Se acercó a los túmulos. Vio la figura negra y delgada de Pendergast que observaba su entorno parcialmente de espaldas. Corrie se dio cuenta de que, más que observar, lo que hacía el agente era escrutar, casi como si quisiera grabarse el paisaje en la memoria.
–¡Ha llegado el café! –dijo, forzando un poco la nota de alegría. Pendergast tenía detalles que a veces le daban escalofríos.
El agente se volvió con lentitud y, tras fijar en ella su mirada, sonrió levemente.
–Ah, señorita Swanson. Muy amable. La lástima es que solo bebo té, nunca café.
–Ah… Perdón.
Corrie tuvo un momento de decepción por no haberlo complacido como esperaba, pero se la borró enseguida de la cabeza. Mejor, así podría beberse los dos cafés. Al mirar alrededor, vio que el suelo estaba sembrado de mapas topográficos y todo tipo de esquemas con piedras encima. Una de las piedras estaba puesta sobre un diario viejo de páginas amarillentas y caligrafía filiforme e infantil.
–Le agradezco que me tenga tan en cuenta, señorita Swanson. Casi he terminado.
–¿Qué hace?
–Leer el
genius loci.
Y prepararme.
–¿Para qué?
–Ya lo verá.
Corrie se sentó en una roca para beberse el café, que para su gusto era ideal: fuerte, frío y con la dulzura de un helado. Mientras tanto, vio que Pendergast recorría la zona y se detenía aquí y allí varios minutos para mirar en direcciones que parecían elegidas al azar. De vez en cuando cogía la libreta y apuntaba algo, o se acercaba a uno de los mapas (algunos de aspecto antiguo, como mínimo del siglo XIX) y hacía una señal o una raya. En un momento dado, a Corrie se le ocurrió hacer una pregunta, pero Pendergast la cortó con un gesto de la mano.
Pasaron tres cuartos de hora, mientras el sol empezaba a ponerse al oeste en medio de una fea vorágine de nubes. Corrie sentía el desconcierto de siempre, mezclado con una admiración algo perversa que no acababa de entender. Era consciente de sus ganas de ayudar a Pendergast, de impresionarlo con sus dotes y ganarse su respeto y confianza. Hacía muchos años que nadie la hacía sentirse útil, válida ni necesaria; nadie, ni profesores, ni amigos, ni mucho menos su madre. Con Pendergast, en cambio, lo sentía. Tuvo curiosidad por saber qué lo impulsaba a trabajar en eso, a investigar horribles crímenes y vivir situaciones peligrosas.
Se preguntó si no se habría enamorado un poco de él.
No, imposible. Con esos dedos tan largos, esa piel blanca como de cadáver, ese pelo tan raro, casi blanco, esos ojos tan fríos, de ungris azulado, que siempre parecían más fijos de lo normal, incluso cuando la miraban a ella… Además era viejísimo. Como mínimo cuarenta años. Uf.
Pendergast se dio por satisfecho y se acercó tranquilamente, guardando la libreta en el bolsillo de la chaqueta.
–Creo que estoy preparado.
–Yo también lo estaría, pero no sé qué pasa.
Pendergast se arrodilló en el suelo entre sus mapas y sus documentos, y los recogió con cuidado.
–¿Le suena de algo el palacio de la memoria?
–No.
–Es un ejercicio mental, una especie de entrenamiento memorístico que como mínimo data de Simónides, un poeta de la Grecia antigua. Lo refino Matteo Ricci a finales del siglo XV, enseñándoselo a hombres de letras chinos. Yo practico una modalidad parecida de concentración mental de mi propia cosecha, que combina el palacio de la memoria con elementos del Chongg Ran, una forma antigua de meditación de Bután. La he bautizado viaje por la memoria.
–No me entero de nada.
–Se lo explicaré en términos sencillos: empiezo por una investigación exhaustiva, y como segundo paso me concentro mucho para recrear en mi cerebro un lugar concreto de un momento concreto del pasado.
–¿Del pasado? ¿Como en un viaje en el tiempo?
–No, no; como comprenderá, no es que viaje en el tiempo. Mi objetivo es reconstruir unas coordenadas de tiempo y espacio determinadas, pero mentalmente; situarme dentro de ellas, y proceder a una serie de observaciones que no se podrían hacer de otra manera. Así tengo una perspectiva imposible de conseguir por ningún otro medio. Me sirve para rellenar lagunas, datos que faltaban pero que, sin este método, no se percibirían como lagunas. De hecho, la información decisiva suele estar en ellas. –Empezó a quitarse la chaqueta–. En este caso es más importante que nunca, porque hasta ahora, con los métodos habituales (incluidos los buenos oficios de la señora Tealander), no he hecho ningún progreso.
Pendergast dobló cuidadosamente la chaqueta y la dejó sobre los mapas, los esquemas y el diario. Corrie se llevó la sorpresa de ver un arma de grandes dimensiones sujeta con correas a uno de sus brazos.
–¿Y piensa hacerlo ahora? –dijo, con una mezcla de curiosidad e inquietud.
Pendergast se tumbó en el suelo como un cadáver, completamente inmóvil.
