Bloomquist escribe como alguien que hubiese desafiado alguna vez a Tim Leary en el bar del campus y pagado todas las bebidas. Y probablemente fuese alguien como Leary quien le explicó, muy serio, que en la cultura de la droga a las gafas de sol les llaman «sombras de té». Y ése era el tipo de peligroso galimatías que ponían en forma de boletines mimeografiados en los vestuarios del Departamento de Policía.
Por ejemplo: IDENTIFICA AL DROGADICTO. ¡TU VIDA PUEDE DEPENDER DE ELLO! No podrás verle los ojos por las «sombras de té», pero tendrá los nudillos blancos por la tensión interna y los pantalones con manchas de semen de meneársela constantemente cuando no puede encontrar una víctima a la que violar. Vacila y balbucea cuando se le hacen preguntas. No respetará tu placa. El drogadicto no tiene miedo. Es capaz de atacarte sin ninguna razón con cualquier arma de que pueda disponer… incluidas las tuyas. CUIDADO. Cualquier funcionario que detenga a un sospechoso de ser adicto a la marihuana debe utilizar toda la fuerza necesaria inmediatamente. Un agujero a tiempo (en su piel) te ahorrará cinco a ti. Que tengas buena suerte.
EL JEFE
No hay duda. La suerte es importante siempre, sobre todo en Las Vegas. Y la nuestra empeoraba. Era evidente con sólo echar una ojeada, que la conferencia sobre la droga no era lo que habíamos pensado. Era mucho más
abierta
, demasiado confusa. Un tercio más o menos de los asistentes parecían haber hecho sólo un alto, por ver cómo era aquello, mientras iban camino de la revancha Frazier-Alí en el centro de convenciones de Las Vegas al otro lado de la ciudad. O quizá camino de un encuentro benéfico a favor de los traficantes de heroína jubilados entre Liston y Marshal Ky.
El local tenía un buen porcentaje de barbas, bigotes y atuendos super Mod. La Conferencia de Fiscales de Distrito había arrastrado evidentemente a un apreciable contingente de estupas disfrazados y a otros seres de la penumbra. Un ayudante de fiscal de distrito de Chicago llevaba un traje de punto sin mangas marrón claro: su señora era la estrella del casino del Dunes. Brillaba allí como Grace Slick en una reunión de clase del Finch College. Era una pareja clásica. Juerguistas pasados.
En estos tiempos, el mero hecho de ser poli no significa que no puedas estar en El Rollo. Y aquella conferencia atraía a algunos pavos reales de verdad. Pero mi propio atuendo (zapatos FBI de cincuenta dólares y chaqueta deportiva Madras Pat Boone) estaba más o menos a tono con la gente de los medios de información; porque por cada hip urbano había unos veinte zoquetes cuellirrojos de muy rudo aspecto que podrían haber pasado por ayudantes de entrenador de fútbol americano del estado de Mississippi.
Era esa la gente que ponía nervioso a mi abogado. Como la mayoría de los californianos, estaba conmocionado al
ver
realmente a aquella gente de El Interior. Allí estaba la flor y nata de las fuerzas represivas del interior de Norteamérica. Y, ¡Dios mío, parecían una pandilla de porqueros borrachos y hablaban como tales!
Intenté consolarle.
—En realidad son gente buena —dije—, cuando llegas a conocerles.
Pero él sonrió y dijo:
—¿
Conocerles
? ¿Quieres tomarme el pelo? Conozco a esa gente de sobra, amigo, es como si lo llevara en la
sangre
.
—¡No
menciones
aquí esa palabra! —dije—;. Pueden encabritarse.
Asintió.
—Razón tienes. Vi a esos cabrones en
Easy Rider
, pero no creí que fuesen reales. No creí que fuese
así
. ¡
Cientos
de ellos!
Mi abogado llevaba un traje azul de rayas finas cruzado, un atuendo mucho más elegante que el mío… pero le ponía muy nervioso. Porque estar elegantemente vestido en aquella compañía significaba casi con toda seguridad que eras un poli encubierto, y mi abogado se gana la vida con gente muy sensible en este campo.
—¡Esto es una
pesadilla
insoportable! —murmuraba una y otra vez—. Me he infiltrado en esa conferencia de cerdos y estoy seguro de que en esta ciudad hay algún friky traficante, de esos aficionados a las bombas, que me reconocerá y correrá la noticia de que estoy aquí en una fiesta con un millar de
polis
.
Todos llevábamos tarjetas de identificación. Iban incluidas en la «tasa de inscripción» de cien dólares. En la mía decía que era un «investigador privado» de Los Angeles… lo cual, en cierto modo, era cierto. En cuanto a la tarjeta de identificación de mi abogado, le identificaba como especialista en «Análisis de Drogas Ilegales». Lo cual, en cierto modo, era verdad también.
