el maíz para el gasohol), pensó en la posibilidad de un incendio, y se regodeó en la idea hasta llegar a la valla medio rota que separaba la finca de los Kraus de los campos.
La bordeó hasta que tuvo la casa a sus espaldas. Entonces volvió rápidamente la cabeza, por si Winifred había aparecido en alguna ventana, pero todas estaban oscuras y vacías, como huecos en una dentadura. A decir verdad, la casa le daba escalofríos; se recortaba, desvencijada y sola, en un cielo de aspecto cruel, con un par de árboles retorcidos, muertos, al fondo. Los rayos débiles del sol aún iluminaban su tejado abuhardillado y los ósculos del piso superior, pero justo en ese momento la sombra de la tormenta se deslizó por el maíz como una manta, y oscureció la casa con su telón de nubes. Corrie se dio cuenta de que olía a ozono, y de que cada vez hacía más bochorno. La tormenta era peor, mucho peor que vista desde dentro de la caravana. Convenía darse prisa, antes de que cayera una gorda.