Mi abogado cambiaba muy nervioso el teléfono de un oído a otro mientras seguía hablando…
—No, mujer, escucha, he de irme. Es probable que tengan controlado el teléfono… sí, ya sé, fue horrible, pero ya terminó todo… ¡AY, DIOS MIO! ¡ESTAN ECHANDO LA PUERTA ABAJO A PATADAS!
Tiró el teléfono al suelo y empezó a dar gritos.
—¡No! ¡Apártese de mí! ¡Soy inocente! ¡Fue Duke! ¡Se lo juro por Dios!
Dio otra parada al teléfono y luego lo recogió y lo puso a unos centímetros de la boca y soltó un largo alarido temblequeante.
—¡No! ¡Nooo! ¡No me apunte con eso! —gritaba.
Luego, colgó de golpe.
—Bueno —dijo tranquilamente—. Ya está. Seguro que está ya metida en el incinerador.
Sonrió.
—Sí, creo que es la última vez que oiremos a Lucy.
Se espanzurró en la cama. Su actuación me había dejado un poco trastornado. Por un momento creí que le había estallado el coco, que de verdad creía que le estaban atacando enemigos invisibles.
Pero en la habitación había tranquilidad otra vez. El estaba de nuevo en su sillón, viendo
Misión Imposible
y jugueteando tranquilamente con la pipa de hash. Estaba vacía.
—¿Dónde está ese opio? —preguntó.
Le tiré el maletín.
—Ten cuidado —murmuré—. Queda poco.
Se echó a reír.
—Como abogado tuyo —dijo—, te aconsejo que no te preocupes.
Luego señaló al baño con un gesto.
—Echa un vistazo a esa botellita marrón que hay en mi estuche de afeitar.
—¿Qué es?
—Adrenocromo —dijo—. No necesitas mucho. Basta una pizca.
Cogí el frasco y metí en él el extremo de una cerilla de cartón.
—Con eso basta —dijo—. A su lado, la mescalina pura parece una simple gaseosa. Si te pasas tomando, te vuelves completamente loco.
Lamí el extremo de la cerilla.
—¿Dónde conseguiste
esto
? —pregunté—. Esto no puede comprarse.
—Es igual —dijo—. Es completamente puro.
Moví la cabeza con tristeza.
—¡Dios mío! ¿A qué especie de monstruo te echaste
esta
vez de cliente? Esta sustancia sólo tiene una fuente posible.
Asintió.
—Las glándulas adrenalínicas de un ser humano vivo —dije—. Si se lo sacas a un cadáver no sirve.
—Lo sé —contestó—. Pero el tipo no tenía dinero. Es uno de esos chiflados del satanismo. Me ofreció sangre humana… me dijo que subiría como nunca en mi vida —se echó a reír—. Creí que era broma, así que le dije que me gustaría conseguir una onza o así de adrenocromo puro… o aunque sólo fuera una glándula adrenalínica fresca para mascar.
Empecé a sentir los efectos de aquello. La primera oleada fue como una combinación de mescalina y methedrina. Quizá debiera darme un buen chapuzón, pensé.
—Sí —decía mi abogado—. Engancharon a este tipo por molestar a menores, pero él jura que no lo hizo. «¿Por qué iba a joder yo con
niñas
?» dijo. «Son demasiado
pequeñas
.»
Luego añadió, encogiéndose de hombros:
—¿Qué demonios podía decir yo? Hasta un hombre lobo tiene derecho a asesoramiento legal. No me atreví a echarle. Podría haber cogido un abrecartas y haberme extraído también la glándula pineal.
—¿Por qué no? —dije—. Con eso, probablemente pudiese conseguir a Melvin Bell.
Cabeceé, casi incapaz de hablar ya, sentía el cuerpo como si acabasen de conectarme a un enchufe de doscientos veinte.
—Demonios, debíamos conseguirnos un poco de ese material —murmuré al fin—. Tragar un buen puñado y ver qué pasa.
