Mi abogado parecía entenderlo; sabía por qué tenía la mano metida en la bolsa.
—¡No! —gritó—. ¡Aquí no! ¡Mejor fuera!
Me encogí de hombros. El estaba pasado. Me di cuenta. Y Lucy también. Tenía los ojos febriles y desorbitados. Me miraba muy fijo como si yo fuese algo a lo que hubiese que dejar sometido del todo para que la vida pudiera volver a ser lo que ella consideraba normal.
Mi abogado se acercó, le echó un brazo por los hombros.
—El señor Duke es
amigo
mío —dijo amablemente—. Le encantan los artistas. Enséñale tus cuadros.
Advertí entonces que la habitación estaba llena de obras de arte: entre cuarenta y cincuenta retratos, algunos al óleo, otros a carboncillo, todos más o menos del mismo tamaño y siempre la misma cara. Estaban repartidos por todo el cuarto. La cara me era vagamente familiar, pero no conseguía identificarla. Era una mujer de boca grande, gran nariz y ojos sumamente brillantes: un rostro diabólicamente sensual; el tipo de versiones exageradas y embarazosamente teatrales que ves en los dormitorios de las jóvenes estudiantes de arte que se quedan enganchadas con los caballos.
—Lucy pinta retratos de Barbra Streisand —explicó mi abogado—. Es una artista de Montana…
Se volvió a la chica.
—¿Dónde dijiste que vivías?
Ella le miró fijo. Luego me miró a mí. Volvió a mirar a mi abogado. Luego dijo por fin:
—Kalispel. Queda al Norte. Estos los saqué de la tele.
Mi abogado cabeceó muy animado.
—Fantástico —dijo—. Vino hasta aquí sólo para entregarle todos estos retratos a Barbra. Vamos a ir esta noche al Hotel Americana y la veremos en el camerino.
Lucy sonrió tímidamente. Ya no había hostilidad en ella. Dejé la lata de Mace y me levante. Era evidente que teníamos entre manos un caso grave. No había contado con aquello: que encontraría a mi abogado machacado por el ácido y metido en una especie de galanteo preternatural.
—Bueno —dije—, supongo que ya habrán aparcado el coche. Vamos a sacar el material del maletero.
El asintió animosamente.
—Desde luego, vamos por el material —sonrió a Lucy y añadió——: Volvemos en seguida. Si suena el teléfono no contestes.
Ella sonrió e hizo el signo de los Niños de Jesús.
—Alabado sea Dios —dijo.
Mi abogado se puso unos pantalones acampanados y una camisa color negro brillante y salimos a toda prisa de la habitación. Me di cuenta de que le resultaba difícil orientarse, pero me negué a seguirle la corriente.
—Bueno… —dije—. ¿Qué planes tienes?
—¿Planes?
Estábamos esperando el ascensor.
—Me refiero a Lucy ——dije.
Movió la cabeza, luchando por concentrarse en el asunto.
—Mierda —dijo al fin—. La conocí en el avión y yo tenía todo aquel ácido —se encogió de hombros—. Ya sabes, esos cilindros azules pequeñitos. Dios mío, es una fanática
religiosa
. Se ha escapado de casa algo así como por quinta vez en seis meses. Es terrible. Le di el ácido casi sin pensarlo… ¡Mierda! ¡Ni siquiera ha echado un
trago
en su vida!
—Bueno —dije—, probablemente se le pase. Podemos mantenerla cargada y traficar con su culo en la convención sobre drogas.
Me miró fijamente.
—Es perfecta para ese asunto —dije—. Esos polis pagarán cincuenta pavos por cabeza por darle golpes y luego tirársela todos. Podemos instalarla en uno de esos moteles un poco apartados, colgar cuadros de jesús por toda la habitación y luego soltar a esos cerdos con ella… Oye, te advierto que tiene fuerza. Sabe defenderse.
