El encargado se le echó encima, murmurando:
—Calma, calma, vamos a la parte de atrás.
No volví a verle después de aquella noche, pero antes de que se lo llevaran, el viajero distribuyó sus muestras, que eran inmensas espánsulas blancas. Entre en el retrete de caballeros para tomar la mía. Pero primero sólo la mitad, pensé. Buena idea, aunque algo difícil de realizar, dadas las circunstancias. Tomé la primera mitad, pero derrame el resto en la manga de mi camisa roja Pendleton… Y luego, cuando me preguntaba qué hacer con aquello, vi que entraba uno de los músicos.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Bueno —dije—. Todo este material de mi manga es LSD. No dijo nada: sólo me agarró el brazo y empezó a chuparlo. Una escena muy rara. Me pregunté qué pasaría si se aventurase por allí casualmente algún corredor de bolsa joven/Trío Kingston y nos cazase en plena función. Que se joda, pensé. Con un poco de suerte, esto le destrozará la vida… pensará constantemente que detrás de alguna estrecha puerta, en todos sus bares favoritos, hay hombres de camisas rojas Pendleton corriéndose juergas increíbles con cosas que él no conocerá jamás. ¿Se atrevería a chupar una manga? Probablemente no. Calma. Finge que no lo viste…
Extraños recuerdos en esta inquietante noche de Las Vegas. ¿Cinco años después? ¿Seis? Parece toda una vida, o al menos una Era Básica: el tipo de punto culminante que no se repite. San Francisco a mitad de los sesenta fueron una época y un lugar muy especiales para quienes los vivieron. Quizá
significase algo
, quizá no, a la larga… pero ninguna explicación, ninguna combinación de palabras o música o recuerdos puede rozar esa sensación de saber que tú estabas allí y vivo en aquel rincón del tiempo y del mundo. Significase lo que significase…
La historia es algo difícil de conocer, debido a todos esos cuentos pagados, pero aun sin estar seguro de la «Historia» parece muy razonable pensar que de vez en cuando la energía de toda una generación se lanza al frente en un largo y magnífico fogonazo, por razones que no entiende nadie, en realidad, en el momento… y que nunca explican, retrospectivamente, lo que de verdad sucedió.
Mi recuerdo básico de esa época parece anclarse en una o cinco o quizá cuarenta noches (o mañanas muy temprano) que salí del Fillmore medio loco y, en vez de irme a casa, enfilaba el gran Lightning 650 por el puente de la Bahía a ciento sesenta por hora ataviado con unos pantalones cortos y una zamarra de pastor… y cruzaba zumbando el túnel de Treasure Island bajo las luces de Oakland y Berkeley y Richmond, sin saber a ciencia cierta qué vía tomar cuando llegase al otro lado (el coche se calaba siempre en la barrera de peaje, yo iba demasiado pasado para encontrar el punto muerto mientras buscaba cambio)… pero absolutamente seguro de que fuese en la dirección que fuese, encontraría un sitio donde habría gente tan volada y cargada como yo: de esto no había duda…
Había locura en todas direcciones, a cualquier hora. Si no al otro lado de la Bahía, por Golden Gate arriba, o hacia abajo, de 101 a Los Altos o La Honda… en todas partes saltaban chispas. Había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era
correcto
, de que estábamos ganando…
Y esto, creo yo, fue el motivo… aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Malo. No en un sentido malvado o militar; no necesitábamos eso. Nuestra energía
prevalecería
sin más. No tenía ningún sentido luchar… ni por parte nuestra ni por la de ellos. Teníamos todo el impulso; íbamos en la cresta de una ola alta y maravillosa…
Así que, en fin, menos de cinco años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenías vista suficiente, podías
ver
casi la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas… aquel sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a retroceder.
La decisión de huir llegó bruscamente. O puede que no. Puede que lo hubiese planeado todo… que esperase subconscientemente el momento adecuado. Creo que un factor fue la factura. Porque no tenía dinero para pagarla. Y no más tratos diabólicos, tarjeta-crédito/reembolso. No después de tratar con Sidney Zion. Después de ésa me agarraron mi tarjeta del American Express, y los cabrones me demandaron… junto con los del Diner's Club y los de Hacienda…
Y además, la responsable legal era la revista. Mi abogado ya había pensado en eso. No firmamos nada. Salvo los recibos aquellos del servicio de habitaciones. No llegamos a saber el total, pero (justo antes de que nos fuésemos) mi abogado calculó que llevábamos una media de veintinueve a treinta y seis dólares por hora, durante cuarenta y ocho horas seguidas.
—Increíble —dije yo—. ¿Cómo pudo pasar?
Pero cuando formulé esta pregunta, no había nadie al lado para contestarla. Mi abogado ya se había ido.
Debió olerse el problema. El lunes por la noche encargó al servicio de habitaciones un equipo de maletas de cuero de la mejor calidad y luego me dijo que tenía reservas para el primer avión a Los Angeles. Dijo que teníamos que darnos prisa. Y, camino del aeropuerto, me sacó veinticinco dólares prestados para el billete.
