Smit Ludwig hizo girar un poco el taburete. Quizá no estuviera todo perdido. Quizá pudiera sonsacarle algo. Le pareció improbable, pero no perdía nada con intentarlo. Se conformaría con cualquier migaja. Smit Ludwig era capaz de hacer milagros con una simple migaja.
El hombre del FBI (¿cómo se llamaba?) se sentó a una mesa, y Maisie fue a tomarle nota. Mientras que a ella se la oía perfectamente (de hecho su vozarrón resonaba por todo el bar), las respuestas del agente eran tan suaves que obligaban a aguzar el oído.
–El plato del día es pan de carne –tronó la dueña.
–Ah –dijo el agente–, pan de carne…
–Sí, con bechamel, y de guarnición puré de patatas al ajo (casero, no de sobre) y judías verdes. Las judías llevan hierro, que a usted le convendría.
Ludwig disimuló una sonrisa. ¡Pobre hombre! Maisie no iba a dejarle respirar. Si no se marchaba con cinco kilos más, no sería por falta de acoso.
–Veo que tiene cerdo con judías –dijo el agente del FBI–. ¿Qué legumbres emplea, exactamente?
–¿Legumbres? ¡Nuestro cerdo con judías no lleva legumbres! Solo ingredientes frescos. Cojo las mejores judías rojas, echo un poco de tocino, melaza y especias, y lo dejo toda la noche a fuego lento. Las judías se funden en la boca. Es uno de los platos con más éxito. ¿Le apunto una de cerdo con judías?
La cosa se ponía divertida. Ludwig giró un poco el cuerpo para ver mejor.
–Ah, tocino… Qué bueno… –repitió el agente sin comprometerse–. ¿Y el pollo frito?
–Con doble rebozado de maíz, especialidad de la casa, bien dorado y con mucha bechamel. Queda muy bien con los boniatos fritos de la casa.
La mirada del agente, extrañamente inexpresiva, fue de la carta a Maisie.
–Seguro –dijo– que por esta zona tienen ternera Angus de calidad superior.
–Por supuesto, y se la hago como le apetezca: frita, a la plancha, hervida, estofada, con patatas, con ensalada… Vuelta y vuelta, al punto o muy hecha. Dígame cómo la quiere, y si no se lo puedo hacer es que no existe.
–¿Tiene solomillo, por casualidad? –preguntó el hombre.
Ludwig se fijó en que toda la clientela estaba hipnotizada por su voz de terciopelo, casi melosa.
–¡Cómo no! El corte que quiera.
Un largo silencio.
–¿Y dice que puede preparar el bistec de cualquier manera?
–Exacto. Aquí cuidamos a la clientela. –Maisie miró a Smit Ludwig, que se apresuró a sonreír–. ¿A que sí, Smitty?
–Sí, Maisie. El pan de carne está de muerte.
–¡Pues venga, termínatelo!
Ludwig asintió sin perder la sonrisa, mientras Maisie volvía a mirar al del FBI.
–Dígame cómo le gusta y se lo prepararé encantada.
–¿Podría traerme un solomillo limpio de unos doscientos gramos para que lo vea, o es demasiado pedir?
Maisie ni siquiera pestañeó al oír la petición. Si aquel hombre quería ver el bistec antes de que se lo preparara, lo vería. Ludwig vio que iba al fondo del bar y volvía con un buen filete. Sabía que el mejor se lo tenía reservado a Tad Franklin, por quien sentía debilidad.
Maisie puso la bandeja ante la nariz de su cliente.
–Aquí tiene. Le aseguro que no encontrará ninguno mejor hasta Denver.
El hombre del FBI miró el bistec. Después cogió los cubiertos y cortó la grasa de un lado, hecho lo cual devolvió a Maisie la bandeja.
–Le agradecería mucho que me lo pasara por la picadora en intensidad media.
Ludwig se quedó de piedra. ¿Pasar un solomillo por una picadora? ¿Cómo reaccionaría Maisie? Él casi aguantaba la respiración.
Maisie miraba fijamente al del FBI. Todo el bar estaba en silencio.
–Y ¿cómo quiere que le cocine la… hamburguesa?
–Cruda.
–¿Muy poco hecha?
–No, cruda, por favor; y, si es tan amable, tráigamela con un huevo crudo con cascara y un poco de ajo y perejil picados.
Maisie tragó visiblemente saliva.
–¿El pan con o sin sésamo?
–No, gracias, no tomaré pan.
Maisie asintió, dio media vuelta y (sin volver la cabeza ni una sola vez) entró en la cocina con la carne. Ludwig dejó transcurrir un tiempo prudencial. Después respiró hondo y se llevó el café a la mesa del agente del FBI, que lo acogió con una larga mirada de sus ojos serenos y clarísimos.
Ludwig le tendió la mano.
–Smit Ludwig, director del
Cry County Courier
.
–Señor Ludwig… –dijo el agente, estrechándosela–. Yo me llamo Pendergast. Siéntese, por favor. Lo he visto en la rueda de prensa de esta mañana, y le diré que sus preguntas me han parecido muy agudas.
