Miedo y asco en Las Vegas (6 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Relato

BOOK: Miedo y asco en Las Vegas
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Santo cielo. Ya veía que me tumbaría en la cama del Hotel Mint, medio dormido, miraría por casualidad por la ventana y aparecería, allí de repente, un nazi malvado de setenta metros de altura en el cielo de la medianoche, gritando incoherencias al mundo: «¡
Woodstock Über Alles

Esta noche correremos las cortinas. Una cosa así puede hacer que un tipo drogado se ponga a dar saltos en la habitación como una pelota de ping-pong. Ya son bastante malas las alucinaciones. Claro que al cabo de un rato aprendes a soportar cosas como ver a tu abuela muerta subirte por la pierna arriba con un cuchillo entre los dientes. La mayoría de la gente del ácido sabe manejar este tipo de cosas.

Pero nadie puede manejar ese otro viaje: la posibilidad de que cualquier chiflado con un dólar noventa y ocho pueda entrar en el Circus-Circus y aparecer de pronto en el cielo de Las Vegas a tamaño doce veces el de Dios, aullando lo que se le pase por la cabeza. No, ésta no es una ciudad buena para drogas psicodélicas. La propia realidad está ya demasiado pasada.

La buena mescalina actúa despacio… la primera hora es todo espera y luego, hacia la mitad de la segunda, empiezas a insultar al cabrón que te engañó, porque no pasa nada… y entonces, ¡ZAS! intensidad malévola, brillo y vibraciones extrañas… algo tremendo en un sitio como el Circus-Circus.

—Me molesta decirlo —dijo mi abogado cuando nos sentamos en el Bar Tiovivo de la segunda galería, pero este lugar ya está empezando a fastidiarme. Creo que me está entrando el Miedo.

—Bah, tonterías —dije—. Vinimos aquí a buscar el Sueño Americano. Y ahora que estamos justo en el centro de él quieres largarte.

Le agarré el bíceps y apreté.

—Tienes que darte cuenta —dije— de que hemos encontrado el centro neurálgico.

—Lo sé —dijo él—. Por eso me da el Miedo.

El éter se desvanecía, el ácido se había ido hacía mucho, pero la mescalina se imponía con firmeza. Estábamos sentados en una mesita redonda de formica dorada, girando en órbita alrededor del encargado del bar.

—Mira allí —dije—. Dos mujeres jodiendo a un oso polar.

—Por favor —dijo él—. No me digas esas cosas. Ahora no. Hizo una seña a la camarera pidiendo dos combinados más.

—Es mi último trago —dijo—. ¿Cuánto dinero puedes prestarme?

—No mucho —le dije—. ¿Por qué?

—Tengo que irme —dijo.

—¿Irte?

—Sí. Abandonar el país. Esta noche.

—Tranquilízate —dije—. En unas cuantas horas estarás sereno.

—No —dijo—. Es en serio.

—George Metesky era serio —dije—. Y ya ves lo que le hicieron.

—¡No me jodas! —gritó—. ¡Una hora más en esta ciudad y mato a alguien!

Me dí cuenta de que no podía más. Era esa temible pasión que asalta en el apogeo del frenesí de mescalina.

—Está bien —dije—. Te prestaré algo. Salgamos a ver cuánto nos queda.

—¿Podremos? —dijo.

—Bueno… Eso depende de a cuánta gente jodamos de aquí a la puerta. ¿Quieres salir tranquilamente?

—Quiero salir
de prisa
—dijo él.

—Bueno. Paguemos esto y luego nos levantamos despacio. Estamos los dos muy pasados. Será un paseo largo.

Le pedí la cuenta a la camarera. Se acercó, parecía fastidiada, y mi abogado se levantó.

—¿Te pagan por joder con ese oso? —le preguntó.

—¿Qué?

—Es una broma —dije, interponiéndome entre ellos—. Vamos, Doc… Bajemos a jugar.

Conseguí llevarle hasta el borde del bar, el límite del tiovivo, pero se negó a salir de allí mientras siguiese dando vueltas.

—Que no para —le dije—. No para nunca.

