–No pienso abrir una investigación basándome en una teoría de locos.
Hazen sonrió.
–Ni falta que hace, Hank. Ya la abriré yo, que soy el que lleva el caso. Solo te pido que colabores.
Larssen se volvió hacia Fisk y Raskovich.
–En Deeper no solemos hacer perder el tiempo a las fuerzas del orden.
Fisk sostuvo su mirada.
–Francamente, lo que dice el sheriff Hazen no me parece ninguna tontería. –Se volvió hacia Raskovich–. ¿Tú qué opinas, Chester?
La voz de Raskovich brotó de lo más hondo de su fornido pecho.
–Que está claro que vale la pena investigarlo.
Larssen miró a los dos hombres.
–No, si ya lo investigaremos, pero dudo que el asesino aparezca aquí, la verdad. Es prematuro…
Hazen lo interrumpió con buenos modales.
–Con todo respeto, doctor Fisk, creo que debería mantener abiertas las opciones sobre la localización del cultivo. Si el asesino quería influir en su decisión…
Hizo una pausa elocuente.
–Le entiendo perfectamente, sheriff.
–¡Pero si la decisión ya está tomada…! –dijo Larssen.
–No hay nada grabado en piedra –dijo Fisk–. Francamente, si el asesino es de Deeper (y me parece una teoría sumamente verosímil), sería el peor lugar para el campo.
Larssen no dijo nada. No era tan tonto como para no saber callar. Miró con mala cara a su colega, que lo compadeció. En el fondo era buen tío, aunque le faltara inteligencia e imaginación.
Hazen se levantó.
–Tengo que volver a Medicine Creek; aún tenemos que encontrar un cadáver, pero volveré mañana a primera hora para empezarmi investigación. Hank, espero que trabajemos juntos como amigos.
–Descuida, Dent.
Hank había tenido que arrancarse las palabras. Hazen se volvió hacia los de la universidad.
–Encantado de conocerlos. Ya les mantendré informados.
–Se lo agradecemos, sheriff.
Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y miró a Raskovich.
–Cuando venga a Medicine Creek, pase por mi despacho y nos encargaremos de otorgarle la condición provisional de agente del orden. Necesitaremos su ayuda, señor Raskovich.
El jefe de seguridad del campus asintió como si fuera lo más normal del mundo, con una total inexpresividad, pero Hazen supo que acababa de ganar muchos puntos ante el Gran Jefe Segurata Raskovich.
La disciplina del Chongg Ran, inventada por el sabio confuciano Ton Wei bajo la dinastía T'ang, pasó posteriormente de China a Bután, donde se refinó a lo largo de un período de medio milenio en el monasterio de Tenzin Torgangka, uno de los más aislados del mundo. Se trata de una forma de concentración que combina el vacío completo con la hiperconciencia, la fusión del más riguroso estudio intelectual con la pura sensación.
El primer reto del Chongg Ran consiste en visualizar el blanco y el negro simultáneamente, no como gris. Solo un uno por ciento de los adeptos logra ir más allá, y le esperan ejercicios mentales muchísimo más difíciles. Algunos de ellos incluyen partidas imaginarias, simultáneas y contradictorias de go, o pasatiempos cerebrales más recientes como el ajedrez o el bridge. En otros hay que aprender a fundir el conocimiento con la nesciencia, sonidos con silencio, el yo con su eliminación, la vida con la muerte, y el universo con el quark.
El Chongg Ran es un ejercicio de antítesis. No se trata de una finalidad en sí misma, sino de un medio. Comporta el don de poderes mentales inimaginables. Es la máxima potenciación del cerebro humano.
Pendergast, acostado en el suelo, mantenía una aguda conciencia de su entorno: el olor a hierbas secas, la sensación de calor pegajoso, y la presión de los hierbajos y las piedras en la espalda. Aislaba cadasonido, canto de pájaro, roce o susurro, e incluso la respiración casi inaudible de su ayudante, sentada a unos metros. Con los ojos cerrados, empezó a visualizar ese entorno de idéntico modo que si lo viera con sus ojos, desde arriba: «ver sin visión». Lo ensambló pieza a pieza: los árboles, los tres montículos, el juego de luces y sombras, los maizales a sus pies, los grandes nubarrones, el aire, el cielo, y por último la tierra viva.
El paisaje quedó completo en poco tiempo. Una vez aislado cada objeto, ya podía borrarlo de su conciencia.
Empezó por los olores. Gradualmente, eliminó los perfumes complejos de los álamos, la humedad, el ozono de la tormenta que se avecinaba, la hierba, las hojas y el polvo. El paso siguiente fue borrar las sensaciones. Procedió a eliminar cada una de las que incidían en su conciencia: las piedras en su espalda, el calor, y el cosquilleo de una hormiga en su mano.
A continuación, llegó el turno de los sonidos. Los primeros en desaparecer fueron los de los insectos, seguidos por el susurro de las hojas, los picotazos desganados de un pájaro carpintero, los aleteos de los pájaros en los árboles, su canto, el movimiento pausado del aire, el eco lejano de los truenos…
El paisaje seguía existiendo, pero en absoluto silencio.
