Subió el volumen para no pensar. Un año más. Solo uno. Desde la perspectiva de su cama, y de aquel pueblo perdido y medio muerto, un año más se le antojó una eternidad, pero seguro que podía soportarlo. Hasta ella era capaz.
Se despertó en plena noche. Ya no cantaban los grillos. El silencio era total. Se incorporó y se quitó los auriculares, que ya no sonaban. Algo la había despertado. ¿Qué? ¿Un sueño? No, no se acordaba de haber soñado nada. Esperó con los oídos muy abiertos.
Nada.
Se levantó para ir a la ventana. Había algunas nubes, entre las que apareció fugazmente un hilillo de luna. Los parpadeos amarillentos de los relámpagos de calor iluminaban a rachas el horizonte. Corrie tenía el pulso acelerado, y los nervios de punta. ¿Por qué? Quizá por lo siniestro de la música que había escuchado al dormirse.
Se acercó un poco más a la ventana abierta. El aire nocturno, cargado de fragancias de campo, entraba húmedo y pegajoso. La noche era cerrada. Lejos, tras la negra silueta de la caravana de al lado, vio la oscuridad de los maizales, y una estrella solitaria.
Oyó algo. Alguien resoplando.
¿Era su madre? No, parecía venir de fuera, de la oscuridad.
Otra vez, como si fuera alguien muy resfriado.
Fijó la vista en las zonas de profunda oscuridad de al lado de la caravana. La calle era como un río negro. Se esforzó en aguzar todos los sentidos, hasta que, en el seto que delimitaba la calle… ¿Había algo moviéndose? ¿Una forma? ¿O eran imaginaciones suyas?
Puso la mano en la ventana y quiso cerrarla, pero la encontró tan atascada como siempre. Mientras la sacudía para desatascarla, empezó a sentir pánico.
Oyó más resoplidos, como la respiración pesada de un gran animal. Se había acercado mucho. Sin embargo, la pausa para escuchar fue mínima. De repente, vencida por el pánico, redobló sus esfuerzos por cerrar la ventana y la sacudió desesperadamente para soltar el seguro de aluminio barato. Sí, había algo moviéndose; lo notaba, lo sentía y… sí, sí, ahora estaba segura de verlo: un bulto informe, una masa negra sobre fondo negro que se acercaba sigilosamente.
Dejándose llevar por el instinto, se apartó de la ventana y abandonó el objetivo de cerrarla por el de encender la lámpara y alejar la oscuridad. Al buscarla, tropezó con el reproductor de discos compactos.
Al encenderse la luz, la ventana se convirtió en un rectángulo negro y opaco. De pronto Corrie oyó un gruñido, un ruido sordo, un roce muy rápido y continuo, y por último el silencio.
Retrocedió unos pasos, lentamente, y esperó ante la ventana negra. Le temblaba todo el cuerpo incontrolablemente, y tenía muy seca la garganta. Ahora ya no veía nada fuera. A menos que estuviera en la ventana, mirándola… Pasó un minuto. Otro. Otro. De pronto, ni cerca ni lejos, oyó una especie de tos y de gemido, muy suave pero tan transido de miedo y de dolor que le heló los huesos. Lo siguiente fue un extraño ruido como si se desgarrara algo húmedo, y otro como de tirar un cubo de agua en el asfalto de la calle. A continuación, un silencio total.
De hecho era peor el silencio que los ruidos. Corrie sintió que le subía un grito a la garganta.
De repente oyó un chasquido, un borboteo y una especie de siseo, que poco a poco se redujo a un susurro.
Su cuerpo se relajó de golpe. Solo era el aspersor del señor Dade, poniéndose en funcionamiento a las dos en punto como cada noche.
Miró su reloj: en efecto, marcaba las dos en punto.
