Aceleración. Esfúmate inmediatamente. ¿Cómo podía estar seguro de que me había reconocido? De cualquier modo, el coche era inconfundible. ¿Y por qué otra razón, además, iba a apartarse él de la carretera?
De pronto, tenía dos enemigos
personales
en aquel poblacho olvidado de Dios. El poli de la patrulla de autopistas de California me detendría seguro si intentaba seguir hacia Los Angeles, y aquel condenado y maldito chaval autostopista haría que me cazasen como a una fiera si me quedaba. (¡Dios mío, Sam! ¡Ahí está! ¡Ese tipo del que nos
habló
el chico! ¡Ha vuelto!)
De cualquier modo, era espantoso: y si aquellos honorables predadores pueblerinos llegaban a relacionar alguna vez sus historias… y sin duda lo harían; era inevitable en un pueblo tan pequeño… Eso haría efectivo mi cheque en todas partes. Tendría suerte si lograba salir vivo de aquel pueblo. Una bola de alquitrán y plumas metidas a rastras en el autobús de la cárcel por furiosos indígenas…
Allí estaba: la crisis. Pasé a toda prisa por la ciudad y encontré una cabina telefónica en el extremo norte, entre una gasolinera y… sí… el Majestic Diner. Hice una llamada urgente a mi abogado, a Malibú, a su cargo. Contestó de inmediato.
—¡Me han enganchado! —grité——. Estoy atrapado en una asquerosa encrucijada del desierto que se llama Baker. Apenas tengo tiempo. Esos cabrones están a punto de caer sobre mí.
—¿Pero quiénes? —dijo—. Pareces algo paranoico.
—¡No seas cabrón! —grité—. Primero, me paró la patrulla de autopistas de California y luego me identificó el chaval! ¡Necesito inmediatamente un abogado!
—¿Y qué estás haciendo en Baker? —dijo—. ¿No recibiste mi telegrama?
—¿Qué? ¡A la mierda los telegramas! Estoy en un
lío
.
—Pero si tenías que estar en Las Vegas —dijo—. Tenemos una suite en el Flamingo. Iba a salir ahora mismo para el aeropuerto…
Me desplomé en la cabina. Era demasiado horrible. Allí estaba yo llamando a mi abogado en un momento de terrible crisis y el imbécil estaba enloquecido por las drogas. ¡Un vegetal maldito!
—¡Cabrón inútil! ¡Te pisaré los huevos por esto! ¡Toda la mierda que tengo en el coche es
tuya
! ¿Entiendes? ¡Cuando termine de declarar aquí, te expulsarán del colegio de abogados!
—¡Eres una mierda sin cerebro! —gritó él—. ¡Te mandé un telegrama! ¡Tenías que estar cubriendo la Conferencia Nacional de Fiscales de Distrito! ¡Hice todas las reservas… alquilé un Cadillac descapotable blanco! ¡Está todo
preparado
! ¿Qué coño haces tú ahí en medio de ese jodido desierto?
De pronto me acordé. Sí, el telegrama. Todo estaba arreglado. Mi mente se calmó. Lo vi todo en un fogonazo.
—No te preocupes, hombre —dije—. Todo era broma. En realidad estoy sentado junto a la piscina del Flamingo. Te hablo por un teléfono portátil. Lo trajo un enano del casino. ¡Tengo crédito total! ¿Entiendes?
Mi respiración era laboriosa y pesada, me sentía trastornado, había empapado de sudor el teléfono.
—¡Tú no te acerques siquiera a este hotel! —grité—. Aquí no son bien recibidos los extranjeros.
Colgué y volví al coche. Bueno, pensé. Así son las cosas. Toda la energía fluye según el capricho del Gran Imán. Qué idiota era desafiándole. El sabía. El lo sabía todo. Había sido él quien me había acorralado en Baker. Ya había huido lo suficiente, así que me enganchaba… cerrándome todas las vías de escape, acosándome primero con la patrulla de la autopista de California y luego con aquel puerco autostopista fantasma… hundiéndome en el miedo y la confusión.
