Hazen se acercó y dio una patada en los cuartos traseros a uno de los perros.
–¡Venga, a buscar al cabrón! –le espetó–. ¡Arreando!
El perro se encogió y gañó con más fuerza.
–Si no le importa, sheriff… –empezó a decir Weeks, con las orejas muy rojas de calor e iluminadas por detrás.
Hazen la tomó con él.
–¡Oiga, Weeks, que es la tercera vez que trae perros y cada vez pasa lo mismo!
–Ya, pero con patadas no se llega a ninguna parte.
El sheriff hizo un esfuerzo de frialdad, arrepentido de la patada. Los policías del estado lo miraban impasibles, pero seguro que pensaban que era el típico sheriff palurdo. Tragó saliva y moderó su tono.
–Mira, Lefty, esto va en serio. O pones los perros a rastrear o te pongo yo una queja en Dodge.
Weeks hizo una mueca.
–No, si el rastro ya lo pillan, lo tengo clarísimo, pero se niegan a seguirlo.
Hazen sintió que volvía a acalorarse.
–Me habías prometido que esta vez vendrías con perros, Weeks, pero parecen cachorritos delante de un mastín.
Dio un paso hacia los animales, uno de los cuales, esta vez, le gruñó.
–Ojo –le avisó Weeks.
–No me tiene miedo, ¿eh? Mal hecho. Venga, otra prueba, haz el favor.
Weeks cogió la bolsa de plástico que contenía el olor (un objeto recogido junto al segundo cadáver) y la abrió con los guantes. La perra retrocedió gañendo.
–Venga, mujer… Venga… –imploraba Weeks.
La perra casi se arrastraba por el suelo. Weeks se puso de cuclillas y le enseñó la bolsa abierta para ponérselo en bandeja.
–Venga, bonita, huele. ¡Ánimo!
Le puso la bolsa en las narices, pero la perra, temblando contra el suelo, mojó la arena seca con un chorro de pipí.
–¡Pero habrase visto! –dijo Hazen, apartándose, y se cruzó de brazos hacia el río.
Llevaban tres horas igual, dando vueltas con los perros a rastras. Al mirar el maizal, Hazen vio cómo se movían los equipos de la policía del estado. Los del departamento de pruebas estaban más abajo, rastreando el río a gatas, mientras dos aviones de reconocimiento sobrevolaban la zona y zumbaban a cada nueva pasada. ¿Por qué costaba tanto encontrar el cadáver? ¿Porque se lo había llevado el asesino? La policía del estado había puesto controles de carretera, pero el asesino podía haber huido de noche. De noche, en Kansas, se puede conducir hasta muy lejos.
Al mirar hacia arriba, vio acercarse a Smit Ludwig con la libreta en la mano.
-–Sheriff, ¿le importa que…?
Fue la gota que colmó el vaso.
–No se puede entrar, Smitty.
–Como no he visto cinta…
–¡Venga, Ludwig, sal pitando!
Ludwig no cedió terreno.
–Tengo derecho.
Hazen se volvió hacia Tad.
–Acompaña al señor Ludwig a la carretera.
–¡No te consiento…!
El sheriff le dio la espalda, mientras oía decir a Tad:
–Venga, señor Ludwig.
Se encaminaron hacia los árboles. El bochorno mitigó las protestas de Ludwig.
El sheriff cogió su radio, que se había encendido.
–Aquí Hazen.
–En el hotel no han visto a Chauncy desde ayer. –Era Hal Brenning, un agente de enlace de la policía del estado en Deeper–. No ha dormido en su cama.
–Aleluya. ¿Alguna otra novedad?
–Que no le dijo a nadie ni adonde iba ni para qué. Aquí no saben nada de su itinerario.