Pero nadie parecía preocuparse de quién era, qué o por qué. El servicio de seguridad era demasiado laxo para tal tipo de rechinante paranoia. Pero estábamos también un poco tensos porque el cheque que habíamos dado en recepción para nuestra tasa doble de inscripción pertenecía a uno de los clientes de mi abogado, un tipo entre macarra y traficante, y mi abogado suponía, por larga experiencia, que el cheque no valía nada en absoluto.
—
Lema de las invitaciones a la
Convención Nacional de Fiscales
de Distrito de Las Vegas,
25-29 de abril de 1971
La primera sesión (los discursos de apertura) duró casi toda la tarde. Permanecimos allí pacientemente sentados las dos primeras horas, aunque se hizo evidente desde el principio que no íbamos a aprender nada y se hizo patente también que no seríamos tan locos como para intentar Enseñar.
No resultaba difícil, por otra parte, estar allí sentados, llena de mescalina la cabeza y oír hora tras hora paparruchas insulsas… desde luego, ningún riesgo corríamos con ello. Aquellos pobres cabrones no distinguían la mescalina de los macarrones.
Creo que podríamos haber hecho todo aquello en ácido… si no hubiese sido por ciertos individuos. Había en aquel grupo caras y cuerpos que en ácido habrían resultado completamente insoportables. La visión de un jefe de policía de Wako, Texas, morreándose abiertamente con su esposa (o lo que fuese aquella mujer que le acompañaba) de ciento veinte kilos, cuando se apagaban las luces para una Película sobre la droga, apenas si era soportable con mescalina (que es una droga básicamente sensual y superficial, que exagera la realidad en vez de alterarla), pero con la cabeza llena de ácido, la visión de dos seres humanos fantásticamente obesos enzarzados en un magreo público mientras mil polis que les rodeaban veían una película sobre los «peligros de la marihuana» no sería emocionalmente aceptable. El cerebro la rechazaría: la médula intentaría bloquear las señales que recibía de los lóbulos frontales… y el cerebro medio, entretanto, intentaría desesperadamente introducir una interpretación distinta, antes de pasarla a la médula y correr el riesgo de una reacción psíquica.
El ácido es una droga relativamente
compleja
en sus efectos, mientras que la mescalina es bastante más simple y directa. Pero, en un marco como aquél, la diferencia era puramente académica. En aquella conferencia lo único que apetecía era un consumo masivo de depresores: rojitos, hierba y bebida, porque parecía como si todo el programa hubiese sido organizado por gente que llevase desde 1964 sumida en estupor de seconal.
Había allí más de mil polis de alto rango diciéndose unos a otros: «Debemos llegar a un acuerdo con la cultura de la Droga», pero no tenían idea de por dónde empezar. Ni siquiera eran capaces de encontrar la clave del asunto. Se rumoreaba por los pasillos que quizá la mafia estuviese detrás. O quizá los Beatles. En determinado momento, uno de los asistentes le preguntó a Bloomquist si creía que la «extraña conducta» de Margaret Mead en los últimos tiempos podría explicarse por una adicción secreta a la marihuana.
—Pues en realidad no lo sé —contestó Bloomquist—. Pero a su edad, si fumase hierba habría tenido un viaje infernal.
Este comentario provocó sonoras carcajadas entre el público.
Mi abogado se inclinó hacia mí para susurrarme que se iba.
—Estaré abajo en el casino —dijo—. Conozco muchísimos modos mejores de perder el tiempo que estar aquí oyendo
estas
chorradas.
Se levantó, pues, tirando el cenicero del brazo de la butaca, se lanzó pasillo adelante, hacia la puerta.
Los asientos no estaban dispuestos para facilitar los movimientos espontáneos. La gente intentaba hacer sitio para que pasara, pero no había espacio para moverse.
—¡A ver si tiene más cuidado! —gritó alguien mientras mi abogado arremetía entre ellos.
—¡Jódete! —masculló él.
—¡Un poco de educación! —gritó otro. Por entonces ya estaba casi junto a la puerta.
—¡Tengo que salir! —gritó—. ¡Yo no
pertenezco
a esto!
—Buen viaje —dijo una voz.
Se detuvo, se volvió… luego pareció pensárselo mejor y siguió su camino. Cuando llegó a la salida, toda la parte de atrás del local era un torbellino. Hasta Bloomquist, que estaba al otro extremo, en el escenario, pareció advertir un conflicto lejano. Dejó de hablar y atisbó nervioso en la dirección del ruido. Probablemente creyese que había estallado una pelea… quizás algún tipo de conflicto racial, algo que no hubiera forma de evitar.
Me levante y me lancé también hacia la puerta. Parecía un momento oportuno para largarse.
—Perdone, es que me encuentro mal —dije a la primera pierna con la que tropecé.
La pierna se encogió, yo repetí:
—Perdón, es que me he puesto malo… perdón, estoy mareado… perdón, sí, no me siento bien…
Me abrieron paso enseguida. Sin una palabra de protesta. Hasta se alzaron algunas manos a ayudarme. Temían que estuviese a punto de vomitar, y no deseaban que lo hiciera… al menos encima de ellos. Conseguí llegar hasta la puerta en unos, cuarenta y cinco segundos.