Tenía tics constantes en la cara. Ya estábamos en el ascenso, bajando hacia el vestíbulo.
—Dios mío —murmuró—, sabía que eras un tipo repugnante, que estabas enfermo, pero nunca creí que te oiría
decir
realmente una cosa así.
Parecía asombrado.
Me eché a reír.
—Es pura economía. ¡Esa chica es un
don de Dios
!
Le paralicé de inmediato con una sonrisa Bogart natural, todo dientes…
—¡Estamos casi en la ruina, coño! —añadí—. Y de pronto tú vas y te agencias a una chiflada con músculo con la que podemos sacar uno de los grandes al día.
—¡No! —gritó él—. ¡Deja de
hablar
así!
Se abrió la puerta del ascensor y nos encaminamos hacia el aparcamiento.
—Calculo que podría hacer unos cuatro a la vez —dije—.
Demonios, si la mantuviésemos bien cargada de ácido, eso serían unos
dos
grandes al día. Puede que tres.
—¡Cabrón de mierda! —escupió—. ¡Debería arrancarte la maldita cabeza!
Me miraba bizqueante, protegiéndose los ojos del sol. Localicé la Ballena a unos veinte metros de la puerta.
—Ahí está —dije—. No es mal coche para un macarra.
Lanzó un gruñido. Se le veía en la cara la lucha que estaba librando en su cerebro, con fogonazos esporádicos de ácido: malas vibraciones de dolorosa intensidad, seguidas de absoluta confusión. Cuando abrí el maletero de la Ballena para sacar las bolsas, se puso furioso.
—¿Qué demonios
haces
? —masculló—. Este no es el coche de Lucy.
—Ya lo sé —dije—. Este es mi equipaje.
—¡Qué coño va a ser! —gritó—. No puedes andar por ahí robando cosas delante de mí, sólo porque yo sea abogado! —retrocedió—. ¿Pero que demonios te pasa? ¿Qué defensa tendría un caso como ése?
Tras muchas dificultades, volvimos a la habitación e intentamos tener una charla en serio con Lucy. Me sentía como un nazi, pero había que hacerlo. Ella no era
adecuada
para nosotros… al menos en aquella delicada situación. Ya era suficiente problema el que fuese lo que parecía ser (una jovencita extraña en las angustias de una crisis psicótica grave) sino que lo que más me preocupaba a mí, más aún, era la posibilidad de que estuviese lo bastante sana y cuerda al cabo de unas horas, para lanzarse a un inmenso arrebato de cólera jesusiano ante el nebuloso recuerdo de que la había recogido y seducido en el aeropuerto internacional de Los Angeles una especie de cruel samoano que la atiborró de alcohol y LSD y la arrastró luego hasta la habitación de un hotel de Las Vegas donde penetró salvajemente todos los orificios de su cuerpos con su palpitante miembro incircunciso. Tuve una terrible visión de Lucy irrumpiendo en el camerino de Barbra Streisand del Americana y contándole la brutal historia. Para nosotros sería el final. Nos acosarían hasta engancharnos y lo más probable es que nos castrasen a los dos, antes de empapelarnos…
Le expliqué esto a mi abogado, que estaba hecho un mar de lágrimas ante la idea de tener que despedir a Lucy. Lucy aún estaba muy pasada, y pensé que la única solución era alejarla lo más posible del Flamingo antes de que se serenara lo suficiente para recordar dónde había estado y qué le había pasado.
Mientras discutíamos, Lucy estaba tumbada en la terraza, haciendo un boceto a carboncillo de Barbra Streisand. Esta vez de memoria. Era una versión de toda la cara, con los dientes como pelotas de béisbol y los ojos como fuego cuajado.
La profunda intensidad de aquello me ponía nervioso. Aquella chica era una bomba ambulante. Sólo Dios sabía lo que podría ponerse a hacer con toda aquella energía mal conectada en ese momento Si no tuviese su cuaderno de dibujo. ¿Y qué haría cuando se serenase lo suficiente para leer la
Guía de Las Vegas
como acababa de hacer yo, y se enterase de que la Streisand no actuaría en el Americana hasta tres semanas después?