–Ya lo hemos investigado –contestó Hazen–. Parece que tuvo pegas con el coche, un Saturn, y que se lo dejó a Ernie insistiendo en que se lo arreglara el mismo día, aunque Ernie le dijo que había faena para dos. Lo último que se sabe es que cenó en el bar de Maisie, pero no recogió el coche. Debió de meterse en el maizal para alguna investigación de última hora: recoger mazorcas, etiquetarlas…
–¿Recoger maíz?
–Sí, ya sé que no es muy sensato con un asesino suelto, pero Chauncy era muy reservado, y no debía de querer que le hicieran preguntas incómodas.
El recuerdo de lo mal que había reaccionado el profesor a los comentarios de Pendergast sobre la transpolinización hizo que Hazen sacudiera la cabeza.
–Ya. Pues ahora estamos revisando los papeles del doctor Chauncy con algunos hombres del sheriff Larssen, y parece que tenía pensado anunciar algo a mediodía.
–Sí, que el proyecto de cultivo experimental no le toca a Medicine Creek. ¿Algo más?
–Que viene para aquí un decano de la universidad con el jefe de seguridad del campus. No creo que tarden más de media hora.
Hazen gruñó.
–Y encima se prepara una tormenta de polvo. La alerta incluye a Cry County y los llanos del este de Colorado.
–¿Para cuándo?
–Calculan que empezará esta misma noche. Dicen que podría haber hasta un aviso de tornado.
–Genial.
El sheriff apagó la radio, la guardó y miró el cielo. En efecto, había nubes más oscuras de lo normal acumulándose al oeste, como si se estuviera librando una guerra nuclear en algún punto del horizonte, y eso, en Kansas, cualquiera con dos dedos de frente sabía interpretarlo. Lo que se avecinaba era algo más que una tormenta de polvo. En el mejor de los casos, el río saldría de su cauce e inundaría los cultivos. Probablemente granizase. Adiós a todas las pistas. No conseguirían nada más hasta… hasta el siguiente asesinato. Y, si se confirmaba lo de los tornados, habría que suspender la investigación y ponerse todos a resguardo. Vaya panorama.
–Anda, Weeks, llévate a los perros, que no rastrean ni muertos. De lo único que sirve arrastrarlos por el cauce es para dejarlo todo patas arriba. Esto es un desastre.
–No es culpa mía.
Hazen bajó por el río dando zancadas. Tenía el coche patrulla a diez minutos, en el mismo arcén que una docena de vehículos que brillaban al sol. Tosió, escupió y respiró por la nariz. En efecto, se palpaba un silencio peculiar, el típico de antes de una tormenta.
Y en la gravilla del arcén estaba Art Ridder, que acababa de bajar del coche sin apagar el motor y lo saludaba con la mano.
–¡Sheriff!
Hazen se acercó.
–Te he estado buscando hasta debajo de las piedras –dijo Ridder, con la cara más roja de lo habitual.
–Tengo un mal día, Art.
–Ya lo veo.
Hazen respiró hondo. Una cosa era que Ridder fuera el pez gordo del pueblo, y otra que se le tuviera que aguantar todo.
–Acaba de llamarme un tal Dean Fisk, del departamento de agronomía de la universidad, y está a punto de llegar con un grupo de gente.
–Ya me lo han dicho.
Ridder puso cara de sorpresa.
–¿Ah, sí? Pues esto seguro que no lo sabes. No te lo vas a creer.
Hazen esperó.
–Hoy Chauncy pensaba anunciar que el campo experimental se haría en Medicine Creek.
Hazen, que creía imposible tener aún más calor, experimentó un sofocón en todo el cuerpo.
–¿En Medicine Creek? ¿No en Deeper?
–Lo tenía decidido desde el principio.
Hazen lo miró fijamente, atontado por el calor y la sorpresa.
–Increíble.
