Mi abogado estuvo un momento sin decir nada y luego, de pronto, revivió en su asiento.
—¡Demonios! —exclamó—. Creo que ya veo el asunto. ¡Esto suena a problema grave!
Se embutió la camiseta caqui en los pantalones de rayón, blancos y acampanados, y pidió más bebida.
—Necesitarás mucho asesoramiento jurídico mientras esto dure —dijo—. Y mi primer consejo es que alquiles un coche descapotable muy rápido y que salgas a toda prisa de Los Angeles y no aparezcas en cuarenta y ocho horas por lo menos.
Luego movió lúgubremente la cabeza y añadió:
—Con esto se va al carajo mi fin de semana, porque, naturalmente, tendré que ir contigo… y tendremos que armarnos.
—¿Por qué no? —dije—. Si hay que hacer una cosa como ésta, hay que hacerla bien. Necesitaremos equipo decente y mucha pasta en efectivo… aunque sólo sea para drogas y para un magnetófono supersensible, para conseguir un buen registro permanente.
—¿Y qué acontecimiento es el que hay que cubrir? —preguntó.
—El Mint 400 —dije—. Es la mejor carrera de motocross para motos y todo terrenos de la historia del deporte organizado… un espectáculo fantástico en honor de un puerco
grosero
llamado Del Webb, que es propietario del lujoso Hotel Mint que está en el mismísimo Corazón de Las Vegas… al menos, eso es lo que dice la información de prensa; mi hombre de Nueva York me leyó el artículo.
—Bueno —dijo—, como abogado tuyo, te aconsejo que compres una moto. ¿Cómo podrías si no cubrir como es debido algo así?
—De ninguna manera —dije—. ¿Dónde podríamos conseguir una Vincent Black Shadow?
—¿Qué es eso?
—Una moto fantástica —dije—. E1 nuevo modelo tiene unas dos mil pulgadas cúbicas, desarrolla doscientos caballos de frenado a cuatro mil revoluciones por minuto. Tiene un bastidor de magnesio con dos asientos de espuma plástica y un peso total de 80 kilos justos.
—Pues parece ideal para este asunto —dijo.
—Lo es —le aseguré—. La cabrona no es nada del otro mundo en las curvas, pero es el diablo en línea recta. Es capaz de superar al F-11 antes del despegue.
—¿Despegue? —dijo él—. ¿Y podremos manejar tanto motor?
—Desde luego —dije —. Llamaré a Nueva York pidiendo más pasta.
La Oficina de Nueva York no estaba familiarizada con la Vincent Black Shadow: me remitieron a la oficina de Los Angeles… que en realidad está en Beverly Hills, a sólo unas cuantas manzanas largas del Polo Lounge. Pero cuando llegué allí, la mujer de de la pasta se negó a darme más de 300 dólares en efectivo. No tenía ni idea de quién era yo, dijo, y yo, por entonces, sudaba ya muchísimo. Tengo la sangre demasiado espesa para California: nunca he sido capaz de explicarme bien en este clima. Al menos, cuando sudo a mares… y tengo los ojos inyectados en sangre y me tiemblan las manos.
Así que cogí los 300 dólares y me largué. Mi abogado estaba esperándome en el bar de la esquina.
—Con esto no hacemos nada —dijo —, a menos que tengamos crédito ilimitado.
Le aseguré que lo tendríamos.
—Vosotros los samoanos sois todos iguales —le dije—. No tenéis fe en la honradez básica de la cultura del hombre blanco.
Dios mío, hace sólo una hora estábamos sentados allí en aquel sitio apestoso, sin blanca, y paralizados para el fin de semana, y de pronto va y me llama un absoluto desconocido de Nueva York diciéndome que vaya a Las Vegas y que no me preocupe por los gastos… y luego me manda a una oficina de Beverly Hills, donde otra total desconocida me da trescientos billetes sin el menor motivo… te lo aseguro, amigo mío, ¡éste es el Sueño Americano en acción! Seríamos tontos si no nos montásemos en este extraño torpedo y siguiésemos en él hasta el final.
—Tienes razón —dijo él—.
Debemos
hacerlo.
—De acuerdo —dije—. Pero lo primero que necesitamos es el coche. Y después del coche la cocaína. Y luego un magnetófono para música especial y unas camisas Acapulco.
A mí me parecía que la única forma de preparar un viaje así era ataviarse como pavos reales humanos y enloquecer, luego cruzar aullando el desierto y
hacer el reportaje
. No hay que perder de vista nunca la responsabilidad básica.
Pero, ¿qué
era
el reportaje? Nadie se había molestado en decirlo. Así que tendríamos que montárnoslo nosotros mismos. Libre Empresa. El Sueño Americano. Horatio Alger se vuelve loco a causa de las drogas en Las Vegas: Hazlo
ya
: puro periodismo Gonzo
[2]
.
Estaba también el factor sociopsíquico. De vez en cuando, si la vida se complica y las comadrejas empiezan a acercarse, la única cura posible es atiborrarse de nefandas sustancias químicas y conducir como un cabrón de Hollywood a Las Vegas.