¿Cuántas veces había oído ponerse en marcha aquel sistema de aspersores, con sus toses, borboteos y siseos, y toda su sinfonía de ruidos raros? Contrólate, pensó. Se le estaba desmadrando la imaginación. Claro, con todo lo que pasaba en el pueblo… Y con todo lo que había visto con Pendergast en los maizales…
Volvió a la ventana y, ligeramente avergonzada, puso la mano en el seguro. Esta vez bastó un fuerte estirón para soltarlo. Cerró la ventana, volvió a la cama y apagó la luz.
El ruido de los aspersores filtrándose por el cristal, con el suave impacto de las gotas, era como una nana, pero no concilio el sueño hasta las cuatro.
Tad se dio la vuelta con tanto ímpetu que se cayó de la cama. Al ponerse de rodillas, se pasó una mano por la cara y buscó a tientas el teléfono, que estaba sonando. Cuando lo encontró le costó un poco descolgarlo.
–¿Diga? –masculló–. ¿Diga?
Miró la ventana del dormitorio, y a través de las pestañas legañosas aún por el sueño vio que todavía era de noche. El cielo estaba cuajado de estrellas, y solo al este había una franja amarilla de luz en el horizonte.
–Tad… –Era Hazen, se le notaba muy despierto–. Estoy en Fairview, cerca de la entrada lateral de Wyndham Parke. Te doy diez minutos para venir.
–¿Sheriff…?
Había colgado. Tad solo tardó cinco.
Aunque aún no hubiera salido el sol, ya había un grupo de vecinos del parque de caravanas, casi todos en bata y chancletas y más silenciosos de lo normal. Hazen estaba en medio de la calle, poniendo cinta amarilla con el teléfono móvil entre el hombro y la mandíbula. En la acera había alguien más: Pendergast, el hombre del FBI, delgado y casi invisible con su traje negro. Tadmiróalrededor con una opresión en la boca del estómago, pero no había ningún cadáver; solo una masa irregular en medio de la calle, al lado de una bolsa de tela con algo dentro. La opresión se convirtió en alivio. Parecía otro animal. Se preguntó a qué venían tantas prisas.
Se acercó a Hazen, que cerró el móvil e hizo señas con él al grupo de gente.
–¡Apártense todos! ¡Tad! ¡Sigue tú con la cinta, y que no se acerque nadie!
Tad se apresuró a coger la punta de la cinta, lo cual le permitió ver mucho más de cerca el montón. Tenía un brillo rojo y perlado, y desprendía vapor. Apartó rápidamente la vista y tragó saliva.
–Bueno, a ver… –Como le había salido un gallo, volvió a tragar saliva y repitió–: Bueno, a ver, que no se acerque nadie. Apártense más. Más, por favor.
Los vecinos retrocedieron en grupo, silenciosos y con la cara blanca en la penumbra. Tad cruzó la calle y ató la cinta a un árbol con varias vueltas, completando el cuadrado que había empezado Hazen. Vio que el sheriff hablaba con Corrie Swanson, la chica siniestra, y que Pendergast se quedaba junto a ella sin abrir la boca. La de detrás era la madre de Corrie, con sus malas pintas de siempre, sus cuatro pelos castaños pegados a la cabeza, y su cuerpo muy envuelto en un viejo albornoz de color rosa. Fumaba Virginia Slims como un carretero.
–¿O sea, que has oído algo? –repitió Hazen.
Pese a su tono de escepticismo, tomaba notas. Corrie estaba muy pálida y temblorosa, pero la expresión de su boca era decidida, y le brillaban los ojos.
–Sí, me he despertado justo antes de las dos y…
–¿Cómo sabes qué hora era?
–Porque he mirado el reloj.
–Sigue.
–Me ha despertado algo, pero no sabía qué. Entonces he ido a la ventana y he oído el ruido.
–¿Qué ruido?
–Como de alguien resoplando.
–¿Un perro?
–No, como… como alguien muy resfriado.
Hazen apuntó un par de cosas.
–Sigue.