–Una cosa es que le pareciera un asco de pueblo, y otra que fuera un emplazamiento perfecto para el campo. –Ridder se secó la frente brillante y se guardó el pañuelo manchado en el bolsillo de la camisa–. Este pueblo se nos muere, sheriff. Mi casa vale un sesenta por ciento menos que hace veinte años. Tarde o temprano, el matadero de pavos anulará otro turno. Eso si no cierra. ¿Te das cuenta de lo que habría significado quedarnos con el campo? Ingeniería genética, Hazen; y solo habría sido el primero. Luego… más campos, un centro informático, alojamiento para cuando vinieran científicos y profesores, quizá una estación meteorológica… Habrían salido oportunidades en el sector inmobiliario, se habrían creado puestos de trabajo para nuestros hijos… –Elevó la voz en una atmósfera inmóvil–. El campo habría sido la salvación de nuestro pueblo.
–No te pases, Art –dijo Hazen, tieso, anonadado.
–¡Si no te das cuenta, es que eres tonto! Ahora, en cambio, ¿qué te crees, que nos lo van a conceder? ¿Habiendo aparecido en pleno pueblo las tripas del hombre que habían enviado? ¡Ja!
Hazen sintió en los hombros el peso de un cansancio enorme. Pasó junto a Ridder, diciendo:
–Ahora no tengo tiempo, Art. Tengo que encontrar un cadáver.
Ridder, sin embargo, le cerró el paso.
–Oye, que estaba pensando… –Bajó la voz–. ¿Ya has investigado al tío ese, Pendergast? Piensa un poco. Se presentó en el pueblo justo después del primer asesinato, y que es del FBI lo dice él. ¿Cómo sabes que no tiene nada que ver? ¿Cómo sabes que no es el psicópata? Aparece en cada crimen, mete esas narices de albino en todas partes…
Pero Hazen casi no lo oía. De repente, la voz de Ridder parecía muy lejana.
Había tenido una idea.
Ridder tenía razón: por eliminación el campo se lo quedaría Deeper, cuando por derecho le correspondía a Medicine Creek. Justo cuando estaba a punto de anunciar su decisión, ni más ni menos que la noche antes, Chauncy aparecía asesinado. Y ahora el campo se lo quedaría Deeper.
El campo se lo quedaría Deeper…
De pronto todo coincidía.
Desconectó de la parrafada de Ridder para reflexionar a fondo. La primera víctima, Sheila Swegg, había aparecido tres días antes de la llegada de Chauncy. El segundo asesinato se había producido al día siguiente de ella, y en ambos casos el asesino había dejado muchas pistas y artilugios extraños (flechas, huellas de pies descalzos, etc.), como si quisiera aprovechar la leyenda de los Guerreros Fantasmas y la maldición de los Cuarenta y Cinco. Inútilmente, ya que ni a Chauncy le habían importado mucho los asesinatos, ni podía estar menos interesado en leyendas y maldiciones. De hecho, ni siquiera leía la prensa. Era un científico con una perspectiva a largo plazo. A los vecinos de Medicine Creek podían darles miedo los fantasmas y los asesinatos; a alguien como Chauncy, lisa y llanamente le rebotaban.
Falta un día para el anuncio de que el campo se lo quedará Medicine Creek, anochece, y ¿quién aparece muerto sino el propio Chauncy?
¿Podía estar más claro? No se trataba de ningún asesino en serie, ni, como creía Pendergast, de un vecino del pueblo, sino de alguien con mucho que perder si adjudicaban el cultivo experimental a Medicine Creek. Alguien de Deeper. Art tenía razón: había la hostia de dinero en juego, por no decir el futuro de uno y otro pueblo. La situación de Deeper tampoco era muy halagüeña. ¡Qué va, si en treinta años había perdido el cincuenta por ciento de su población, peor que Medicine Creek! Cuantos más habitantes, más dura sería la caída. Y, por no tener, no tenían ni la planta de pavos.
Matar o morir. Deeper.
–¿Me sigues? –dijo Ridder con fuerza.
Hazen lo miró, y le soltó a bocajarro:
–Tengo que hacer algo importante, Art.
–¡No me has hecho ni puñetero caso!