–Sí.
Juntó las manos en el pecho.
–Pero… pero ¿yo qué hago?
–Vigilarme. Si oye o ve algo raro, despiérteme. En principio tendría que bastar con una buena sacudida.
–Pero…
–¿Oye los pájaros? ¿Y las cigarras? Pues si deja de oírlos también me despierta.
–Vale.
–Por último, si no vuelvo en una hora tendrá que despertarme. Son las tres condiciones para hacerlo. No hay ninguna más. ¿Lo ha entendido?
–Sí, es bastante fácil.
Pendergast cruzó los brazos en el pecho. Si Corrie hubiera estado tumbada de la misma manera, le habría resultado imposible pensar en otra cosa que en el suelo duro y los hierbajos. En cambio Pendergast se estaba quedando tan, tan quieto…
–¿A qué momento va a retroceder?
–Al anochecer del 14 de agosto de 1865.
–¿La Matanza Fantasma?
–Ni más ni menos.
–Pero ¿por qué? ¿Qué tiene que ver con los asesinatos en serie?
–De momento, sé que están relacionados. Ahora espero averiguar en qué sentido. Si en el presente no hay ninguna clave para desentrañar los últimos asesinatos, tendrá que estar en el pasado. Es donde tengo intención de ir.
–Pero en realidad no va a ninguna parte. ¿O sí?
–Le aseguro, señorita Swanson, que mi viaje es estrictamente mental; se trata de un viaje interior a tierras incógnitas, pero tan peligroso que bien podría serlo más que cualquier viaje físico.
–No me…
Corrie no terminó la frase. De nada servían más preguntas.
–¿Preparados, señorita Swanson?
–Supongo que sí.
–En ese caso, solicito de usted el más absoluto silencio.
Corrie esperó, mientras Pendergast no hacía el menor movimiento. Con el paso de los minutos, pareció haber dejado incluso de respirar. La luz de la tarde se filtraba como siempre por los árboles. Se oía el canto de los pájaros y las cigarras, y seguían acumulándose nubes de tormenta en el cielo. Todo estaba igual… salvo la extraña sensación que tuvo Corrie de oír un leve susurro llegado de una tarde ciento cuarenta años anterior, la tarde en que treinta cheyenes surgidos de una nube de polvo habían emprendido su terrible venganza.
El sheriff Hazen entró en el aparcamiento del centro comercial de Deeper, circuló entre los pocos vehículos que había y dejó el coche patrulla en uno de los espacios reservados para las fuerzas del orden, frente a la oficina del sheriff de Deeper. Lo conocía bastante: se llamaba Hank Larssen y era buena persona, aunque algo lento. Le dio un poco de envidia cruzar el despacho exterior, oír el zumbido de los ordenadores y ver tan guapas a las secretarias. ¡Joder! En Medicine Creek ni siquiera podían permitirse recargar el aire acondicionado de los coches patrulla. ¿De dónde salía tanto dinero?
Casi eran las cinco, pero aún estaban todos ocupados en apuntalar el decrépito imperio Lavender. Como Hazen era un rostro conocido, nadie interrumpió su camino hacia el despacho de Larssen. La puerta estaba cerrada. Llamó y abrió sin esperar permiso.
El sheriff estaba en su silla giratoria de madera, escuchando a dos hombres trajeados que hablaban a la vez, y que callaron al ver entrar a Hazen.
–Muy oportuno, Dent –dijo Larssen, sonriendo–. Te presento a Seymour Disk, decano de facultad en la universidad, y Chester Raskovich, jefe de seguridad del campus. Y a ustedes les presento al sheriff Dent Hazen, de Medicine Creek.
En el momento de sentarse, Hazen dio un repaso a los dos hombres de la universidad. Fisk era el típico universitario calvo, mofletudo y con las gafas colgando del cuello. Chester Raskovich también respondía a un prototipo: traje marrón, físico corpulento y sudoroso, ojos muy juntos y apretones de mano aún más peligrosos que los del agente Paulson. La personificación del policía frustrado.
–No hace falta que te diga a qué han venido –añadió Larssen.
–No.
Como la simpatía de Hazen por su colega era sincera, lamentó no tener más remedio que hacer lo que tenía que hacer. No se cansaba de pensar en su teoría, cuya perfecta coherencia lo sorprendía incluso a él.
–Estábamos comentando las consecuencias para Medicine Creek y Deeper. Me refiero al cultivo experimental.
Hazen asintió. No tenía prisa. En efecto, había sido oportuno. ¿Qué mejor suerte que tener como público a los de la universidad?
Fisk se inclinó y retomó el hilo de lo que estaba diciendo antes de la interrupción.
–La cuestión, sheriff, es que esta trágica muerte lo cambia todo. No se me ocurre ninguna manera de seguir adjudicando el campo a Medicine Creek. Queda Deeper, por eliminación. Lo que le pido, sheriff, son garantías de que los efectos negativos no llegarán hasta aquí. No me cansaré de subrayar que cualquier publicidad sería intolerable. Intolerable. Si algún sentido tenía, y tiene, situar el campo en este… rincón tan tranquilo del estado, es evitar el ambiente de circo y el exceso de publicidad que generan las personas con miedo irracional a la llamada ingeniería genética.