El paso siguiente consistió en suprimir dentro de sí la propia sensación de corporeidad, la sensación innata de tener un cuerpo y saber qué lugar ocupa en el espacio y el tiempo.
Era el punto de partida de la fase de concentración. Pendergast fue retirando los objetos del paisaje, en orden inverso al de su aparición, y lo dejó desnudo. Primero desapareció la carretera, luego el maíz, luego los árboles, el pueblo, la hierba, las rocas y, por último, la luz. Quedó un paisaje matemáticamente puro; despojado, vacío, oscuro como la noche, y que solo existía por su forma.
Los cinco minutos de espera se alargaron a diez. Pendergast conservó en su cabeza aquella perfección vacía y fractal, hasta que empezó lentamente a recomponer un paisaje que ya no era el mismo que acababa de desmontar.
Primero volvió la luz. Después la hierba se extendió por el paisaje, una alfombra virgen de hierba alta y flores silvestres. A continuación, Pendergast volvió a amasar montañas de bronce hechas de nubes, y los afloramientos rocosos, y el río que corría libre y fresco por las grandes llanuras. Poco a poco se perfilaron más cosas: una manada de búfalos en la distancia, charcas que reflejaban la luz plateada de la tarde, y por doquier una gama infinita de hierbas silvestres que se ondulaban de horizonte a horizonte, como el oleaje de un inmenso mar verde.
Una cinta de humo subía por el cielo. Había manchas negras de personas moviéndose, y algunas tiendas de campaña en mal estado. Junto al río pacían cincuenta caballos, con los hocicos en la hierba.
Poco a poco, permitió que regresaran los sonidos, y tras ellos los olores: risas, palabrotas, humedad fecunda, un olorcillo a humo y a filetes de búfalo asándose, el relincho lejano de un caballo, un tintineo de espuelas, los cacharros de hierro colado chocando entre sí…
Esperó con todos los sentidos en alerta. Las voces empezaban a ser inteligibles.
«El caballo de Didier vuelve a estar cojo», dijo una voz.
El golpe de un tronco añadido a la hoguera.
«Dentro de poco, a comer.»
«A ese crío, para saber dónde tiene que mear, tendría que aguantarle su madre la cacharra.»
Risas. Había varios hombres de pie, con platos abollados en la mano. La escena no se había formado del todo. Seguía siendo vaga y trémula.
«Ya tengo ganas de llegar a Dodge y sacarme de encima este puto polvo.»
«Límpiate el de la garganta con esto, Jim.»
El sol poniente se refractó en una botella. Se oyó el ruido de alguien bebiendo, y el sonido metálico de una tapa de hierro. Una ráfaga de viento levantó un poco de polvo, que se asentó enseguida. Un trozo de leña crepitó en la hoguera.
«Cuando lleguemos a Dodge, te presentaré a una mujer que sabrá quitarte el polvo de otra parte.»
Más risas.
«Pásate el whisky, chaval.»
«Oye, Hoss, ¿qué nos has dado, mierda de oveja hervida?»
«Es lo que hay, Crowe.»
«Pásate el whisky.»
La escena cristalizó gradualmente. Un grupo de hombres rodeaba una hoguera al pie de un montículo. Llevaban sombreros sucios de vaquero, pañuelos destrozados, camisas harapientas y pantalones que parecían tan tiesos por el polvo y la mugre que casi crujían al caminar. Ninguno de los hombres iba afeitado, ni con la barba cuidada.
La colina era una isla polvorienta en un mar de hierba. Alrededor, todo era llano. La tupida maleza que por aquel entonces cubría la base de los túmulos proyectaba largas sombras. El viento arreciaba poco a poco, creando un oleaje continuo y encontrado por la hierba. El olor limpio de las flores silvestres se mezclaba con el del humo de madera de álamo, más dulce, y con el del potaje de judías y el de humanidad sin asear. Los hombres se habían resguardado al pie de un túmulo para desenrollar las esterillas, dado la vuelta a las sillas de montar y usar las guarniciones de piel de oveja como almohadas. Había algunas tiendas de campaña con poste central, todas muy deterioradas. En cada ladera de la colina había un centinela armado con un rifle.
El viento levantó más nubes de polvo.
«A comer.»
Un hombre de cara alargada y ojos estrechos, con una cicatriz en la barbilla, se levantó perezosamente e hizo tintinear las espuelas al sacudir las piernas. Era Harry Beaumont, el cabecilla.
«Oye, Sink, ve a buscar a Web y releva a la guardia. Ya comerás después.»
«Es que la última vez…»
«Como digas algo más, uso tus huevos para pescar en el río, Sink.»
Se oyeron risas disimuladas.
«¿Os acordáis de aquel indio de Two Forks que tenía tan grandes las pelotas? ¡Cómo se las comía el pécari! ¿Os acordáis?»
Más risas.
«Tendría alguna enfermedad.»
«Como todos.»
«Pues a ti bien poco que te molestaba cuando perseguías a las squaws, Jim…»
«¿Te importaría callar mientras papeo?»