Mi abogado estaba abajo en el bar, hablando con un poli de aire deportivo de unos cuarenta años, en cuya tarjeta de identificación podía leerse que era fiscal de distrito de un lugar del Georgia.
—Yo soy hombre de whisky —decía—. En el sitio de donde soy yo no tenemos muchos problemas de drogas.
—Lo tendréis —dijo mi abogado—. Cualquier noche te despiertas y te encuentras a un heroinómano destrozándote el dormitorio.
—¡Ca! —dijo el hombre de Georgia—. En mi distrito, no.
Me uní a ellos y pedí un buen vaso de ron con hielo.
—Tú eres otro de los de California, ¿no? Aquí tu amigo está contándome cosas de los drogadictos.
—Los hay por todas partes —dije yo—. Nadie puede estar seguro. Y menos aún en el Sur. Les gustan los climas cálidos.
—Trabajan por parejas —dijo mi abogado—. Y a veces van en bandas. Se te meten en el dormitorio y se te sientan encima del pecho, con esos cuchillos grandes que llevan.
Cabeceó solemnemente y luego añadió:
—Podrían sentarse incluso en el pecho de
tu mujer
… y hundirle la hoja del cuchillo en la garganta.
—Santo cielo —dijo el sureño—. No sé adónde vamos a parar en este país.
—Es algo increíble —siguió mi abogado—. En Los Angeles ya no hay quien lo controle. Primero eran las drogas y ahora lo de la brujería.
—¿Brujería? ¡Qué quieres decir!
—Lee los periódicos —dije yo—. ¡Amigo, uno no sabe lo que es bueno hasta que tiene que enfrentarse a un grupo de esos adictos enloquecidos por los sacrificios humanos!
—¡Bah! —dijo él—. ¡Eso es ciencia ficción!
—No donde trabajamos
nosotros
—dijo mi abogado—. Mira, sólo en Malibú, esos jodidos adoradores de Satán matan
a diario
a seis u ocho personas.
Hizo una pausa para vaciar el vaso.
—Y esos lo que quieren es sangre —continuó—. En caso de apuro asaltan a la gente en plena calle.
Cabeceó y continuó:
—Sí, demonios. Precisamente el otro día tuvimos un caso de unos que agarraron a una chica en plena calle, a la salida de un puesto de hamburguesas. Era una camarera, de unos dieciséis años… ¡y había un montón de gente mirando, además!
—¿Pero qué pasó? —dijo nuestro amigo—. ¿Qué le
hicieron
?
Parecía muy afectado por lo que oía.
—¿
Hacerle
? —dijo mi abogado—. Válgame Dios. ¡Le cortaron la cabeza allí mismo en el aparcamiento! Luego la llenaron de agujeros y le chuparon toda la sangre.
—¡Dios mío! —exclamó el hombre de Georgia—… ¿y nadie
hizo
nada?
—¿Y qué
podían
hacer? —dije yo—. El que le cortó la cabeza medía dos metros y debía pesar lo menos ciento veinte kilos. Además llevaba dos Lugers, y los otros llevaban M-16. Todos veteranos.
—El grande había sido comandante de infantería de marina —dijo mi abogado—. Sabemos donde vive, pero no podemos acercarnos a la casa.
—¡No, claro! —exclamó nuestro amigo—. ¡Es comandante!
—Quería la glándula pineal —dije yo—. Así fue cómo se hizo tan grande. Cuando salió de la infantería de marina era un tipo bajito.
—¡Ay Dios mío! —dijo nuestro amigo—. ¡Pero eso es horrible!
—Pues pasa a diario —dijo mi abogado—. Normalmente son familias enteras. Van de noche. La mayoría ni siquiera despierta hasta que sienten que se les va la cabeza… y entonces, claro, ya es demasiado tarde.
El del bar se había parado a escuchar. Yo había estado observándole. Su expresión no era nada tranquila.
—Tres más de ron —dije—. Con mucho hielo, y con trozos de lima.
Asintió, pero me di cuenta de que su pensamiento no estaba en lo que hacía. Miraba fijamente nuestras tarjetas de identificación.
—¿Ustedes están con la convención de policías esa de arriba? —dijo por fin.
—Claro, amigo —dijo el hombre de Georgia con una gran sonrisa.
El del bar movió la cabeza con tristeza.
—Ya me parecía —dijo—. Es la primera vez que oigo semejantes cosas en este bar. ¡Dios mío! ¿Y cómo pueden
aguantar
ustedes en un trabajo así?
Mi abogado le sonrió:
—Nos gusta —dijo—. Es… alucinante.
El del bar retrocedió; su cara era una máscara de repugnancia y asco.
—¿Pero qué le pasa? —dije—. Alguien tiene que hacerlo, que se cree usted.
Me miró fijamente un momento y se fue.
—Deprisa esos tragos —dijo mi abogado—. Estamos sedientos.
Y se echó a reír y revolvió los ojos cuando el del bar se volvió a mirarle.