No hay quien engañe al Gran Imán. Entonces lo comprendí… y con la comprensión llegó una sensación de alivio casi completo. Sí, volvería a Las Vegas. Esquivaría al chaval y despistaría a la patrulla de la autopista de California volviendo de nuevo hacia el
Este
en vez de seguir hacia el Oeste. Sería la maniobra más astuta de toda mi vida. Otra vez a Las Vegas y a inscribirme en aquella conferencia de drogas y narcóticos… yo y un millar de cerdos. ¿Por qué no? Moviéndome con toda confianza en medio de ellos. Me inscribiría en el Flamingo y dispondría inmediatamente de aquel Cadillac blanco. He de hacerlo ya. Recuerdo a Horatio Alger…
Miré al otro lado de la carretera y vi un letrero rojo inmenso que decía CERVEZA. Fastuoso. Dejó el Tiburón junto a la cabina telefónica y crucé la autopista y entré en la cuadra-cervecería. Un judío se asomó detrás de una pila de ruedas y engranajes y me preguntó qué quería.
—Ballantine Ale —dije… un largo trago muy místico, desconocido entre Newark y San Francisco.
La sirvió, helada.
Me relajé. De pronto, todo iba bien; por fin estaba aprovechando las oportunidades.
El tendero se me acercó con una sonrisa.
—¿Qué dirección lleva usted, joven?
—Las Vegas —dije.
Sonrió.
—Una gran ciudad, Las Vegas. Tendrá usted buena suerte allí; es usted el tipo.
—Ya lo sé —dije—. Soy Triple Escorpio.
Pareció gustarle.
—Es una combinación magnífica —dijo—. No puede usted perder.
Me eché a reír.
—No hay problema —dije—. En realidad soy el fiscal del distrito de Condado Ignoto. Sólo otro buen americano como usted.
Su sonrisa desapareció. ¿Entendería? No podía estar seguro. Pero daba igual ya. Volví a Las Vegas. No tenía otra elección.
A unos treinta y cinco kilómetros al este de Baker, paré a echar un vistazo a la bolsa de las drogas. El sol quemaba y me entraron ganas de matar algo. Cualquier cosa. Un lagarto grande incluso. Acribillarle. Agarré la Magnum 357 de mi abogado que estaba en el maletero e hice girar el tambor. Estaba lleno: largos y malvados proyectiles: 158 gramos con una linda trayectoria lisa, la punta color oro azteca. Toqué la bocina unas cuantas veces, para que apareciera una iguana. Para poner en movimiento a aquellas cabronas. Estaban allí, lo sabía, en aquel maldito mar de cactos… agazapadas, sin respirar apenas, y cada una de aquellas apestosas cabronas cargada de mortífero veneno.
Tres rápidas explosiones me hicieron perder el equilibrio. Tres cañonazos ensordecedores de la 357 que tenía en la mano derecha. ¡Dios mío! Disparando al aire, sin ningún motivo. Una locura. Tiré el arma en el asiento delantero del Tiburón y miré nervioso la autopista. No venían coches en ninguna dirección; la carretera estaba vacía en cuatro o cinco kilómetros a la redonda.
Menos mal. Suerte. La habría cagado si me enganchan en el desierto en aquellas circunstancias: disparando como un loco contra los cactos desde un coche lleno de drogas. Y sobre todo después del incidente con el patrullero de la autopista.
Se plantearían embarazosos interrogantes:
—En fin. Señor… ¿cómo? Duke, Señor Duke. Sabrá usted, supongo, que es ilegal disparar un arma de fuego de cualquier tipo en medio de una autopista federal…
—¿Cómo? ¿Incluso en defensa propia? Oficial, este maldito trasto tiene un gatillo muy sensible. La verdad es que yo sólo quería disparar una vez… sólo quería asustar a esas cabronas.