Relajarse
, como si dijéramos, en el claustro del sol del desierto. Simplemente bajar la capota y fijarla, untarse la cara con crema bronceadora y correr con la música a todo volumen y por lo menos una pinta de éter.
Con las drogas no hubo ningún problema, pero el coche y el magnetófono no fue fácil conseguirlos a las seis y media de la tarde de un viernes en Hollywood. Yo tenía ya un coche, pero era demasiado pequeño y muy lento para el desierto. Fuimos a un bar polinesio, y allí mi abogado hizo diecisiete llamadas hasta que localizó un descapotable de potencia adecuada y color aceptable.
—Me interesa —le oí decir por teléfono—. Estaremos ahí para cerrar el trato dentro de media hora.
Luego, después de una pausa, empezó a gritar:
—¿Qué? ¡
Claro hombre
, este caballero tiene una tarjeta de crédito de primera clase! ¿Pero es que no te das cuenta de con quién estás hablando? —No le consientas nada a ese cerdo —dije, mientras él colgaba—. Ahora necesitamos el mejor equipo de sonido. Tiene que ser de primera. Uno de los Heliowatts nuevos. Con un micrófono de esos que se activan con la voz para recoger las conversaciones de los coches que se acercan.
Hicimos otras cuantas llamadas y localizamos por fin nuestro equipo en un almacén situado a unos ocho kilómetros de donde estábamos. Estaban cerrando, pero el vendedor dijo que esperaría si nos dábamos prisa. Pero nos demoramos en ruta porque una Stingray mató delante de nosotros a un peatón en el Bulevar Sunset. Cuando llegamos el almacén estaba cerrado. Había gente dentro, pero se negaban a acercarse a aquella puerta de cristal doble. Hasta que dimos unos cuantos golpes y aclaramos nuestras intenciones.
Por fin, dos empleados se acercaron a la puerta blandiendo desmontadores de neumáticos y conseguimos negociar la venta a través de una pequeña ranura. Luego, abrieron la puerta lo Suficiente para arrastrar fuera el equipo, después dieron un portazo y trancaron de nuevo.
—Y ahora cojan eso y lárguense de aquí —gritó uno de ellos a través de la ranura.
Mi abogado les amenazó con el puño.
—Volveremos —gritó—. ¡El día menos pensado tiro una bomba a este sitio! ¡Tengo tu nombre en esta tarjeta! ¡Me enteraré de dónde vives y te quemaré la casa!
Luego, mientras nos alejábamos en el coche, murmuró:
—Eso le preocupará. De todos modos, el tipo es un psicótico, un paranoico. Los identificas enseguida.
Volvimos a tener problemas en la agencia de alquiler de coches. Después de firmar todos los documentos entré en el coche y estuve a punto de perder el control cuando cruzaba marcha atrás el aparcamiento hacia la bomba de gasolina. Y claro, el de la agencia de alquiler se puso nervioso.
—Pero bueno… ejem… ustedes, amigos, serán
cuidadosos
con este coche, ¿no?
—Por supuesto.
—¡Bueno, bueno, está bien! —dijo—. ¡Pero acaba usted de pasar por encima de ese bordillo de hormigón que tiene sesenta centímetros sin disminuir la velocidad! ¡Va usted a ochenta marcha atrás! ¡Y ha estado a punto de chocar con la bomba!
—El coche no se ha hecho nada —dije—. Siempre pruebo así la transmisión. La marcha atrás. Por los factores de tensión.
Entretanto, mi abogado estaba muy ocupado transfiriendo ron y hielo del Pinto al asiento trasero del descapotable. El de la agencia de alquiler le observaba muy nervioso.
—Bueno —dijo—. ¿Andan ustedes bebiendo?
—Yo no —dije.
—Hay que llenar el depósito, amigo —replicó mi abogado—. Tenemos muchísima prisa. Vamos a Las Vegas para una carrera en el desierto.
—¿Qué?
—Nada, nada —dije—. Somos gente responsable.
Observé cómo cerraba el depósito de la gasolina y luego puse el trasto aquel en primera y nos metimos en el tráfico.
—Hay otro problema —dijo mi abogado—. Probablemente le guste mucho la «velocidad».
—Sí, deberíamos darle unas cuantas pastillas.
—Las pastillas le valdrían de muy poco a un cerdo como éste dijo él—. Que se joda. Tenemos muchas cosas que resolver antes de poder salir a la carretera.
—Me gustaría conseguir ropa de cura —dije—. Podría serme útil en Las Vegas.
No había tiendas de disfraces abiertas y no estábamos dispuestos a entrar a robar una iglesia.
—¿Para qué molestarse? —dijo mi abogado—. Además ten en cuenta que muchos polis son buenos y fanáticos católicos. ¿Te imaginas lo que nos harían esos cabrones si nos enganchan drogados y borrachos perdidos con ropa de cura robada? ¡Nos castrarían, demonios!
—Tienes razón —dije—. Y, por favor, no fumes esa pipa en los semáforos. Piensa que es un riesgo muy grande.
Asintió.