El sheriff Larssen asintió, viva imagen de la seriedad.
–Medicine Creek queda a treinta kilómetros de Deeper, y los asesinatos se reducen estrictamente a su término municipal. Como le confirmará el sheriff Hazen, las autoridades consideran que el asesino es de la propia población. Le aseguro que en Deeper no habrá repercusiones. Aquí no hay homicidios desde 1911.
Hazen no dijo nada.
–Me alegro –dijo Fisk, asintiendo con un temblor de mofletes–. El señor Raskovich ha venido a ayudar a la policía a… –Señaló al sheriff Hazen con la cabeza–. A encontrar al psicópata que ha cometido unos crímenes tan atroces, y también a localizar el cadáver del doctor Chauncy, que, o mucho nos equivocamos, o sigue sin aparecer.
–Así es.
–Por otro lado, señor Larssen, colaborará con usted para garantizar el adecuado mantenimiento de la publicidad y la seguridad de Deeper. Como es lógico, el anuncio de la nueva localización del cultivo ha sido pospuesto hasta que se normalice la situación, pero aquí, entre nosotros, les diré que es Deeper. ¿Alguna pregunta?
Silencio.
–Sheriff Hazen, ¿alguna novedad sobre la investigación, por la parte que le toca?
Era el momento que esperaba Hazen.
–Sí –dijo afablemente–, la verdad es que sí.
Todos se inclinaron hacia él. Hazen se apoyó en el respaldo de su silla y dejó que creciera la tensión.
–Parece ser –dijo– que Chauncy se acercó al río para recoger algunas muestras de maíz y etiquetarlas. Dicen que esperaba a que madurase, o algo así.
Los tres asintieron.
–La otra noticia es que el asesino no es del pueblo. Me refiero a Medicine Creek.
Lo anunció con toda la naturalidad posible. Todos estaban pendientes de lo que dijera a continuación.
–También parece que los crímenes no se deben a ningún asesino en serie con problemas mentales. Es la impresión que se quería dar, pero todo lo del cuero cabelludo, los pies descalzos y la supuesta relación con la Matanza Fantasma y la maldición de los Cuarenta y Cinco es puro teatro. El autor de los asesinatos es alguien que se mueve por lo más viejo del mundo: el dinero.
Ya no estaban pendientes, sino ansiosos.
–¿En qué sentido? –preguntó Fisk.
–El asesino entró en acción tres días antes de la fecha prevista de llegada del doctor Chauncy, y su siguiente golpe se produjo el día después de ella. ¿Coincidencia?
Dejó la palabra en el aire.
–¿Qué quieres decir?–Larssen empezaba a preocuparse.
–Que los primeros dos asesinatos no tuvieron el efecto deseado. Por eso había que matar a Chauncy.
–No te sigo –dijo Larssen–. ¿A qué te refieres con el efecto deseado?
–A convencer a Chauncy de que Medicine Creek no era el sitio indicado para el campo experimental.
Ya había soltado la bomba. Todos estaban mudos de sorpresa. Siguió hablando.
–Los dos primeros asesinatos pretendían convencer a la universidad de que renunciara a Medicine Creek y situara el campo en Deeper, pero, como no funcionaron, el asesino no tuvo más remedio que matar al propio Chauncy justo el día antes de que hiciera su anuncio.
–Un momento, un momento… –empezó a decir el sheriff Larssen.
–Déjelo acabar –dijo Fisk, en tono profesoral, apoyando los codos en las rodillas.
–Los supuestos asesinatos en serie solo eran una manera de que Medicine Creek no pareciera el lugar indicado para un proyecto así. Una manera de asegurarse de que el campo experimental se quedara en Deeper. Las mutilaciones, y todo el rollo indio, estaban pensados para revolucionar Medicine Creek, hacer que todos hablasen de la maldición, y darnos una imagen de pueblerinos supersticiosos. –Hazen se volvió hacia Hank–. Yo de ti, Hank, empezaría por la siguiente pregunta: ¿a quién le perjudicaba más que el campo se quedara en Medicine Creek?
–A ver, a ver… –dijo el sheriff, levantándose un poco de la silla–. Espero que no insinúes que el asesino es de Deeper.
–Pues sí, precisamente.
–¡Pues a ver cómo lo demuestras! Lo único que tienes es una teoría. ¡Una teoría! ¿Y las pruebas?
Hazen esperó. Era mejor dejar que Hank se desfogara un poco.
–¡Qué tontería! No me imagino a nadie de aquí asesinando brutalmente a tres personas por un puñetero campo de maíz.
–Es bastante más que un «puñetero campo de maíz» –dijo Hazen sin alterarse–. Pregúntaselo al profesor Fisk.
Fisk asintió.
–Es un proyecto importante, con mucho dinero de por medio tanto para el pueblo como para la universidad. Buswell Agricon es una de las compañías agrícolas más grandes del mundo. Hay en juego patentes, laboratorios, préstamos… De todo. Te lo vuelvo a preguntar, Hank: ¿quién era el principal perjudicado de Deeper?