Yo salí y di la vuelta para esperarle, pero él no se movía… y antes de que pudiese echarle mano y tirar de él, desapareció.

—No te muevas —grité—. ¡Darás la vuelta!

El miraba ciega y fijamente hacia adelante, bizqueando, todo miedo y confusión. Pero no movió un músculo hasta que dio la vuelta completa.

Esperé a que estuviese casi enfrente de mí y entonces quise agarrarlo…. pero el dio un salto atrás y otra vuelta completa. Esto me puso muy nervioso. Me sentí al borde del delirio. El encargado del bar parecía observarnos.

Carson City, pensé. Veinte años.

Me subí al tiovivo y corrí alrededor, acercándome a mi abogado por su lado ciego… y cuando llegamos al punto adecuado, le saqué de allí de un empujón. Salió tambaleándose por el pasillo y lanzó un grito infernal mientras perdía el equilibrio y se derrumbaba entre la gente… Rodó como un madero, y luego se levantó como un rayo, los puños cerrados, buscando a alguien a quien atizarle.

Me acerqué con las manos en alto, intentando sonreír.

—Te caíste tú, hombre —dije—. Venga, vamos.

Por entonces, la gente
estaba
ya observándonos. Pero el imbécil se movía y me di cuenta de lo que pasaría si le agarraba.

—Está bien —dije—. Quédate aquí y acabarás en la cárcel. Yo me largo.

Y empecé a alejarme de prisa hacia las escaleras, ignorándole. Esto le conmovió.

—¿Viste eso? —dijo cuando se puso a mi altura—. ¡Un cabrón me dio una patada en el culo!

—Puede que fuese el encargado del bar —dije—. Quería atizarte por lo que le dijiste a la camarera.

—¡Dios mío! Vámonos de aquí. ¿Dónde está el ascensor?

—Ni te acerques siquiera a ese ascensor —dije—. Eso es precisamente lo que quieren que hagamos… para atraparnos en una caja de acero y bajarnos al sótano.

Miré por el rabillo del ojo, pero no nos seguía nadie.

—No corras —dije—. Les gustaría mucho tener una excusa para tirotearnos.

El asintió, parecía entender.

Recorrimos rápidamente la gran galería interior de atracciones (salas de tiro, tatuajes, cabinas para cambiar dinero, caramelos de algodón hilado) y luego cruzamos unas puertas de cristal y bajamos entre hierba ladera abajo hasta un aparcamiento donde esperaba el Tiburón Rojo.

—Llévalo tú —dijo—. No sé lo que me pasa.

7. TERROR PARANOIDE… Y EL ESPANTOSO ESPECTRO DE LA SODOMÍA… UN RELAMPAGUEO DE AGUA VERDE Y CUCHILLOS

Cuando llegamos al Mint aparqué en la calle frente al casino a la vuelta de la esquina del aparcamiento. No tenía objeto arriesgarse a una escena en el vestíbulo, pensé. Ninguno de los dos podía pasar por borracho. Estábamos los dos hipertensos. Rodeados de vibraciones sumamente amenazadoras. Cruzamos el casino a toda pastilla y subimos en el ascensor trasero.

Llegamos a la habitación sin tropezar con nadie… pero la llave no abría. Mi abogado se debatía con ella desesperado.

—Esos cabrones nos han cambiado la cerradura —gruñía—. Lo más probable es que hayan registrado la habitación. Dios mío, estamos aviados.

Pero de pronto se abrió la puerta. Vacilamos. Luego entramos como tiros. No había señal de problema.

—Ciérralo todo —dijo mí abogado—. Pon todas las cadenas. Miraba fijamente dos llaves de habitación del Hotel Mint que tenía en la mano.

—¿De dónde salió
ésta
? —dijo, alzando una llave que tenía el número 1221.

—Esa es la habitación de Lacerda ——dije.

Sonrió.

—Sí, claro —dijo—. Me pareció que podríamos necesitarla.

—¿Para qué?

—Vamos a subir allí ahora mismo a sacarle de la cama con la manguera de incendios —dijo.