—¿Pero qué material?
—Extracto de glándula pineal.
Me miró fijamente.
—Sí, claro —dijo—. Es una
buena
idea ¡Una pizca de esa mierda te convertiría en una especie de monstruo de enciclopedia médica! Te estallaría la cabeza como una sandía, amigo, quizás engordases cuarenta kilos en dos horas… y te saliesen garras y verrugas sanguinolentas, y te dieses cuenta de pronto de que, tenías seis inmensas tetas peludas en la espalda.
Movió la cabeza enfáticamente.
—Amigo —añadió—. Soy capaz de probar cualquier cosa. Pero en la vida probaría una glándula pineal.
—El año pasado por Navidad un tipo me dio estramonio, una planta entera… la raíz debía pesar ochocientos gramos; había bastante para un
año
… ¡pero me comí toda aquella porquería en unos veinte minutos!
Estaba inclinado hacia él, seguía atentamente sus palabras. La más leve vacilación me hacía desear agarrarle por el pescuezo para hacer que hablara más de prisa.
—¡Bueno! —dije con vehemencia—. ¡Estramonio! ¿Qué pasó?
—Por suerte, lo vomité casi todo inmediatamente. Pero aún así, anduve ciego tres días. ¡Dios mío, ni andar podía! ¡Se me puso todo el cuerpo como de cera! Estaba en tales condiciones que tuvieron que volverme a llevar al rancho en una carretilla… Según decían, intentaba hablar pero emitía unos sonidos como los que hacen los mapaches.
—¡Fantástico! —dije, pero apenas podía oírle.
Estaba tan colocado que las manos arañaban sin control el cobertor de la cama, y tiraba de él mientras le oía hablar. Tenía los talones hundidos en el colchón, las rodillas apretadas… sentía que se me iban hinchando los ojos como si fuesen a estallar y a salírseme de las órbitas.
—¿Quieres terminar de una puta vez esa historia? —mascullé—. ¿Qué diablos pasó? ¿Qué me dices de las glándulas?
Retrocedió, sin perderme de vista mientras cruzaba la habitación.
—Me parece que necesitas otro trago —dijo nervioso—. Demonios, esa cosa te ha pegado fuerte, ¿eh?
Intenté sonreír.
—Bueno… nada grave… no, sí es grave…
Apenas podía mover las mandíbulas; sentía la lengua como magnesio ardiente.
—No… no hay por qué preocuparse.
—No, no hay por qué preocuparse —silbé—. Pero si pudieses… echarme a la piscina, o algo así…
—Maldita sea —dijo—. Tomaste
demasiado
. Estás a punto de explotar. ¡Dios mío, qué cara tienes!
No podía moverme. Estaba ya paralizado por completo. Tenía contraídos todos los músculos del cuerpo. Ni siquiera podía mover los ojos, y menos aún girar la cabeza o hablar.
—No dura mucho —dijo—. Lo peor es el primer chupinazo. No tienes más que dejar que pase. Si te metiese ahora en la piscina, te hundirías como una piedra.
Aquello era la muerte. Estaba convencido. Parecía que ni siquiera los pulmones me funcionaban. Necesitaba respiración artificial, pero no podía abrir la boca para decirlo. Iba a
morir
. Allí sentado en la cama, sin poder moverme. En fin, por lo menos no sentía dolor. Probablemente quede en blanco en unos segundos y después de eso nada importará.
Mi abogado había vuelto a la televisión. Otra vez noticias. La cara de Nixon llenó la pantalla, pero su discurso era un galimatías incomprensible. La única palabra que pude captar fue «sacrificio». Una y otra vez. «Sacrificio… sacrificio… sacrificio…»
Percibía mi propia respiración, laboriosa y pesada. Mi abogado pareció darse cuenta.
—Lo que tienes que hacer es estar tranquilo, relajado —dijo sin volverse—. No debes oponerte a ello, porque si no empezarás a tener burbujas cerebrales… ataques, aneurismo… sencillamente te marchitarás y morirás.