El inesperado elogio ruborizó a Ludwig, que acomodó su cuerpo (no precisamente juvenil, sino lleno de achaques) en el banco de enfrente.
Maisie reapareció en la puerta basculante de la cocina. Llevaba un plato en cada mano, uno con solomillo recién picado y el otro con el resto de los ingredientes y un huevo en su huevera. Los dejó ante Pendergast y preguntó:
–¿Algo más?
Parecía muy afectada. ¿Y quién no, pensó Ludwig, teniendo que pasar un solomillo tan bueno por la picadora?
–No, muchísimas gracias.
–Aquí nos gusta que el cliente esté contento.
Maisie trató de sonreír, pero Ludwig se dio cuenta de que estaba sumida en la más profunda derrota. Era algo completamente ajeno a su experiencia.
Ludwig –y el resto de la clientela– observaron a Pendergast mientras ponía el ajo sobre la carne cruda, la salpimentaba, le echaba encima el huevo y lo mezclaba todo cuidadosamente. El agente formó una bonita montaña con el tenedor, la adornó con perejil y se apoyó en el respaldo para contemplar su obra.
De repente Ludwig lo entendió.
–¿
Steak tartare
? –preguntó, señalando el plato con la cabeza.
–Exacto.
–Lo vi un día por la tele, en el Food Network. ¿Está bueno?
Pendergast se llevó a la boca una porción con gran delicadeza, y la masticó entrecerrando los ojos.
–Solo faltaría un Léoville Poyferré del 97.
–Debería probar el pan de carne –respondió Ludwig en voz baja–. Maisie tiene sus puntos fuertes y sus puntos débiles. El pan de carne es de los primeros. Hay que reconocer que está buenísimo.
–Me lo pensaré.
–¿De dónde es, señor Pendergast? Es que no acabo de reconocer el acento…
–De Nueva Orleans.
–¡Qué casualidad! Fui una vez, a ver el carnaval.
–Me alegro por usted. Yo nunca lo he visto.
Ludwig sonrió forzadamente, mientras buscaba la manera de reconducir la conversación hacia algún tema oportuno. Las del resto de la clientela habían recuperado su volumen normal.
–Lo del asesinato nos ha afectado mucho –dijo, bajando más la voz–. En Medicine Creek nunca había pasado nada parecido. Siempre ha sido un pueblo muy tranquilo.
–El caso tiene algunos aspectos atípicos.
Decididamente, Pendergast no mordía el anzuelo. Ludwig terminó el café y levantó la taza por encima de la cabeza.
–¡Otro, Maisie!
Maisie se acercó con la cafetera y otra taza.
–Deberías aprender educación, Smit Ludwig –dijo, mientras rellenaba la del periodista y le servía una a Pendergast–. Seguro que a tu madre no le gritas así.
Ludwig reaccionó con una sonrisa burlona.
–Maisie lleva veinte años enseñándome modales.
–Es una causa perdida –dijo ella, y les dio la espalda.
Ante el fracaso de la estrategia de la conversación, Ludwig optó por la vía directa y sacó de su bolsillo una libreta de taquigrafía, que dejó sobre la mesa.
–¿Tiene tiempo para unas preguntas?
Pendergast se quedó con el tenedor y la carne cruda a medio camino de la boca.
–El sheriff Hazen prefiere que no hable con la prensa.
Ludwig bajó la voz.
–Ya, pero es que necesito algo para el periódico de mañana. El pueblo está dolido y asustado. Tienen derecho a saber algo. Por favor…
Se sorprendió de haberlo dicho con tanto sentimiento. Los ojos del agente del FBI sostuvieron su mirada sin pestañear, y, después de lo que a Ludwig le parecieron varios minutos de silencio, bajó el tenedor y dijo en voz todavía más baja que la de su interlocutor:
–Yo diría que el asesino es de por aquí.
–¿Qué quiere decir? ¿Del sudoeste de Kansas?
–No, de Medicine Creek.
Ludwig se sintió palidecer. Era imposible. Conocía a todos sus vecinos. El agente del FBI cometía un gran error.
–¿Por qué lo dice? –preguntó débilmente.
Pendergast acabó el plato, se apoyó en el respaldo, apartó el café y cogió la carta.
–¿El helado qué tal? –preguntó, con una nota de esperanza tenue pero reconocible en la voz.
–Extracremoso de la marca Niltona –susurró Ludwig.
Pendergast se estremeció.
–¿Y la tarta de melocotón?
–Envasada.
–¿Y el pastel de la casa?
–No se lo recomiendo.
Pendergast dejó la carta. Ludwig se inclinó hacia él y dijo:
–Los postres no son el fuerte de Maisie. Lo suyo son la carne y las patatas.
–Ya. –Pendergast volvió a mirarlo con sus ojos claros–. Medicine Creek está tan aislado como una isla en pleno Pacífico. No se puede llegar ni salir por carretera sin ser visto, y hasta Deeper, el pueblo más cercano con motel, hay treinta kilómetros a pie por los maizales. –Calló, sonriendo un poco, y echó un vistazo a la libreta–. Veo que no toma notas.
Ludwig profirió una risa nerviosa.