—No —dije—. Tenemos que dejar en paz a ese pobre cabrón, tengo la sensación de que nos evita por algún motivo.

—No te engañes a ti mismo —dijo él—. Ese portugués hijoputa es
peligroso
. Anda vigilándonos como un halcón.

Y luego me miró fijamente, bizqueando, y añadió:

—¿Has hecho algún trato con él?

—Hablé con él por teléfono —dije— cuando tú saliste a pedir que lavasen el coche. Dijo que se acostaría temprano para poder estar al amanecer en línea de meta.

Mi abogado no me escuchaba. Lanzó un grito de angustia y aporreó la pared con ambas manos.

—¡Ese cerdo cabrón! —gritó—. ¡Lo
sabía
! Me quitó a mi chica.

Me eché a reír.

—¿Aquella rubita del equipo de filmación? ¿Crees que la sodomizó?

Eso es… ¡ríete, ríete! —gritó—. Los blancos sois todos iguales.

Por entonces, había abierto una nueva botella de tequila y estaba trasegándola. Luego cogió un pomelo y lo partió a la mitad con un Gerber Mini-Magnum: un cuchillo de caza de acero inoxidable con una hoja como una navaja de afeitar recién afilada.

—¿De dónde sacaste ese cuchillo? —le pregunté.

—Me lo subieron los del servicio de habitaciones —dijo—. Quería algo para cortas las limas…

—¿Qué limas?

—No tenían —dijo—. Aquí en el desierto no se dan.

Partió el pomelo en cuartos… luego en octavos… luego en dieciseisavos… y luego empezó a cortar sin orden ni concierto lo que quedaba.

—Ese sapo cabrón —gruñó—. Sabía que tenía que quitarle de en medio en cuanto tuviese la oportunidad. Ahora se la ha llevado.

Recordé a la chica. Habíamos tenido un problema con ella en el ascensor unas horas antes: mi abogado había hecho el ridículo.

—Tú debes de ser corredor —dijo la chica—. ¿En qué categoría estás?

—¿Categoría? —replicó él—. ¿Qué coño quieres decir?

—¿Qué moto llevas? —preguntó con una vivaz sonrisa—. Estamos filmando la carrera para una serie de televisión… a lo mejor podemos usarte.

—¿Usarme?

Madre de Dios, pensé. Ya está liada. El ascensor estaba lleno de gente de la carrera y tardaba mucho en ir de piso a piso. Cuando paramos en el tercero, mi abogado temblaba muchísimo. Quedaban cinco pisos más.

—¡Yo monto las
grandes
! —gritó él de pronto—. ¡Las más jodidas!

Me eché a reír, intentando quitar hierro al asunto.

—La Vincent Black Shadow —dije—. Somos del equipo de fabrica.

Esto provocó un murmullo de áspero desacuerdo entre la gente.

—Eso es un cuento —murmuró alguien detrás de mí.

—¡Un momento! —gritó mi abogado… y luego dijo a la chica—: Perdóneme, señora, pero creo que en este ascensor hay un mamón ignorante que necesita un tajazo en la cara.

Y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta negra de plástico que llevaba y se volvió a la gente que estaba apretuja al fondo del ascensor.

—Venga, mariquitas blancos de mierda —masculló—. ¿Cuál de vosotros quiere que le haga un buen corte?

Yo miraba fijamente el indicador de pisos. Se abrió la puerta en el séptimo, pero nadie se movió. Silencio sepulcral. Se cerró la puerta. El octavo. Se abrió otra vez… tampoco hubo sonido ni movimiento alguno en el atestado ascensor. Cuando la puerta empezaba a cerrarse salí y le agarré del brazo y le saqué a rastras justo a tiempo. Se cerraron las puertas y la luz del ascenso señaló nueve.

—¡De prisa! ¡A la habitación! —dije—. Esos cabrones nos echarán los perros encima.

Doblamos el pasillo corriendo camino de la habitación. Mi abogado riendo como un loco.

—¡Espantados! —gritaba—. ¿Viste? Estaban
espantados
. Como ratas en una ratonera.