Una mirada dura, y luego, muy lentamente:
—¿Quiere decir usted, señor Duke… que le
atacaron
?
—Bueno… no… no es exactamente que me atacaran, oficial, pero me
amenazaron
gravemente. Paré a mear, y en cuanto salí del coche me rodearon esos sucios saquitos de veneno. ¡Se movían como
relámpagos engrasados
!
¿Serviría esta historia?
No, me detendrían. Luego, por pura rutina, registrarían el coche… y cuando lo hiciesen, se desafarían toda clase de salvajes infiernos. Jamás creerían que necesitaba aquellas drogas para mi trabajo, que era en realidad un periodista profesional que iba camino de Las Vegas a cubrir la Conferencia Nacional de Fiscales de Distrito sobre Narcóticos y Drogas Peligrosas.
—Son sólo muestras, oficial. Todo ese material se lo cogí a un viajero de la Iglesia Neoamericana en Barstow. Empezó a comportarse de un modo raro, así que le aticé.
¿Serviría esto?
No. Me encerrarían en una pocilga de cárcel y me pegarían en los riñones con grandes palos… y mearía sangre luego en los años futuros.
Nadie me molestó, por suerte, mientras hacía un rápido inventario de la bolsa. Aquello era un revoltijo inservible, todo mezclado y medio deshecho. Algunas pastillas de mescalina se habían desintegrado en un polvo de un marrón rojizo, pero conté unas treinta y cinco o cuarenta aún intactas. Mi abogado se había comido todas las rojas, pero quedaba aún un poco de «velocidad»
[9]
Ya no quedaba yerba, el frasco de coca estaba vacío, había un secante de ácido, un taco marrón bastante aceptable de hash de opio y seis amyls sueltas… Aunque no era suficiente para nada serio, si racionábamos con cuidado la mescalina, podría darnos para los cuatro días de la conferencia sobre la droga.
Paré en los arrabales de Las Vegas, en una farmacia de barrio, y compre dos cuartos de Tequila Gold, dos quintos de Chivas Regal y una pinta de éter. Estuve a punto de pedir amyls. Empezaba a molestarme la angina de pecho. Pero el farmacéutico tenía ojos de malvado anabaptista histérico. Le expliqué que necesitaba el éter para quitarme un esparadrapo de las piernas, pero cuando se lo dije ya me lo había empaquetado. Le importaba un huevo lo del éter.
Me pregunté qué diría si le pedía veintidós dólares de Romilar y una lata de óxido nítrico. Probablemente me lo hubiese vendido, ¿por qué no? Libre empresa… Dale al público lo que necesite… sobre todo a este tipo que suda a mares y está tan nervioso y tiene todas las piernas llenas de esparadrapo y ese catarro horrible, además de la angina de pecho y esos espantosos fogonazos aneurísticos cada vez que sale el sol.
De veras, oficial, el tipo estaba muy mal. ¿Cómo demonios iba a saber yo que se metería en su coche y empezaría a abusar de esas drogas?
Claro, claro, cómo iba a saberlo. Paré un momento en el quiosco de revistas. Luego conseguí controlarme y enfilé corriendo hacia el coche. La idea de volverme completamente loco con gas hilarante en mitad de la conferencia de fiscales de distrito sobre la droga me atraía de un modo claramente tortuoso. Pero no el primer día, claro, pensé. Eso más tarde. No tiene sentido que te detengan antes de que empiece la conferencia.
Robé un Review-Journal de una estantería en el aparcamiento, pero lo tiré en cuanto leí una noticia de la primera página:
DIAGNOSTICO INCIERTO DEL JOVEN
QUE SE ARRANCÓ LOS OJOS
BALTIMORE (UPI) — Los médicos declararon el viernes que no estaban seguros de si la operación quirúrgica lograría devolver la vista a un joven que se sacó los ojos bajo los efectos de una sobredosis de droga en una celda de la cárcel.