Le vi marchar, luego volví a la tienda de souvenirs del aeropuerto y gasté lo que me quedaba en metálico en basura… mierdas absolutas, recuerdos de Las Vegas, encendedores Zippo de imitación, de plástico, con ruleta incorporada, por seis dólares noventa y cinco, sujetabilletes de medio dólar John Fitzgerald Kennedy a cinco dólares la pieza, monos de lata que tiraban dados por siete dólares y medio… cargué toda esta basura y luego la llevé al Gran Tiburón Rojo y la descargué en el asiento de atrás… y luego me puse al volante muy dignamente (la capota blanca bajada como siempre), me acomodé allí, puse la radio y empecé a pensar.
¿Como resolvería Horario Alger esta situación?
Una calada sobre la marcha, Dios… una calada sobre la marcha.
Pánico. Me treparon por la columna lo que parecían las primeras vibraciones que provoca el frenesí del ácido. Todas aquellas horribles realidades empezaron a aflorar en mí: allí estaba, completamente solo en Las Vegas con aquel maldito coche, un coche increíblemente caro, absolutamente pasadísimo, sin abogado, sin dinero, sin reportaje para la revista… y por si fuese poco, además tenía que enfrentarme con una gigantesca factura de hotel. Habíamos pedido desde aquella habitación todo lo que podían transportar manos humanas… incluyendo unas seiscientas pastillas de jabón Neutrogena translúcido.
Tenía todo el coche lleno de él: el suelo, los asientos, la guantera. Mi abogado había establecido una especie de acuerdo con las doncellas mestizas de nuestra planta para que nos entregaran aquel jabón (seiscientas pastillas de esa extraña mierda transparente) y ahora era todo mío.
Junto con aquella cartera de plástico que vi de pronto allí a mi lado en el asiento delantero. Alcé ese chisme y supe de inmediato lo que contenía. Ningún abogado samoano en su sano juicio se arriesga a cruzar las puertas de una compañía aérea comercial, provistas de un detector de metales, con una Magnum 357 gorda y negra sobre su persona…
Así que me la había dejado a mí, para que se la llevara… si conseguía volver a Los Angeles. En caso contrario… bueno, ya me oía hablando con la Patrulla de Autopistas de California:
¿Qué? ¿Esta arma? ¿Esta Magnum 357 cargada, sin licencia, oculta y quizá caliente? ¿Que qué hago con ella? Bueno, verá, oficial, yo salí de la carretera cerca de Arroyo Mescal (por consejo de mi abogado, que posteriormente desapareció y de pronto, estaba yo dando vueltas por aquella charca desierta, yo solo, sin ningún objetivo concreto, cuando se me apareció delante aquel tipejo de barba, fue como si surgiera de la nada, y llevaba aquel horrible cuchillo de linóleo en una mano y esa inmensa pistola negra en la otra… y me propuso grabarme una gran X en la frente en memoria del teniente Calley… pero cuando le dije que era doctor en periodismo, cambió radicalmente de actitud. Sí, usted probablemente no lo crea, oficial, pero de pronto tiró aquel cuchillo en las salobres aguas mescalinosas, allí a nuestros pies, y luego me dio este revólver. Si, sí, eso es, me lo puso en la mano, dándomelo por la culata, y luego salió corriendo y desapareció en la oscuridad.
Por eso tengo esta arma, oficial. ¿Puede usted creerlo?
No.
De cualquier modo yo no estaba dispuesto a tirar aquel trasto. Una buena 357 es una cosa difícil de conseguir, en estos tiempos.
Así que pensé, bueno, si logro pasar este trasto a Malibú, para
mí
. Si corro el riesgo, me quedo con la pistola: era muy razonable. Y si aquel cerdo samoano quería jaleo, si quería venir a armar escándalo a mi casa, le daría una prueba de aquel chisme de la mitad para arriba del fémur. Sin bromas. Ciento cincuenta y ocho gramos de plomo/aleación semienfundado, viajando a 500 metros por segundo, significan más o menos veinte kilos de hamburguesa samoana, mezclada con esquirlas de hueso. ¿Por qué no?
Locura, locura… y, entretanto, completamente solo allí con el Gran Tiburón Rojo en el aparcamiento del aeropuerto de Las Vegas. Al diablo este pánico. Contrólate.
Aguanta
. Durante las próximas veinticuatro horas, esto del control personal será decisivo.
Aquí estoy sentado, solo en este jodido desierto, en este nido de locos armados, con un peligrosísimo cargamento de alto riesgo, horrores y responsabilidades que
debía
llevar de vuelta a Los Angeles, porque si me enganchaban allí estaba perdido. Jodido del todo. De eso no había duda. Dirigir el semanario de la jaula del estado no era ningún futuro para un doctor en periodismo. Mejor salir zumbando de aquel estado atávico a toda pastilla. Inmediatamente. Pero, primero… había que volver al Hotel Mint y hacer efectivo un cheque de cincuenta dólares, luego subir a la habitación y pedir por teléfono dos bocadillos, dos cuartos de de leche, una jarra de café y un quinto de Bacardí añejo.