Luego, cuando cerramos la puerta con llave, dejó de reírse.

—Maldita sea —dijo—. Ahora es un asunto serio. Esa chica entendió. Se enamoró de mí.

Y ahora, varias horas después, estaba convencido de que Lacerda (el supuesto fotógrafo) había conseguido echarle el guante a la chica.

—Vamos a subir ahora mismo a capar a ese cabrón —dijo enarbolando su cuchillo nuevo y haciendo con él rápidos círculos delante de los dientes—. ¿Lo echaste

encima de ella?

—Oye —dije—, sería mejor que dejases ese maldito cuchillo y te despejases un poco. Tengo que meter el coche en el aparcamiento.

Fui retrocediendo lentamente hacia la puerta. Una de las cosas que aprendes después de pasar años tratando con gente de la droga, es que
todo
es serio. Puedes darle la espalda a un individuo, pero nunca le des la espalda a una droga… sobre todo cuando la droga enarbola un cuchillo de caza afilado como una navaja barbera ante tus ojos.

—Date una ducha —dije—. Tardo veinte minutos.

Salí rápidamente, cerré la puerta con llave y subí la llave a la habitación de Lacerda… la llave que antes había robado mi abogado. Pobre hombre, pensé, mientras subía corriendo por las escaleras mecánicas. Le mandaron aquí con esta misión perfectamente razonable (sólo unas cuantas fotos de motoristas y todo terrenos corriendo por el desierto) y se ha visto metido, sin entenderlo, en las fauces de un mundo que queda fuera de su comprensión. No había manera de que pudiese entender lo que pasaba.

¿Qué hacíamos nosotros allí? ¿Qué sentido tenía aquel viaje?

¿Tenía yo de verdad un gran descapotable rojo allí fuera en la calle? ¿Estaba solo vagando por aquellas escaleras automáticas del Hotel Mint en una especie de frenesí drogado, o había ido realmente allí a Las Vegas a trabajar en un
reportaje
?

Busqué en el bolsillo la llave de la habitación; «1850», decía. Al menos eso era real. Así que mi tarea inmediata era resolver lo del coche y volver a aquella habitación… y entonces podría, afortunadamente, serenarme y despejarme lo suficiente para abordar lo que pudiese suceder al amanecer.

Salí de la escalera y entré en el casino, aún había un gran gentío apretujado alrededor de las mesas de dados. ¿Quién
es
esa gente? ¡Qué fachas! ¿De dónde salían? Parecían caricaturas de vendedores de coches de segunda mano de Dallas. Pero eran
reales
. Y, ay Dios mío, había la
tira
… aún seguían gritando allí alrededor de aquellas mesas de dados de la ciudad del desierto a las cuatro y media de una madrugada de domingo. Aún perseguían el Sueño Americano, aquella visión del Gran Ganador surgiendo del caos final del preamanecer de un rancio casino de Las Vegas.

Gran golpe de suerte en Ciudad Plata. Haga saltar la banca y vuelva rico a casa. ¿Por qué no? Paré en la Rueda de la Fortuna y eché un dólar a Thomas Jefferson… un billete de dos dólares, el ticket del Buen Frik, pensando como siempre que una apuesta instintiva hecha al azar podría dar el premio.

Pero no. Sólo otros dos dólares por el retrete. ¡Cabrones!

No, calma, aprende a
gozar
perdiendo. Lo importante es hacer este reportaje en sus propios términos; dejar el otro asunto para
Life
y
Look
… al menos por ahora. Bajando la escalera mecánica vi al hombre de
Life
febrilmente retorcido en la cabina telefónica, canturreando su sabiduría en los oídos de algún robot cornudo en un cubículo de aquella otra costa. Sin duda: «LAS VEGAS AL AMANECER: Los corredores aún duermen, el polvo aún está quieto en el desierto, los cincuenta mil dólares del premio dormitan oscuramente en la caja de caudales del fabuloso Hotel Mint, en el luminoso corazón de
Casino Center
. Máxima tensión. Y aquí está nuestro equipo de
Life
(con una sólida escolta policial, como siempre…)» Pausa.

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