—Necesitamos un narguile grande. Que podamos poner aquí abajo en el asiento, donde nadie lo vea. Y si alguien lo ve creerá que usamos oxígeno.
Pasamos el resto de la noche recogiendo material y cargando el coche. Luego tomamos la mescalina y fuimos a bañarnos al mar.
Hacía el amanecer desayunamos en un Café de Malibú y luego cruzamos muy tranquilos la ciudad y nos sumergimos en la autopista de Pasadena, amortajada de niebla, rumbo al Este.
Estoy aún vagamente hechizado por el comentario de nuestro autostopista de que no había «montado nunca en un descapotable». Ahí está el pobre tío, viviendo en un mundo de descapotables que pasan sin parar zumbando delante suyo por las autopistas y él no ha
montado
nunca en ninguno. Me hizo sentirme como el rey Faruk. Tuve la tentación de hacer parar a mi abogado en el aeropuerto más próximo y redactar un contrato sencillo por el que pudiésemos sencillamente
darle
el coche a aquel pobre cabrón. Decir simplemente: «Toma, firma aquí y el coche es tuyo». Darle las llaves y usar luego la tarjeta de crédito para largarnos en un reactor a algún sitio como Miami y alquilar otro inmenso descapotable rojo para emprender un viaje a toda velocidad, de isla en isla, sazonado con drogas, hasta acabar en Cayo Oeste… y luego cambiar el coche por una embarcación. Y seguir ruta.
Pero esta idea, loca pasó rápidamente. No tenía ningún sentido encerrar a aquel muchacho inofensivo… y, además, yo tenía
planes
para el coche. Me apetecía muchísimo cruzar Las Vegas deslumbrando a todos con aquel cacharro. Podía incluso hacer una pequeña carrera en el Strip: subir hasta aquel semáforo grande que hay frente al Flamingo y ponerme a gritar al tráfico:
—¡Está bien, so mierdas! ¡Maricones! ¡Cuando esa luz se ponga verde, voy a salir zumbando con este chisme y os barreré a todos de la carretera!
Eso mismo. Desafiar a los cabrones en su propio terreno. Llegar chirriando al cruce, saltando, derrapando, con una botella de ron en la mano y apretando la bocina a fondo para ahogar la música… vidriosos ojos demencialmente dilatados tras unas gafitas oscuras de montura dorada de
greaser
, aullando incoherencias… un borracho verdaderamente
peligroso
, apestando a éter y a psicosis irremediable. Revolucionando el motor hasta un terrible, parloteante y agudo aullido, esperando que cambie el semáforo…
¿Cuántas veces se presenta una oportunidad así? Joder a los cabrones hasta el fondo del bazo. Los elefantes viejos van tambaleándose hasta las colinas a morir; los norteamericanos viejos salen a la autopista y se lanzan en busca de la muerte en coches inmensos.
Pero nuestro viaje era distinto. Era una afirmación clásica de todo lo justo y verdadero y decente del carácter nacional. Era un tosco y físico saludo a las fantásticas
posibilidades
de vida que hay en este país: pero sólo para los que son valientes de veras. Y a nosotros nos sobraba valor.
Mi abogado comprendía esta idea, pese a su inferioridad racial, pero nuestro autostopista no era individuo fácil de conectar. El
decía
que entendía, pero, por su mirada, me daba cuenta de que no. Me mentía.
El coche se desvió bruscamente de la carretera y paramos derrapando sobre la grava. Me vi lanzado contra la guantera. Mi abogado se había tumbado encima del volante.
—¿Qué pasa? —grité—. No podemos parar
aquí
. ¡Es zona de vampiros!
—Es el corazón —gruño él—. ¿Dónde está la medicina?
—Ah —dije yo—, la medicina, sí. Aquí.
Hurgué en la bolsa-maletín buscando los amyls. El chaval parecía petrificado.
—No hay que preocuparse —dije—. Es que anda mal del corazón… angina de pecho. Pero tenemos con qué curarle. Aquí están.
Saqué cuatro amyls de la cajita metálica y le pasé dos a mi abogado. Hizo estallar uno inmediatamente debajo de la nariz y yo hice otro tanto.
Inspiró profundamente y se derrumbó en el asiento, mirando fijamente al sol.
Sube esa maldita música —aulló—. ¡Tengo el corazón como un cocodrilo! —¡Volumen! ¡Claridad! ¡Contrabajo! ¡Tiene que haber un contrabajo! —agitó los brazos desnudos hacia el cielo—. ¿Pero qué demonios nos pasa? ¡Parecemos
anciantias
!
Puse la radio y el magnetófono atronando al máximo.
—Oye, pedazo de cabrón —dije—. ¡Vigila esa lengua! ¡Hablas con un doctor en periodismo!
El se echó a reír descontroladamente.
—¿Qué cojones
hacemos
nosotros aquí en este desierto? gritó—: ¡Que alguien llame a la policía! ¡Necesitamos ayuda de inmediato!
—No hay que hacer caso a este cerdo —le dije al autostopista—. La medicina le desquicia. En realidad,
los dos
somos doctores en periodismo, y vamos a Las Vegas a hacer el reportaje más importante de nuestra generación.