Mi abogado aceptó al fin que Lucy debía irse. La posibilidad de incurrir en la Ley Mann, que traería consigo un proceso para quitarle la licencia y la pérdida total de su medio de vida fue un factor clave en su decisión. Una acusación federal muy jodida. Sobre todo teniendo en cuenta que sería un monstruo samoano el que se vería enfrentado a un jurado de típicos blancos clase media del Sur de California.
—Podrían considerarlo rapto incluso —dije—. Irías derecho a la cámara de gas, como Chessman. Y aunque consiguieses librarte de
eso
, te mandarían otra vez a Nevada por Violación y Sodomía consensual.
—¡No! —gritó él—. Lo siento por la chica. Yo quería ayudarla.
Sonreí.
—Eso fue lo que dijo Fatty Arbuckle, y ya sabes lo que le hicieron.
—¿Quién?
—Da igual —dije—. Imagínate diciéndole a un jurado que intentabas ayudar a esta pobre chica dándole LSD y llevándotela luego a Las Vegas para una de tus fricciones especiales por detrás en pelota picada.
Movió la cabeza muy triste.
—Tienes toda la razón. Probablemente me quemasen en la hoguera… me prendiesen fuego allí mismo en el banquillo. Mierda, no merece la pena intentar ayudar a alguien en estos tiempos…
Metimos a Lucy en el coche, diciéndole que pensábamos que era hora de «Ir a conocer a Barbra». No hubo problema para convencerla de que se llevase todas sus obras de arte, pero no podía entender por qué mi abogado quería llevar también su maleta.
—No quiero ponerla nerviosa —protestaba Lucy—. Se creerá que intento instalarme con ella o algo parecido.
—No, mujer, qué va —dije rápidamente… pero eso fue todo lo que se me ocurrió decir. Me sentía Martin Bormann. ¿Qué le pasaría a aquella pobre calamidad cuando la dejáramos suelta? ¿La cárcel? ¿La trata de blancas? ¿Qué haría en tales circunstancias el doctor Darwin? (¿Supervivencia de los…
más aptos
? ¿Era esa la palabra adecuada? ¿Había Considerado Darwin alguna vez la idea de la ineptitud
temporal
? Lo mismo que la «locura temporal». ¿Podría haber hecho el doctor sitio en su teoría para algo como el LSD?)
Todo esto era pura disquisición académica, claro, Lucy era una piedra de molino potencialmente fatal colgando del cuello de ambos. No teníamos más elección que dejarla a la deriva y esperar que le fallara totalmente la memoria. Pero algunas víctimas del ácido, sobre todo los mongoloides nerviosos, tienen una extraña capacidad tipo
sabio-idiota
para recordar detalles raros y nada más. Era posible que Lucy se pasara dos días más con amnesia total para luego salir de esa situación sin más recuerdo que nuestro número de habitación del Flamingo…
Pensé en esto… pero la única alternativa era dejarla suelta en el desierto y alimentar a los lagartos con sus restos. A esto no estaba dispuesto; parecía algo excesivo para lo que intentábamos proteger: a mi abogado. Era sólo eso. Así que el problema era encontrar un equilibrio, enfilar a Lucy en una dirección que no le disparase la mente provocando una reacción desastrosa.
Lucy tenía dinero. Mi abogado se había asegurado de esto «Por lo menos doscientos dólares», me dijo. «Y siempre podemos llamar a los polis de allá arriba de Montana, donde ella vive, y darles el soplo.»
A esto me resistía. Lo único peor que dejarla suelta por Las Vegas, a mi parecer, era entregarla a «las autoridades»… Lo cual era a todas luces impensable. Al menos de momento.