Un hombre empezó a cantar con voz grave y bien entonada:
Con el pie en el estribo, el trasero en la silla,
seguía a mis vacas, cansado, milla a milla.
Anoche, de guardia, vi al jefe de manada
por libre, y las vacas saliendo en desbandada.
Pico mi yegua, y empieza a diluviar,
empieza el viento a soplar, a soplar…
¡Qué noche de perros! Si seré desgraciado
que de poco me quedo sin ganado.
Los dos centinelas volvieron, apoyaron sus rifles en las sillas de montar y se acercaron cada uno con un plato, mientras se sacudían las camisas y los pantalones de un polvo cada vez más abundante. Después de que el cocinero les sirviera judías y carne estofada, se sentaron en el suelo cruzando las piernas.
«¡Oye, Hoss, que este estofado es casi todo polvo!»
«Así baja mejor.»
«Pásate el whisky.»
La pradera cada vez ondeaba más por el viento, que se acercaba aplastando la hierba y formando una ola de color verde claro con el dorso de las briznas. Al llegar al pie de los túmulos, levantó el polvo y formó con él una cortina. El sol, que ya tocaba el horizonte, palideció de golpe.
Tras un compás de espera, se desencadenó un ruido de cascos de caballo.
«¿Qué coño…?»
«Los caballos, que se han asustado por algo.»
«No, no son los nuestros.»
«¡Cheyenes!»
«¡A por los rifles, a por los rifles!»
El caos fue inmediato. La nube de polvo, que seguía creciendo, se abrió al paso de un caballo blanco, con huellas de manos de un color como de sangre. Lo siguieron otros dos. Alguien gritó. La fila de caballos se dividió hasta rodear al grupo. Habían aparecido literalmente por ensalmo.
«¡Yijiiiiiii!»
De repente, un silbido en el aire. Las flechas llegaban de dos direcciones, seguidas por el ritmo de los impactos. Gritos, gruñidos, ruido de espuelas y de cuerpos cayendo…
Mientras tanto, el polvo se les había echado encima y les sumía en una niebla que apenas permitía distinguir siluetas de hombres corriendo, cayendo o volviéndose. Los pocos disparos se hacían al tuntún. Un caballo cayó pesadamente al suelo. Una silueta borrosa encañonó la cabeza del jinete indio e hizo brotar una pequeña nube de algo oscuro.
El polvo formaba verdaderas cortinas. El viento gemía y murmuraba. Los heridos gritaban y se ahogaban. El ruido de caballos disminuyó, pero se reanudó tras una breve pausa.
«Vuelven.»
«¡Que vuelven! Preparaos.»
Las siluetas fantasmales de los jinetes aparecieron de nuevo y, como antes, se dividieron en dos.
«¡Aiiiiii-yipiiii-aiiii!»
Los supervivientes, con la rodilla en tierra, coordinaron sus disparos por primera vez, afinando la puntería. Otro ruido de cuerdas destensándose, otro silbido mortífero, y el impacto de un centenar de flechas en el suelo y en los cuerpos; más caídas de caballos, de bridas y de espuelas, hombres llevándose las manos a la ropa, más disparos… De repente un hombre se destacó tropezando en la bruma; tenía una flecha de la boca, que intentaba arrancarse, pero que lo ahogaba. Otro hombre daba vueltas con cuatro flechas en el pecho. De repente surgieron tres más en su espalda. Había un caballo completamente inmóvil y con la cabeza colgando, un caballo con las tripas amontonadas en el suelo, humeantes.
Otra pasada, media vuelta y de nuevo al ataque. Cada vez olía más a sangre, la que manaba a chorros de los caballos y los muertos.
La quinta pasada. Los disparos se habían vueltos esporádicos, y no podían competir con el silbido de las flechas. El campo estaba lleno de figuras que se retorcían y gritaban, entre formas inertes. Esta vez los indios tiraron de las bridas, desmontaron y se pasearon tranquilamente entre los heridos, con cuchillos en las manos. Se convirtieron en bultos oscuros, inclinados sobre las formas imprecisas del suelo. Alaridos, ruegos, lloros. Ruido de cueros cabelludos arrancados. Después, silencio.
Levantaron a la fuerza a un hombre que se hacía el muerto, un hombre cuyas súplicas se destacaron sobre el coro de gemidos agónicos. Era Harry Beaumont. Las formas oscuras de los indios se agruparon silenciosas y sin prisas a su alrededor. Los ruegos aumentaron de volumen, ininteligibles. Lo asieron con firmeza y le echaron la cabeza hacia atrás. El acero de un cuchillo brilló entre el polvo. Un grito. Un trozo de carne arrojada al suelo. Los indios estaban ocupados con la cabeza de su víctima; hacían movimientos cortos y veloces con los brazos, como tallando madera. Los gritos se volvieron histéricos y ahogados. Más trozos rojos cayendo al suelo. Otro ruido de carne arrancada, más largo que los demás. Otro grito. Dos últimos movimientos, dos trozos más cayendo al suelo. Y otro grito más breve.