Charles Innes, Jr., de veinticinco años, fue operado a última hora del jueves en el Hospital General de Maryland, pero los médicos dijeron que tendrían que pasar semanas para conocer el resultado.
La declaración facilitada por el hospital indicaba que Innes «no percibía la luz por ningún ojo antes de la intervención y existen muy pocas posibilidades de que recupere la visión».
Innes, hijo de un destacado republicano de Massachusetts fue hallado en una celda de la cárcel el jueves por un carcelero que dijo que el preso se había sacado los ojos.
Innes fue detenido el miércoles por la noche cuando paseaba desnudo por un barrio próximo al suyo. Le examinaron en el hospital Mercy y luego ingresó en prisión. La policía y uno de los amigos de Innes declararon que había ingerido una sobredosis de tranquilizantes para animales. La policía informó que la droga era PCP, un producto de la empresa Parke—Davis que no se vende para uso humano desde 1963. Sin embargo, un portavoz de Parke—Davis dijo que creía que la droga podía adquirirse en el mercado negro.
El portavoz dijo oficialmente que los efectos del PCP no duran más de doce o catorce horas. Sin embargo, no se sabe cuáles pueden ser los efectos del PCP combinado con un alucinógeno como el LSD.
Innes le dijo a un vecino el sábado pasado, un día antes de que tomara la droga por primera vez, que los ojos estaban fastidiándole y que no podía leer.
La policía dijo el miércoles por la noche que Innes parecía hallarse en un estado de depresión profunda y tan insensible al dolor que ni siquiera gritó al sacarse los ojos.
Lo primero que había que hacer era librarse del Tiburón Rojo. Destacaba demasiado. Podía reconocerlo demasiada gente, sobre todo la policía de Las Vegas. Aunque, según sus noticias, aquel trasto estaba ya otra vez en Los Angeles. Se le había visto por última vez cruzando a toda marcha por el Valle de la Muerte por la interestatal 15. Lo había parado en Baker un patrullero de la autopista de California… luego había desaparecido…
El último sitio donde lo buscarían, creía yo, era en un garaje de coches alquilados junto al aeropuerto. De todos modos tenía que ir allí a esperar a mi abogado. Llegaría de Los Angeles a última hora de la tarde.
Fui tranquilo y despacio, conteniendo mis habituales instintos de pisar de pronto a fondo y cambiar súbitamente de carril, procurando pasar desapercibido, y cuando llegué, aparqué el Tiburón entre dos viejos autobuses de las Fuerzas Aéreas en un aparcamiento público a unos ochocientos metros del aeropuerto. Autobuses muy altos. Hacérselo lo más difícil posible a los cabrones. Un paseito no hace daño a nadie.
Cuando llegué al aeropuerto, sudaba a mares.
Pero eso no es nada anormal. Suelo sudar mucho en climas cálidos. Tengo la ropa empapada desde el amanecer al oscurecer. Esto al principio me preocupaba, pero cuando fui a ver a un médico y le expliqué mi dosis diaria normal de alcohol, drogas y veneno, me dijo que volviese a verle cuando
dejara
de sudar. Entonces habría peligro, dijo… sería señal de que el mecanismo de desagüe de mi organismo, brutalmente forzado, se había desmoronado por completo.
—Yo tengo gran fe en los procesos naturales —dijo—, pero en su caso… bueno… no encuentro precedentes. Tendremos que limitarnos a esperar y ver. Y luego trabajar con lo que quede.
Pasé unas dos horas en el bar, bebiendo Bloody Mary por el contenido nutritivo de V-8 y atento a los vuelos que llegaban de Los Angeles. No había comido más que pomelos en unas veinte horas y tenía la cabeza disparada.
Será mejor que te controles, pensé. La resistencia del organismo humano tiene unos límites, No querrás desmoronarte y empezar a sangrar por las orejas aquí en pleno aeropuerto. Además en esta ciudad. En Las Vegas a los débiles y a los trastornados los
matan
.