El ron será absolutamente necesario para pasar esta noche; para poner en claro estas notas, este diario vergonzoso… mantener la grabadora aullando toda la noche al máximo volumen: «Permitidme que me presente… soy un hombre rico y de buen gusto».
¿Simpatía?
Para mí no.
En Las Vegas no hay piedad para un delincuente drogado. Este lugar es como el Ejército: prevalece la moral del tiburón, la de devorar a los heridos. En una sociedad cerrada en la que todo el mundo es culpable, el único delito es que te cojan. En un mundo de ladrones, el único gran pecado es la estupidez.
Es una sensación rara la de estar sentado en un hotel de Las Vegas a las cuatro de la mañana con un cuaderno y una grabadora, en una suite de setenta y cinco dólares al día y con una fantástica factura del servicio de habitaciones, acumulada en cuarenta y ocho horas de locura absoluta, sabiendo que en cuanto amanezca tendrás que huir sin pagar ni un mísero centavo… tendrás que cruzar el vestíbulo de estampida y pedir en el garaje tu descapotable rojo y estar esperándolo con una maleta llena de marihuana y armas ilegales… intentando fingir tranquilidad y despreocupación, mientras hojeas la primera edición matutina del
Sun
de Las Vegas.
Esta era la última etapa. Había sacado todo el pomelo y el resto del equipaje del coche unas horas antes. Ahora todo era cuestión de apretar el lazo: sí, una actitud de lo más despreocupada, los ojos alucinados ocultos tras esas gafas de sol de espejo Saigón… esperando que llegara el Tiburón. ¿Dónde está? Le di a ese bribón del aparcamiento cinco dólares, una inversión de primera magnitud, en este momento.
Calma, sigue leyendo el periódico. El primer reportaje era un titular de un azul chillón que iba de lado a lado de la primera página:
LA POLICÍA VUELVE A DETENER AL TRÍO SOSPECHOSO EN EL CASO DE LA MUERTE DE REINA DE LA BELLEZA
Sobredosis de heroína fue la causa oficial que se facilitó de la muerte de la bella Diane Hamby, de diecinueve años, cuyo cadáver fue hallado embutido en una nevera la semana pasada, según la oficina del forense del condado de Clark. Los investigadores del equipo de homicidios del sheriff que fueron a detener a los sospechosos dijeron que uno de ellos, una mujer de veinticuatro años, intentó precipitarse por las puertas de cristal de su remolque pero que se lo impidió la policía. Según los funcionarios, estaba, al parecer, histérica y gritaba «Jamás me cogeréis viva». Pero los policías la esposaron y, según parece, no sufrió daño alguno…
SUPUESTAS MUERTES DE INFANTES DE MARINA POR DROGA
Washington (AP) — Un informe de un subcomité del Congreso dice que han muerto por uso de drogas ilegales ciento sesenta infantes de Marina norteamericanos el último año, cuarenta de ellos en Vietnam… Se sospecha que la droga fue también causa, dice el informe, de otras cincuenta y seis muertes de militares en Asia y en la región del Pacífico… el informe dice también que aumenta la gravedad del problema de la heroína en Vietnam, sobre todo por los laboratorios de procesado que hay en Laos, Tailandia y Hong Kong. «La represión de la droga en Vietnam es casi completamente nula», dice el informe, «en parte por la ineficacia de la policía local, y en parte porque están involucrados en el tráfico de drogas algunos funcionarios corruptos no identificados hasta el momento, que ocupan cargos públicos».
A la izquierda de esta lúgubre noticia, había una foto en la página central a cuatro columnas de la ciudad de Washington, con policías luchando contra «jóvenes manifestantes contrarios a la guerra» que organizaron una sentada y bloquearon el acceso a las Oficinas Centrales del Servicio de Reclutamiento.
Y junto a la foto, había un gran titular en letras negras: SE HABLA DE TORTURA EN LAS AUDIENCIAS SOBRE LA GUERRA.
WASHINGTON — Testigos voluntarios dieron cuenta a un equipo no oficial del Congreso ayer de que, mientras servían como interrogadores militares, solían utilizar clavijas telefónicas eléctricas para torturar a prisioneros vietnamitas, a los que tiraban desde helicópteros para matarles. Un especialista del servicio secreto del Ejército dijo que la muerte de un tiro de pistola de su intérprete china fue justificada por un superior que dijo: «En realidad no era más que un bicho amarillo», queriendo decir que era asiática…
Justo debajo de esta noticia, había un titular que decía: CINCO HERIDOS JUNTO A UN BLOQUE DE VIVIENDAS EN NUEVA YORK… por un pistolero no identificado que disparaba desde el tejado de un edificio, sin ningún motivo visible. Esto estaba justo encima de un titular que decía: FARMACÉUTICO DETENIDO BAJO INVESTIGACIÓN… «resultado», explicaba el artículo, «de una investigación preliminar (de una farmacia de Las Vegas) que indicaba la falta de unas cien mil píldoras consideradas drogas peligrosas…»