Su mano cruzó el aire repentinamente para cambiar el televisor de canal.
Fui incapaz de moverme hasta pasada la medianoche… pero no me vi aún libre de la droga. El voltaje no había hecho más que pasar de 220 a 110. Seguía siendo una ruina balbuciente nerviosa, que vagaba por la habitación como un animal salvaje, sudando a mares e incapaz de concentrarme en una idea más de dos o tres minutos.
Mi abogado colgó el teléfono después de hacer varias llamadas.
—Sólo podemos conseguir salmón fresco en un sitio —dijo—. Y los domingos está cerrado.
—Claro —mascullé—. ¡Esos Niños de Jesús de Mierda! ¡Se están multiplicando como ratas!
Me miró curioso.
—¿Y qué hay del Process? —dije—. ¿No tienen un local aquí? ¿Una charcutería o algo así, con unas cuantas mesas atrás? En Londres tenían un menú fantástico. Comí allí una vez, una comida increíble…
—Contrólate —dijo él—. No debes
mencionar
siquiera el Process en esta ciudad.
—Tienes razón —dije—·. Llama al Inspector Bloor. El sabe de comida. Creo que tiene una
lista
.
—Mejor será llamar al servicio de habitaciones —dijo—. Podemos pedir cangrejos y un cuarto de moscatel Christian Brothers por unos veinte pavos.
—¡No! —dije—. Tenemos que salir de aquí. Necesito aire. Vamos hasta Reno a tomar una buena ensalada de atún… qué diablos, no nos llevará mucho. Son sólo unos seiscientos kilómetros y en el desierto no hay tráfico…
—Ni hablar —dijo—. Es
Territorio del Ejército
. Pruebas de bombas, gas nervioso… no conseguiríamos llegar.
Acabamos en un sitio llamado The Big Flip, que quedaba a mitad de camino del centro. Yo tomé un «filete neoyorquino» por un dólar ochenta y ocho. Mi abogado pidió el «coyote bush basket», por dos dólares nueve centavos… y después nos bebimos una jarra de acuoso café y vimos a dos tipos, que parecían vaqueros y que estaban bastante borrachos, dejar medio muerto a un marica entre las máquinas de billar romano.
—En esta ciudad siempre hay acción —dijo mi abogado, mientras salíamos hacia el coche—. Un tipo con buenos contactos podría conseguir todo el adrenocromo fresco que quisiera, si anduviese un tiempo por aquí.
Le di la razón, pero no estaba en condiciones de hacerlo, en aquel momento. Llevaba unas sesenta horas sin dormir y aquella terrible prueba con la droga me había dejado completamente exhausto. Al día siguiente tendríamos que tomarnos el asunto en serio. La conferencia de la droga empezaría a mediodía… y aún no estábamos seguros de cómo íbamos a manejar aquel asunto. Así que volvimos al hotel y vimos una película inglesa de terror de cierre de programa.
«
En nombre de los fiscales de este país, os doy la bienvenida.
»
Nos sentamos al fondo de una multitud de unas mil quinientas personas en el principal salón de baile del Hotel Dunes. Allá lejos, al fondo, apenas visible desde nuestros puestos, el director ejecutivo de la Asociación Nacional de Fiscales de Distrito (un tipo con pinta de hombre de negocios, mediana edad, bien vestido, aire de triunfador y republicano, llamado Patrick Healy) inauguraba la tercera asamblea nacional sobre narcóticos y drogas peligrosas. Sus comentarios llegaban hasta nosotros por un altavoz grande de baja fidelidad instalado en un poste de acero en nuestro rincón. Había como una docena más por el local, todos enfocados hacia atrás y alzándose sobre la multitud… así que estuvieses sentado donde estuvieses, aunque quisieras esconderte, siempre estabas viendo los morros de un gran altavoz.