Le puso una mano en el hombro.
–Voy a resolver los asesinatos, y hasta es posible que devuelva el campo al pueblo. Tú espera.
–¿Ah, sí? ¿Y se puede saber cómo lo harás?
Pero Hazen ya se alejaba hacia el coche, seguido por Ridder, que no renunciaba a una respuesta. El sheriff se quedó con la manecilla de la puerta en la mano y dijo:
–Otra cosa: tienes razón en lo del agente del FBI. Es el principal causante del problema.
–¡O sea, que es el asesino!
Abrió la puerta.
–No seas burro, Art. De asesino no tiene nada. Lo que pasa es que lo ha jodido todo presentándose aquí e insistiendo en que hay un asesino en serie, alguien del pueblo. Por su culpa investigamos mal desde el principio. Me ha liado tanto que hasta ahora no he pensado claramente, y he dudado de mi intuición.
–¿Qué dices?
–Me parece mentira no haberme dado cuenta.
–¿De qué?
Hazen enseñó los dientes, y dio a Ridder un cariñoso apretón en el hombro.
–Déjalo en mis manos y fíate de mí.
Subió al coche patrulla y descolgó la radio. Pendergast había llegado sin coche, sin chófer, sin refuerzos y sin ponerse en contacto con la delegación de Dodge. Iba por libre, el muy cabrón. Pues, ya era hora de pararle los pies.
Encendió la radio y dijo:
–¿Harry? Soy el sheriff Hazen, de Medicine Creek. Oye, que es importante. Es sobre los asesinatos. ¿Conoces a alguien de la delegación del FBI en Dodge que pueda hacerme un favor? Eso, un pez gordo. Es lo que necesito. –Escuchó y asintió con la cabeza–. Muchas gracias, Harry.
Al colgar la radio, vio la cara de Ridder en la ventanilla, irritada por el calor.
–Espero que sepas lo que haces, Hazen. Nos jugamos el futuro de Medicine Creek.
Sonrió.
–Que se te cumplan todos tus sueños, Art.
Arrancó y puso el voluminoso coche patrulla rumbo al este, a Dodge.
Smit Ludwig estaba en la barra del bar de Maisie, desconsolado; un grupo de reporteros muy ruidosos de AP (o del
National Enquirer,
o del
Weekly World News)
le había robado su esquina de siempre, pero daba igual, porque el bar bullía de periodistas y vecinos que debían de considerarlo el sitio ideal para buscar noticias frescas, serenidad y teorías de todos los colores. Con cada asesinato habían venido más reporteros, y para estancias más largas; pero no eran solo ellos quienes hacían que el local se hallase (cosa rara) al máximo de su capacidad. También estaban la mujer de Bender Lang con su grupo de bellezas de cabello azulado, Ernie, el mecánico, en una mesa con sus colegas, y Swede Cahill, que por un día había cerrado el Wagón Wheel. Ni siquiera faltaban los de Gro-Bain, repartidos en dos mesas, una de trabajadores y otra de directivos. El bar estaba abarrotado, y con un nivel de ruido propio de un club de Nueva York. La única ausencia de relieve era la de Art Ridder. Ludwig se preguntó adonde acudir para el seguimiento de la noticia, después de aquel pinito de auténtico periodista que, aunque modesto, le había gustado mucho. Ya había contado la maldición de los Cuarenta y Cinco, escrito sobre la Matanza Fantasma y referido cualquier cotilleo del pueblo que fuera en la misma dirección. El hecho de que a Gasparilla le hubieran arrancado el cuero cabelludo con una especie de cuchillo primitivo, sumado a la aparición de flechas junto al cadáver de Swegg, hacían funcionar a tope la fábrica de rumores. Ludwig ya había escrito artículos sobre los asesinatos y el jaleo de la iglesia, y tenía listo el de la desaparición de Chauncy, pero quería dar un paso más, y necesitaba nuevo material; lo necesitaba, además, para el día siguiente.