–Tenía la sensación de que había algo al pie de mi ventana, pero no he llegado a verlo. Estaba demasiado oscuro. Entonces heencendido la luz y he oído un ruido diferente, como una especie de gemido.
–¿Humano?
Corrie parpadeó.
–No sé qué decir.
–¿Y luego?
–Luego he cerrado la ventana y he seguido durmiendo.
Hazen bajó la libreta y miró a Corrie fijamente.
–¿No se te ha ocurrido llamarme a mí o a tu… jefe?
Señaló a Pendergast con la cabeza.
–Es que… es que he pensado que eran los aspersores, que siempre se encienden a las dos y hacen ruidos raros.
Hazen guardó la libreta y miró a Pendergast.
–¡Menuda ayudante! –Se giró hacia Tad–. Te lo explico: esta noche han tirado un montón de tripas en la carretera, yo diría que de vaca, porque hay demasiadas para ser de oveja o perro. El saco de al lado está lleno de mazorcas recién cortadas. Quiero que hagas una ronda por todas las granjas de la zona que tengan ganado y preguntes si les falta una vaca, un cerdo o cualquier animal grande. –Echó un vistazo a Corrie y añadió en voz baja–: Cada vez me huele más a secta.
Tad miró por encima del hombro del sheriff y vio que Pendergast se acercaba al montón de visceras, se arrodillaba y tenía la peregrina idea de tocarlo. Apartó la vista. A continuación, Pendergast levantó la boca del saco con un dedo.
–Sheriff Hazen… –dijo sin ponerse de pie.
Hazen volvía a hablar por el móvil.
–¿Qué?
–Le aconsejo que no pregunte si faltan animales, sino personas.
Al entender a qué se refería, todos se quedaron mudos. Hazen bajó el móvil.
–¿Cómo sabe que son…?
No tuvo ánimos para acabar la frase.
–Las vacas no suelen comer lo que parece pan de carne de Maisie con una cerveza.
Hazen dio un paso hacia las visceras y las hizo brillar con la linterna. Tragó saliva.
–Pero ¿qué sentido tiene que el asesino…? –Volvió a quedarse callado, y muy blanco–. Vaya, que ¿para qué iba a llevarse el cadáver y dejar las tripas?
Pendergast se levantó, limpiándose un dedo con un pañuelo de seda blanco.
–Quizá –dijo muy serio– para no ir tan cargado.
Tad no volvió al despacho del sheriff hasta las once. Le chorreaba la frente de sudor, y tenía el uniforme empapado hasta los puños. Fue el último en llegar. La policía del estado y Hazen (cada cual con sus batidas) se le habían anticipado. El despacho interior había sido convertido en centro de mando, por el que se paseaban varios policías hablando por móviles y radios. La prensa, inevitablemente, ya se había enterado, y el resultado era que la calle volvía a estar llena de camionetas de televisión, reporteros y fotógrafos. En cambio, los del pueblo se habían encerrado en casa. El Wagón Wheel tenía echada la persiana. Hasta la planta de Gro-Bain había dejado marcharse a los del turno de mañana. Medicine Creek se había convertido en un pueblo fantasma, donde la presencia humana se reducía a los ávidos representantes de los medios informativos.
–¿Qué, has tenido suerte? –dijo Hazen al verlo entrar.
–No.
–¡Mierda! –El sheriff dio un puñetazo en la mesa–. Tu cuadrante era el último. –Sacudió la cabeza–. Trescientas veinticinco personas, y no falta ni una. Están buscando por Deeper y las granjas de los alrededores, pero de momento no tenemos constancia de ningún desaparecido.
–¿Y está seguro de que las tripas… esto… eran humanas?
Hazen miró a Tad de refilón con ojeras y los ojos rojos. Tad nunca le había visto tan agobiado. Tenía crispadas sus recias manos, los nudillos blancos.
–Sí, yo también lo he pensado, pero ahora los restos están en Garden City, y McHyde dice que son humanos. De momento es lo único que saben.