–Déme algo que pueda publicar. En este pueblo, hay un artículo de fe inamovible: que tanto el asesino como la víctima son «de fuera». No es que aquí no haya gente problemática, pero le aseguro que no tenemos asesinos.
Pendergast lo miró con algo de curiosidad.
–¿Podría concretarme qué se entiende por «problemático» en Medicine Creek?
Ludwig comprendió que la única manera de obtener información era intercambiarla. Lástima que no tuviera demasiada que dar.
–Algunos casos de violencia doméstica, borrachos que hacen el gamberro el sábado por la noche, carreras de coches en la carretera del condado… El año pasado entraron a robar en la planta de Gro-Bain. Ya ve, cosas así.
Se quedó callado. Parecía que Pendergast esperara algo más.
–Chavales que esnifan aerosoles, alguna sobredosis… Ah, y un problema de siempre son los embarazos no deseados.
Pendergast arqueó una ceja.
–Casi siempre acaban en boda, y todos felices. Antes, a algunas chicas las obligaban a parir lejos del pueblo y daban al crío en adopción. Ya sabe lo que pasa en este tipo de pueblos, que los jóvenes no tienen muchas distracciones aparte de… –Ludwig sonrió al acordarse de cuando él y su mujer iban al instituto, bajaban al río los sábados por la noche, y se les empañaban las ventanillas. Parecía que hubiera pasado un siglo. Volvió al presente–. En fin, que hasta ahora no había habido más problemas.
El agente del FBI se inclinó con una sonrisa en los labios y habló tan bajo que costaba entenderlo.
–La víctima ha sido identificada como Sheila Swegg, de Oklahoma, una delincuente de poca monta especializada en estafas. Han encontrado su coche en el maizal, a ocho kilómetros siguiendo por la carretera del condado. Parece ser que había excavado unos túmulos indios.
Smit Ludwig lo miró y dijo:
–Gracias.
Eso ya estaba mejor. No era una simple migaja, sino prácticamente un pastel. Sintió un arrebato de gratitud.
–Ah, y otra cosa: el cadáver apareció con una serie de flechas cheyenes antiguas en estado de conservación casi perfecto.
Ludwig tuvo la impresión de que Pendergast lo atravesaba con la mirada.
–Increíble –contestó.
–Sí.
Justo entonces se oyó un ruido en la calle, y una voz estridente. Al mirar por el escaparate, Ludwig vio a Hazen empujando a una adolescente por la acera hacia las dependencias del sheriff. Ella protestaba a grito pelado, clavando los tacones en el suelo, tratando de quitarse las esposas y cortando el aire con sus uñas negras. Ludwig reconoció enseguida la minifalda de cuero negro, la piel blanca, el collar de puntas, el pelo violeta y el brillo de los piercings. Antes de que el sheriff metiera a la chica en su oficina y diera un portazo, un grito logró atravesar el doble cristal del bar de Maisie:
–¡Desgraciado, glotón, que solo comes bollos y te matas a fumar…!
Ludwig hizo un gesto de incredulidad y diversión con la cabeza.
–¿Quién es? –preguntó Pendergast.
–Corrie Swanson, la rebelde del pueblo. Creo que es lo que los jóvenes llaman una «siniestra», o algo así. Está picada con el sheriff, y yo diría que al final Hazen ha conseguido acusarla de algo, porque va esposada.
Pendergast dejó un billete de los grandes encima de la mesa, se levantó, y se despidió de Maisie con la cabeza.
–Supongo que volveremos a vernos, señor Ludwig.
–Seguro que sí. Ah, gracias por la información.
Al cerrarse, la puerta hizo sonar la campanilla. Ludwig vio pasar ante el escaparate la forma oscura del agente especial Pendergast, que se alejó por la calle hasta fundirse con el atardecer.
Mientras sorbía lentamente su café, reflexionó sobre las palabras de Pendergast. El titular que había construido en su cabeza cambió. Redujo los tipos, y volvió a redactar el primer párrafo. Era pura dinamita, sobre todo lo de las flechas. Como si no bastara con el asesinato, aquellas flechas despertarían recuerdos muy desagradables en cualquier persona con mínimos conocimientos sobre la historia de Medicine Creek. En cuanto el párrafo hubo adquirido su definitiva redacción, Ludwig se levantó de la mesa. Tenía más de sesenta años, y le dolían las articulaciones por la humedad, pero aunque ya no fuera el de antes aún podía quedarse despierto hasta altas horas de la noche escribiendo un artículo redondo con dos whiskies entre pecho y espalda, preparar las máquinas y tenerlo todo a tiempo. Y esa noche le esperaba una auténtica bomba.
Winifred Kraus tenía trabajo en su antigua cocina: hacer tostadas, llenar una jarra con zumo de naranja, hervir un huevo para su huésped y prepararle la tetera de té verde. Era una manera de no pensar en la horrible noticia que acababa de leer en el Cry County Courier. ¿Quién podía ser capaz de algo así? ¿Y las flechas que habían aparecido con el cadáver? ¿No sería… ? No, imposible. Descartó la idea con un pequeño escalofrío. Pese a los extraños horarios del agente especial Pendergast, estaba encantada de tenerlo en casa.