Esto hacía un efecto muy raro. La gente de cada sección del salón de baile tendía a mirar fijamente el altavoz más próximo, en vez de mirar la figura distante de quien estuviese hablando la realmente allá arriba, al fondo, en el podio. Esta colocación de los altavoces estilo 1935 despersonalizaba por completo el local. El sistema de sonido debía haberlo instalado alguna especie de auxiliar técnico de sheriff al que le habían dado permiso en un autocine de Muskogee. Oklahoma, cuya dirección no podía permitirse altavoces para cada coche y utilizaba diez grandes instalados en los postes telefónicos de la zona de aparcamiento.
Un año antes o así, había estado yo en el festival de rock de Sky River, en el Washington rural, y allí una docena de pesadísimos pasotas del frente de liberación de Seattle habían instalado un sistema de sonido que transmitía todas las pequeñas notas de una guitarra acústica (y hasta un carraspeo o el rumor de una gota en el escenario) a víctimas del ácido medio sordas acurrucadas entre los matorrales a ochocientos metros de distancia.
Pero, al parecer, los mejores técnicos de que disponía la convención nacional de fiscales de distrito en Las Vegas eran incapaces de resolver el problema. Su sistema de sonido era como el que Ulysses S. Grant hubiese instalado para dirigirse a sus tropas durante el Asedio de Vicksburg. Las voces restallaban con una urgencia confusa y aguda y el intervalo era bastante para que las palabras quedasen desconectadas de los gestos de quien las decía.
—¡Tenemos que llegar a un acuerdo en este país con la Cultura de la Droga!… Droga… Droga…
Estos ecos llegaban hasta el fondo en ondas confusas.
—Y llaman «racha» a la colilla de un porro porque se parece a una cucaracha… cucaracha… cucaracha…
[10]
—¿Pero qué coño dicen? —murmuró mi abogado—. ¡Habría que estar enloquecido por el ácido para pensar que un porro se parece a una maldita cucaracha!
Me encogí de hombros. Era evidente que nos habíamos metido en una asamblea prehistórica. Por los cercanos altavoces se abrió paso la voz de un «especialista en drogas» llamado Bloomquist:
—… respecto a esas recurrencias, el paciente nunca sabe. Cree que todo ha terminado y está normal seis meses… y luego, va y zas, vuelve a caer sobre él todo el viaje.
¡Dios maldiga al nefando LSD! El doctor E. R. Bloomquist, médico, era el orador clave, una de las grandes estrellas de la conferencia. Es autor de un libro de bolsillo titulado
Marijuana
, que (según la portada) «explica las cosas tal como son» (es también inventor de una teoría cucaracha/
roach
…).
Según la faja del libro, es «profesor clínico ayudante de cirugía (anestesiología) de la facultad de medicina de la Universidad del Sur de California» y también «conocida autoridad en el abuso de drogas peligrosas». El doctor Bloomquist «ha aparecido en televisión por una cadena nacional, ha asesorado al departamento del gobierno, fue miembro del Comité Sobre Adicción a los Narcóticos y Alcoholismo del Consejo sobre Salud Mental de la Asociación Médica Norteamericana». Su sabiduría, según el editor, está profusamente reimpresa y distribuida. Es, sin lugar a dudas, uno de los puntales de ese circuito de intelectuales escaladores de segunda fila que reciben entre quinientos y mil dólares por adoctrinar a grupos de polis.
El libro del doctor Bloomquist es un compendio de oficiales pijadas. En la página 49 explica los «cuatro estados del ser» en la sociedad de la cannabis: «Cool, groovy, hip y square…» en ese orden descendente. «El square raras veces llega a ser cool, si es que llega a serlo alguna vez», dice Bloomquist. El no está «en el rollo», es decir, no sabe «de qué va la cosa». Pero si logra imaginarlo, avanza un poco y pasa a ser «hip». Y si logra forzar a probar lo que pasa, se convierte en «groovy». Y después de eso, con mucha suerte y perseverancia, puede elevarse al rango de «cool».