—¿Pero qué clase de monstruo eres? —dije—. Primero raptas a la chica, luego la violas, y ahora quieres que la encierren.
Se encogió de hombros.
—Fue sólo algo que se me ocurrió sobre la marcha —dijo—. Ella no tiene
ningún testigo
. Lo que diga de nosotros no vale nada.
—¿Nosotros? —dije.
Me miró fijamente. Advertí que iba despejándose. El ácido se había esfumado casi por completo. Eso significaba que Lucy también debía estar bajando. Era hora de cortar el cordón.
Lucy nos esperaba en el coche, escuchando la radio con una sonrisa pasadísima. Nosotros estábamos a unos diez metros de distancia. Cualquiera que nos mirase desde lejos podría haber pensado que teníamos una tremenda y nefanda discusión sobre quién tenía «derechos sobre la chica». Era una escena típica de aparcamiento de Las Vegas.
Decidimos por fin instalarla en el Americana. Mi abogado se acercó al coche y consiguió sacarle cuál era su apellido con algún pretexto, y luego yo entré rápidamente y llamé al hotel… diciendo que era tío de la chica y que quería que la tratasen «muy amablemente, porque era una artista y quizá les pareciese algo impresionable». El empleado me aseguró que la tratarían con la mayor cortesía.
Luego la llevamos hasta el aeropuerto, diciendo que íbamos a cambiar la Ballena Blanca por un Mercedes 600, y mi abogado la metió en el vestíbulo con todo su equipaje. Aún estaba trastornada y balbuciente cuando se la llevó. Yo doble una esquina y le espere allí.
Al cabo de diez minutos llegó corriendo al coche y entró.
—Sal despacio —dijo—. Procura no llamar la atención.
Cuando salimos al Bulevar Las Vegas, me explicó que le había dado a uno de los empleados del aeropuerto un billete de diez dólares para que hiciese que la llevaran al Americana, donde ya tenía reserva, a su «amiga borracha».
—Le dije que se asegurara de que llegaba allí —explicó.
—¿Y crees que llegará?
Asintió con un gesto.
—El tipo dijo que pagaría lo del taxi con los cinco pavos extra que le di, y que le diría al taxista que la tratase bien. Le dije que tenía que arreglar un asunto, pero que volvería en una hora… y que si la chica no estaba ya en el hotel, volvería y le arrancaría los pulmones.
—Muy bien —dije—. En esta ciudad uno no puede ser sutil.
Rió entre dientes.
—Como abogado tuyo te aconsejo que me digas dónde pusiste esa mescalina que tenemos a medias.
Paré. La bolsa estaba en el maletero. Sacó dos pastillas y tomamos una cada uno. El sol iba hundiéndose tras los cerros cubiertos de maleza del noroeste de la ciudad. La radio gorjeaba una buena melodía de Kristofferson. Volvimos a la ciudad en aquel cálido crepúsculo, muy tranquilos y relajados ya, en aquellos asientos de cuero rojo de nuestro Coupe de Ville blanco eléctrico.
—Quizá deberíamos tomarnos las cosas con calma hasta la noche —dije, mientras pasábamos como cohetes frente al Tropicana.
—Sí, me parece muy bien —dijo—. Vamos a buscar un restaurante en que den buen pescado y tomaremos salmón. Me apetece muchísimo el salmón.
Asentí.
—Pero creo que primero debemos volver al hotel a instalarnos. Quizá nos viniese bien un chapuzón rápido con un poco de ron.
Aceptó la propuesta, retrepándose en el asiento y alzando la vista al cielo. La noche caía lenta.
Cruzamos el aparcamiento del Flamingo, y dimos la vuelta, a través del laberinto, hasta nuestra ala. Ningún problema para aparcar, ningún problema con el ascensor, y la suite estaba absolutamente tranquila y silenciosa cuando entramos: en penumbra, y pacíficamente elegante, con grandes puertas deslizantes que se abrían al césped y a la piscina.