Tad se mareó. La imagen del pan de carne sobresaliendo por un desgarro de los intestinos, y de la espuma de cerveza mezclada con la sangre, se le quedaría grabada el resto de su vida. Había hecho mal, muy mal en mirar.
–Quizá fuera alguien que pasaba –dijo con voz débil–. Porque a ver qué vecino va a salir a esas horas…
–Sí, también se me ha ocurrido, pero ¿y el coche?
–¿Escondido, como el de Sheila Swegg?
–Hemos registrado toda la zona. Hay una avioneta de reconocimiento dando vueltas desde las ocho.
–¿Y no hay ningún círculo en el maíz?
–Nada. Ni coche escondido, ni círculo, ni cadáver. Nada de nada. Esta vez, por no haber no hay ni huellas.
Hazen se secó la frente con el dorso de la mano y se dejó caer en una silla. Con la policía estatal armando tanto ruido de radios y móviles en el despacho interior, costaba concentrarse, pero lo peor era tener a la prensa justo enfrente, con una batería de cámaras apuntando a bocajarro por el cristal.
–¿No podría ser un viajante? –preguntó Tad.
Hazen señaló el despacho interior con la cabeza.
–La policía estatal está controlando todos los moteles de la zona.
–¿Y el saco de maíz?
–Lo estamos investigando. ¡Joder, es que no sabemos nada! ¡Ni siquiera si lo dejó el asesino o lo llevaba la víctima! Claro que ¿qué sentido tiene llevar un saco de maíz en plena noche? Encima, cada mazorca llevaba una etiqueta con un código raro. –Tras un vistazo al mar de cámaras del otro lado de la puerta, se levantó a medias, se sentó y se volvió a levantar–. Oye, tráeme el bote de cal y la brocha del almacén.
Tad comprendió enseguida sus intenciones. Cuando volvió, Hazen le cogió el bote de las manos, hizo saltar la tapa sin contemplaciones, metió la brocha y empezó a pintar el cristal.
–Cabrones –murmuró, mientras ejecutaba amplios movimientos con el brazo, y los chorros de pintura se acumulaban en el umbral–. Cabrones. Fotografiad esto, a ver si os gusta.
–Lo ayudo –dijo Tad.
Pero Hazen siguió dando brochazos como si no lo oyera, hasta tapar toda la puerta. Después metió la brocha en el bote, lo tapó y descansó en la silla con los ojos cerrados. Tenía manchas de pintura blanca por todo el uniforme.
Tad se sentó al lado, preocupado. La cara cuadrada de Hazen tenía una pátina gris, como de pescado muerto. Su pelo rubio le caía lacio por la frente, y en la sien le palpitaba una vena.
De repente el sheriff abrió mucho los ojos. Fue todo tan rápido que Tad se sobresaltó.
Hazen separó los labios, y solo murmuró una palabra:
–¡Chauncy!
Hacia mediodía, el sheriff Hazen decidió que ya estaba harto de ver a Lefty Weeks peleándose con los perros. La gente como Weeks le ponía de los nervios. Era bajito, con las pestañas blancas, las orejas grandes, el cuello largo y fino y los párpados rojos; era, además, un zalamero y un quejica, que hablaba por los codos aunque su único público fueran un par de perros que no servían para nada. Debajo de los álamos hacía calor, y no se movía nada de aire. Hazen tenía gotas de sudor por la frente, la nuca, los sobacos y la espalda, que se le metían por todos los pliegues del cuerpo incluido el del culo. ¡Debía de hacer más de cuarenta grados! ¡Joder! No podía fumar por culpa de los puñeteros perros, pero con tanto calor tampoco le apetecía, cosa que no podía decir a menudo.
Los dos animales volvieron a dar vueltas, encogidos y gañendo con las colas pegadas al culo. Hazen miró a Tad, y después a los perros. Weeks, que era el cuidador, les gritaba con voz de pito, y estiraba las correas diciendo tacos que no servían de nada.